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Desde la cocina, Tisa oyó al doctor Zimm y lo que sonaba como un niño robótico.

—Habríamos venido antes —dijo Zimm—, pero hay tanta burocracia cuando trabajas para una gran empresa… Formularios, hojas de gastos…

—Tienes sesenta segundos para decidir, Max —añadió en un tono alegre y agudo el niño robot.

Tisa cogió un par de guantes de goma, de los de lavar los platos, y empezó a rebuscar en la despensa, intentando hacer el menor ruido posible. Encontró lo que buscaba: bicarbonato, vinagre, y, lo más importante, un frasco de especias lleno de pimienta roja.

—Ven con nosotros, Max —insistió el doctor Zimm—. Tus amigos no nos interesan. Pueden volver a limpiar pozos. Pero tú estás destinada a cosas mucho más importantes.

—Vamos a construir juntos un ordenador cuántico —dijo el humanoide—. ¡Qué divertido!

—Atrás, vosotros —les advirtió McGregor—. Como deis un paso hacia la chica…

—¿Qué? —lo interrumpió el robot—. ¿Olvidas que tenemos más armas y no podéis ganar? ¿Necesitas que te repita mi análisis estadístico?

—No hace falta —contestó Max—. Señor McGregor, ¿por qué no sirve a nuestros invitados un poco de ese whisky irlandés que toma? Es de ochenta grados, ¿verdad?

—No, niña. Es Redbreast: 115 grados.

Max calculó. Dividido entre dos: el whisky tenía un 57,5 % de alcohol. Perfecto.

—Pues sirva un vaso al doctor Zimm y sus amigos. Excepto al robot. Tú no bebes, ¿verdad, Lenard?

—No —respondió este entre risitas—. Ingerir líquidos es malo para mis circuitos.

—Max —la llamó Tisa desde la cocina—, yo también tengo algo que me gustaría que les dieras a nuestros invitados.

—¡Perfecto! —exclamó Max en dirección a su amiga—. ¡Y no olvides poner una velita encendida en un pastelito de carne! ¡Es el cumpleaños de Klaus!

Este puso cara de sorpresa, hasta que se fijó en la expresión de Max, que indicaba que le siguiera la corriente.

—Un pastelito de carne de cumpleaños estaría muy bien —afirmó.

—Doctor Zimm —dijo Lenard—, presumo que Max y sus amigos están intentando ganar tiempo, retrasar nuestra inevitable victoria. No es el cumpleaños de Klaus. Como recordará, eso fue el mes pasado.

—Pero hace un mes no estábamos juntos —replicó Max—. Esta es una celebración de cumpleaños atrasada. Solo quiero ver cómo Klaus sopla la velita, y después me iré con vosotros.

—Tengo vuestras bebidas, chicos —dijo McGregor, con una bandeja plateada en las manos, donde había cuatro vasos de chupito rebosantes de whisky ambarino.

Los tres matones de la corporación miraron a Zimm.

—Un trago rápido está bien, caballeros —afirmó este—. A fin de cuentas, ahora que Max ha accedido a venir con nosotros, tenemos mucho que celebrar. El futuro. Redimir los errores del doctor Einstein sobre la física cuántica. Tú eres su verdadera heredera, Max. ¡Puedes dar vida a la teoría que el gran Einstein nunca llegó a comprender!

—Me parece bien —contestó Max, que en realidad intentaba ganar tiempo.

Por fin, Tisa y un hombre salieron de la cocina.

Ella llevaba un guante de goma hinchado como un globo de agua, tanto que tenía los dedos extendidos. Parecía una ubre de vaca. El cocinero llevaba una bandeja con un gran pastel de carne sobre el que había media docena de velitas encendidas.

—Cumpleaños feliz, cumpleaños feliiiz… —cantó Klaus, desafinando, a todo volumen.

Mientras todo el mundo estaba distraído con sus berridos y se tapaba las orejas, Tisa se adelantó corriendo y sacó un cuchillo de mondar patatas. Hizo unos cuantos agujeros en los hinchados dedos del guante. El dióxido de carbono, el gas creado al combinar el bicarbonato con el vinagre, salió por los agujeros, como un refresco al abrir una lata después de agitarla. El gas llevaba fragmentos de pimienta roja. Tisa apuntó su gas lacrimógeno improvisado hacia los ojos de los tres gorilas armados.

Mientras, Max arrancó una velita del pastel de cumpleaños y la lanzó hacia uno de los vasos de whisky de la bandeja de McGregor. El alcohol ardió en llamas azules. McGregor usó la bandeja como catapulta y empapó a Lenard con el líquido.

—¡Esto es inaceptable! —chirrió este, mientras las llamas cubrían su pecho y quemaban su rostro de plástico—. ¡Inaceptable!

El doctor Zimm cogió un mantel cercano e intentó apagar el fuego, que ya había hecho que una de las cejas de la cara del robot le tapara el ojo.

—¡Vamos! —gritó Charl.

Los hombres armados de la Corporación seguían cegados por el gas pimienta de Tisa; no conseguían encontrar sus pistolas.

Siobhan, Tisa, Max y Klaus salieron corriendo por la puerta del pub, y casi se precipitaron en la furgoneta donde los esperaba Isabl. Charl saltó al asiento del acompañante cinco segundos después de que todos los demás estuviesen a bordo y a salvo.

—Inicia el dispositivo de extracción —le dijo Charl a Isabl. Ella pisó a fondo el acelerador. La furgoneta salió disparada—. Buen trabajo ahí dentro, Tisa y Max.

—¿Y qué hay del resto de la gente? —preguntó Max.

—Al doctor Zimm no le interesan. Van a ponerse a perseguirnos en cuanto sus hombres puedan ver y el robot deje de derretirse. Nos habéis conseguido una ventaja de al menos sesenta segundos.

Y, tal como conducía Isabl, no iban a necesitar más.