—¿¡Dónde están!? —le gritó el doctor Zimm a Lenard, su nuevo jefe robótico (al menos según los directores de la Corporación)—. ¿Dónde están Klaus, Max y los demás jóvenes genios?
—Desconocido —respondió Lenard con una sonrisa.
La ceja izquierda seguía colgándole de la cara de plástico; se había derretido y caía en un extraño ángulo gracias a las llamas azules que le habían lanzado en el pub de Irlanda. —¡Encuéntralos! —Lo siento. Klaus ha apagado su aparato de comunicación celular. Mientras su GPS siga durmiendo no puedo hacer nada excepto especular sobre el paradero de este y, por tanto, también el de su dueño.
—¡Hace veinticuatro horas que no sabemos nada de él!
—Veinticuatro horas y treinta y nueve minutos —puntualizó Lenard con otra de sus insufribles risitas.
Zimm y él seguían en Irlanda, en una instalación ultrasecreta y vigilada de la Corporación. Lenard estaba enchufado a la pared, recargando sus baterías. A Zimm aún le dolía el que los directores lo hubieran degradado. ¿¡Cómo podían pretender que se dejara dar órdenes por una máquina!? Pero él dijo estar de acuerdo, aunque solo fuese para ganar un poco de tiempo.
—¿Y qué hay de tus búsquedas de información en la red? —exigió saber—. ¿Has obtenido más? ¿Alguna alerta?
—Nada —contestó Lenard.
Zimm alzó los brazos en un gesto de frustración.
—¡Tenemos que encontrar a Max! —exclamó, mirando al techo.
De repente, los ojos del robot se cerraron, como si fueran los de una muñeca.
—Perdone —dijo—. Procesando. Procesando.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—He restablecido el contacto con el móvil de Klaus.
—¡Mándame las coordenadas ahora mismo!
—Por supuesto. ¿Piensa extraer a Max y a sus colegas de donde se encuentren ahora?
—No —respondió el doctor. Sospechaba que el robot no era lo bastante sofisticado como para reconocer cuándo le mentía un humano—. No hasta que confirmemos la información. Sigue escaneando los datos. Comprueba si hay alguna crisis humanitaria cerca de las coordenadas de nuestra Robin Hood y su banda.
Empezó a recoger sus cosas y a meterlas en un maletín.
—¿Adónde va, doctor Zimm? —preguntó Lenard con una sonrisa taimada.
—Salgo un rato. Necesito aire fresco.
—Ah. Por supuesto. Los humanos están tan mal diseñados…
—Cuando vuelva necesitaré una respuesta definitiva. ¿Max está allí, sí o no?
—Ahora mismo puedo aventurar la hipótesis, con un ochenta y nueve por ciento de seguridad, de que…
—¡Quiero un ciento por ciento de seguridad! No podemos permitirnos cometer otro error.
—Pero, doctor Zimm, yo no he cometido ningún error. Usted, en cambio, se equivocó enormemente cuando…
—¡Analiza los datos! —gritó el hombre, y salió de la habitación dando un portazo.
En cuanto estuvo fuera de la vista de Lenard consultó su móvil.
El robot le había enviado las coordenadas de donde se encontraba Max ahora.
Zimm iba a organizar un equipo de ataque, requisar un jet de la Corporación e ir a buscar a Max.
Y, esta vez, aquel plomo de robot no iba a acompañarlo.
Iba a demostrar a los mandamases de la Corporación que no necesitaba a su insoportable maravilla mecánica.
¡Iba a hacerse con Max por su propia cuenta!