Max se despidió de Tisa y de Siobhan.
—Ya hemos cargado tu equipaje —le dijo Charl—. Sabíamos que íbamos a salir esta noche, después de la fiesta; la aparición del doctor Zimm solo nos ha hecho adelantar los planes. Los pilotos han recogido todas vuestras cosas en casa de Siobhan.
—Entonces, ¿mi maleta está en el avión? —preguntó Max. —Sí —asintió Isabl—. Todos tus recuerdos están a salvo. —Tendrás que añadir uno más —intervino Siobhan—.
Lo cogí para ti mientras estábamos en la colina con las ovejas.
—Y yo le mostré cómo prensarlo y secarlo —explicó Tisa—. Optamos por la técnica de colocarlo entre dos hojas de papel de cera dentro de un libro gordo, y después aplicarle un chorrito de laca de pelo de la señora McKenna.
—Es un trébol de cuatro hojas, Max —dijo Siobhan—. Que tengas la misma suerte que mi familia y yo cuando te conocimos.
—Gracias.
Max dio un fuerte abrazo a cada una de las chicas. Después de todo lo que habían vivido juntas, consideraba a Siobhan y a Tisa como hermanas. Sería huérfana, pero estaba claro que empezaba a tener una familia.
—¿Hay algo para mí? —preguntó Klaus.
—No, Klaus —respondió Siobhan—, pero, cuando estéis en vuestro nuevo destino, le pediré a mi madre que te envíe un paquete con unas cuantas salchichas de esas que tanto te gustan.
—¡Genial!
La puerta del avión se abrió y se desplegó la escalerilla.
—Hora de irnos —le dijo Isabl a Max y a Klaus—. Voy a necesitar vuestros móviles.
—¿Por qué? —preguntó Max.
—Por si Lenard puede rastrearlos —contestó Charl.
Max y Klaus se los entregaron, y ella los metió en unas bolsas de papel de aluminio que bloqueaban la señal.
—Un poco exagerado, ¿no? —dijo Klaus.
—No, si es verdad que hay una fuga de información.
Él se encogió de hombros.
—Lo que tú digas. Ten cuidado con el mío —le indicó a Isabl—. Es nuevo.
El señor McGregor y un policía del pueblo llegaron para recoger a Siobhan y a Tisa.
Klaus, Isabl, Charl y Max se subieron al pequeño jet, se sentaron y se ajustaron los cinturones de seguridad. Max se despidió con la mano, por la ventanilla, de Siobhan y de Tisa. Y, mientras el avión despegaba, también dedicó un saludo silencioso a los preciosos paisajes verdes irlandeses.
—Bueno, y ¿adónde vamos? —preguntó Klaus.
Isabl miró su reloj.
—Os lo diré dentro de una hora más o menos.
—¿Cuánto va a durar el vuelo?
—Doce horas.
—¿Llevamos comida? —Miró a Isabl, que asintió—. Bien. Despertadme para el desayuno.
Y entonces ahuecó una almohada, se cubrió con la sábana y enseguida se quedó dormido.
—Tú también deberías descansar, Max —le sugirió Charl.
—Eso haré —respondió la joven, aunque por el momento estaba demasiado «enchufada» para quedarse frita tan rápido como Klaus (que ya estaba roncando).
En primer lugar, aún no había acabado de asimilar el encuentro con el doctor Zimm y su ayudante humanoide, Lenard, y lo que le había dicho sobre «redimir» los errores del doctor Einstein sobre física cuántica, además de eso de «Tú eres su verdadera heredera, Max. ¡Puedes dar vida a la teoría que el gran Einstein nunca llegó a comprender!».
Aunque Albert Einstein había detectado que los cálculos matemáticos en los que se basa la mecánica cuántica eran correctos, no podía aceptar lo extraña que era. «La mecánica cuántica es imponente, pero una voz interior me dice que aún no tenemos la respuesta correcta», le había escrito a Max Born, uno de los padres de esta. «La teoría cuántica aporta mucho, pero apenas nos acerca a los grandes secretos divinos. Por mi parte, yo estoy convencido de que Dios no juega a los dados con el universo».
Einstein estaba en desacuerdo con la idea básica de que, en el nivel cuántico (o atómico), la naturaleza y el universo eran totalmente aleatorios y las cosas suceden por puro azar. Insistió en que había algo que aún no habían encontrado, que Dios no iba a decidir el destino del mundo tirando dados.
Se equivocaba, y esa fue una de las razones por las que se quedó atrás cuando empezaron a surgir científicos más jóvenes y centrados en esta área de la ciencia.
Científicos como Max y su compañero del IIC, Vihaan, con el que ella iba a volver a trabajar en… lo que fuera que iban a trabajar a continuación.
Vihaan solo tenía trece años, y ya se había hecho con un título universitario en mecánica cuántica. Esperaba desarrollar algún día una teoría unificada del todo que pudiera explicar todos los aspectos físicos del universo.
Klaus empezó a roncar aún más fuerte. ¡Y de qué manera!
Por alguna razón, eso hizo sonreír a Max.
En cierto sentido, su compañero era tan complejo como la física cuántica. Podía comportarse como todo un cretino, pero a la vez era muy listo y siempre estaba dispuesto a ayudar. Al principio, a Max no le había hecho mucha ilusión verlo en Irlanda, pero acabó alegrándose de que hubiese ido. Nadie más hubiera sido capaz de entender la enrevesada solución de Max para el problema de los pozos y diseñar una forma práctica y eficiente de llevarla a cabo.
Klaus era un problema con solución, si se le dedicaba el suficiente tiempo.
De repente, este se despertó y abrió los ojos de par en par.
—¡Ya lo sé! —exclamó.
—¿El qué? —se extrañó Max.
—Adónde vamos.
—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Isabl.
—Fácil: la pantalla ante el asiento muestra que vamos en dirección este-sudeste, y también marca nuestra velocidad.
La señaló.
—Creía que estabas durmiendo —dijo Max con una risotada.
—Eso hacía. Pero con un ojo y el cerebro abiertos. Si multiplicamos la velocidad por doce horas, y teniendo en cuenta la dirección en la que volamos, calculo que aterrizaremos en algún lugar del subcontinente indio, en Asia.
Max miró a Isabl. Esta miró su reloj. La hora de espera casi había finalizado.
—Correcto —afirmó—. Muy bien, Klaus.
—¿India? —exclamó Max—. ¡Ahí es donde vive Vihaan!
—Exacto. Necesita vuestra ayuda aún más que Siobhan.