Max bajó los siete pisos por las escaleras, a toda prisa, y salió a la calle por el ala John Jay.
Al llegar a la avenida de Amsterdam con la calle 114 fue hacia el norte a paso rápido, con el radar puesto. No la seguían.
En la calle 120 sacó su móvil seguro (otro «regalo» de Ben) y pulsó la tecla que guardaba el número de Charl e Isabl, el preparadísimo equipo táctico que dirigía la seguridad del Instituto de Implementadores del Cambio (IIC), donde Max estaba considerada como «la Elegida». Aquel apodo siempre la hacía poner los ojos en blanco. «La Elegida». Sonaba tan… tan… Harry Potter…
Ben, el mecenas multimillonario, la había seleccionado para dirigir su equipo de élite de jóvenes genios, todos ellos encargados de hacer del mundo un lugar mejor.
Vaaale.
Ben era un joven ambicioso con grandes sueños y un presupuesto aún mayor. «Nuestro objetivo es llevar a cabo cambios significativos para salvar el planeta y a los humanos que lo habitan», le habían dicho a Max cuando visitó la sede del IIC, en Jerusalén. Y Ben solo confiaba en niños para que lo ayudaran.
—¿Max? —contestó Charl. Tenía un acento interesante, aunque Max no acababa de reconocer de dónde. ¿Israelí, centroeuropeo? Lo importante era que sonaba misterioso y lejano—. ¿Dónde estás?
—Fuera.
—¿Qué? ¿Jamal y Danny están contigo?
—No. Pero no es culpa suya; creen que estoy en la ducha.
Charl suspiró.
—Max, ya hemos hablado de esto. Necesitas seguridad. La Corporación tiene espías en todas partes…
La Corporación. El imperio del mal que intentaba frenar al IIC. Donde estos y Ben deseaban hacer cambios para mejorar a la humanidad, la Corporación quería obtener dinero y aumentar sus cuentas bancarias. Uno de sus miembros, el doctor Zacchaeus Zimm, quería atraer a Max; era como el Darth Vader de la Corporación, siempre la tentaba para que se uniera al lado oscuro de la Fuerza.
Hasta el momento no lo había conseguido.
Hasta el momento.
Pero el doctor Zimm le había dado a entender que sabía algo sobre el pasado de ella. Hasta podía ser que supiera quiénes eran sus padres y por qué la habían llamado Max Einstein. Ella no los recordaba. Siempre había vivido en orfanatos, en hogares de acogida o con otros sin techo. Hasta que apareció el IIC y se la llevó a Jerusalén, claro.
—¿Max? —La voz de Charl sonaba seria y firme al otro lado del teléfono—. Ahora mismo tu trabajo es mantenerte a salvo. El doctor Zimm y la Corporación siguen buscándote. Por favor, vuelve a tu dormitorio. Inmediatamente.
—¿Cuándo tendremos una nueva misión? —preguntó Max, ignorando las palabras de Charl.
Se parecía mucho a su ídolo, Albert Einstein: no se le daba muy bien lo de seguir instrucciones o cumplir órdenes.
—Como el doctor Zimm te atrape no va a haber próxima misión, Max.
—Vale —replicó ella—. Entonces tendré que buscármela yo.
—¿Max?
—Solo estoy obedeciendo la primera ley de Newton, Charl. Soy un cuerpo en movimiento. Tengo que seguir moviéndome.
Colgó y apagó el móvil para que Charl no pudiera volver a llamarla.
Al llegar al Martin Luther King Boulevard giró a la derecha y se dirigió a Harlem.
En la esquina del bulevar con la calle 125 Oeste, Max vio a un grupo de niños alegres delante de una taberna. Saltaban los chorros de agua que salían de ambos lados de una boca de incendios, intentando refrescarse.
—¡Eh, chavales! —gritó un hombre enfadado desde el balcón de un apartamento; solo llevaba una toalla a la cintura—. ¡Intento ducharme aquí arriba! ¡Estáis haciendo que el agua se quede sin presión!
Ellos se limitaron a reír y se salpicaron un poco más.
—¡Se acabó! ¡Voy a llamar a la policía!
El anciano levantó un puño al aire y volvió a entrar en su piso, sin duda para coger un teléfono.
Max se puso en acción. Se sintió obligada. Imposible no llamar la atención o no correr riesgos, sobre todo cuando unos niños iban a meterse en líos solo por ser niños.