Max mantuvo una conversación con Klaus y Keeto mientras iban en coche desde el aeropuerto de Chittaganj hasta Jitwan.
—No tenemos por qué informar al resto del equipo del error de Klaus con lo del móvil —dijo.
—Pero… —empezó a protestar Keeto, pero Max lo interrumpió.
—Todos cometemos errores. Hasta mi héroe, Albert Einstein. En la vida, el único error es no aprender de las lecciones.
—Yo, desde luego, he aprendido de la mía —dijo Klaus—. Se acabaron los móviles para mí.
—O simplemente podrías apagar el localizador GPS —replicó Keeto.
—Ah, claro. Buena idea. Gracias.
Jitwan era una pequeña ciudad repartida entre varias colinas, llena de edificios de colores brillantes con tres o cuatro pisos. Una estrecha vía de ferrocarril conducía a la gente que estaba de vacaciones desde el asfixiante calor que barría casi toda la India hasta las temperaturas un poco más suaves del pie de la cordillera del Himalaya, donde crecían flores rosas junto a las entradas de las casitas de estilo inglés, en lo alto de la colina. Abajo, donde se encontraba el mercado, el aire apestaba a cloaca con los residuos de todas las casas de más arriba.
El mecenas había reservado habitaciones para el equipo en el elegante hotel Royal Duke de Jitwan, en la colina más alta.
—También tiene aire acondicionado y lavabos muy limpios —dijo Vihaan, el amigo y compañero de Max en el IIC, cuando dio la bienvenida a los recién llegados en el vestíbulo del hotel—. Annika, Hana y Toma ya se han instalado. Ahora han salido a probar las galletas de mantequilla y el té. Gracias a todos vosotros por venir a la India. Espero que estéis cómodos aquí. No todo el mundo en este distrito tiene tanta suerte como nosotros, que nos alojaremos en este cómodo y refinado hotel.
Vihaan tenía ojos oscuros llenos de vida y vestía un kurta, una camisa amplia sin cuello. Solo tenía trece años, pero ya había conseguido el título de mecánica cuántica. Max siempre había pensado que a Albert Einstein le hubiera caído bien Vihaan Banerjee. Eran almas gemelas.
—Mi familia ha vivido en Jitwan desde hace muchas generaciones —continuó, con su voz suave—. Mis abuelos siguen aquí. Dada, el padre de mi padre, es un llavero.
—¿Y qué es un llavero? —preguntó Keeto.
—Un funcionario muy importante, especialmente en una crisis del agua como esta. Se encarga de abrir y cerrar las llaves de paso de las cañerías que suministran agua a los barrios. Unos días se los considera héroes, y al otro son villanos. Depende de si han abierto o han cerrado el agua, que circula por una destartalada red de cañerías subterráneas construida hace más de setenta años, cuando esto era una colonia británica. A Dada lo siguen todo el día un grupo de vecinos muy enfadados y otro de vendedores de agua embotellada, a los que no les gusta que mi abuelo les haga perder su negocio.
—Me imagino que a nosotros tampoco nos querrán por aquí —dijo Klaus.
—No —respondió Vihaan—. Van a hacer todo lo que puedan para evitar que solucionemos el problema del agua de Jitwan.
—Genial. —Klaus dio un bufido—. Quizás deberíamos irnos mientras aún seguimos con vida.
—Tío, que acabamos de llegar —lo reprendió Keeto.
—«Tenemos que ser el cambio que queremos ver en el mundo» —continuó Vihaan—. Eso dijo mi héroe, Mahatma Gandhi.
—¿Tú también tienes una maleta llena de figurillas de Gandhi, tronco? —le preguntó Keeto.
—Aún no. Pero Max me ha inspirado. Igual empiezo a coleccionarlas.
Max sonrió.
—A mi héroe le caía bien el tuyo, Virhaan. Creía que las ideas de Gandhi eran las más acertadas de todos los políticos de sus tiempos. Propuso que todos deberíamos hacer las cosas al estilo de Gandhi: luchar por una causa, pero no mediante la violencia, sino no participando en nada que uno considere malvado.
—Pero nosotros seguiremos teniendo a Charl e Isabl, ¿verdad? —dijo Keeto—. Protegernos es lo más inteligente.
—Cierto —afirmó Klaus con sarcasmo—. Tenemos dos guardaespaldas muy bien entrenados, contra un verdadero ejército de vendedores de agua y gente cabreada. Lo llevamos claro.
Aquella noche, durante su primera reunión de equipo, Hana, de doce años, se dirigió al grupo. Era una botánica japonesa a la que le desagradaba mucho que la gente desperdiciase el agua.
—Mientras estemos aquí tenemos que dar ejemplo —les pidió mientras se recogía su largo pelo negro en una cola de caballo—. Darnos duchas más cortas, cada dos días si os es posible. Yo, por ejemplo, no necesito lavarme tanto el pelo —dijo, acariciando su brillante cola.
—Excepto Klaus —bromeó Keeto—. Hueles a ajo.
—Chicos, que esto no es broma —les señaló Hana—. El agua corriente limpia resulta esencial para toda la vida en el planeta, plantas y animales. ¡Y si los humanos no consiguen agua, muy pronto se vuelven animales!
Toma y Annika también se habían unido al grupo en el comedor del hotel Royal Duke, que tenía vistas espectaculares al majestuoso paisaje repleto de altísimas montañas.
Toma era un joven astrofísico chino. Estaba obsesionado con la naturaleza de los cuerpos celestes y cómo su estudio podía llevar a comprender la materia oscura y los agujeros negros y de gusano. Tenía el pelo marrón corto y vestía una camiseta negra con la palabra friki escrita en el pecho como si fuera el logo de la NASA.
—Hay esperanzas para el futuro —dijo—. Hace poco, unos investigadores han encontrado indicios de agua líquida en Marte.
—Cosa que no va a ayudar absolutamente a nadie en la Tierra —replicó Annika con su fuerte acento alemán. Se ajustó sus grandes gafas oscuras cuadradas de pasta y continuó—: No existe un «plan-eta» B, Toma.
Annika era maestra en lógica formal. Ella y Max habían vivido una espeluznante aventura juntas en Jerusalén cuando las persiguieron dos matones de la Corporación por el campus de la Universidad Hebrea, donde se encontraban los Archivos de Albert Einstein. ¡Escapar juntas de los malos crea amistades eternas!
Durante su tercer día en la India, cuando todos los miembros del equipo se hubieron acostumbrado más o menos a las mayores altitudes al pie del Himalaya, se encontraron todos en la sala de reuniones del hotel para llevar a cabo una lluvia de ideas y encontrar posibles soluciones a la crisis del agua.
—El reciclaje será un día la solución definitiva —dijo la siempre lógica Annika—. En casa, en Frankfurt, cada gota de agua es reciclada ocho veces antes de llegar al mar. En India no se recicla ni una sola vez.
—Vale, pero ¿qué podemos hacer ahora? —preguntó Max provocativamente—. Hoy. ¿Cómo podemos recoger agua potable y entregarla de inmediato?
—Podríamos intentar extraerla del aire —sugirió Vihaan—. He leído sobre un procedimiento en que se recoge la humedad de la niebla con redes. Casi todas las mañanas hay niebla en las montañas de por aquí. Ya se usa esa técnica con gran éxito en Chile, Sudáfrica y hasta en California.
—Eso es porque todos los californianos son superlistos, tronco —dijo Keeto, que sonrió y se llevó las manos a los bolsillos de su sudadera roja de Stanford.
El grupo se rio. Justo entonces, Charl e Isabl entraron en la sala.
—Buenas noticias —dijo él—. Parece que tu plan ha funcionado, Max.
—¿Qué plan? —preguntó Toma.
—Una forma de asegurarnos de que la Corporación no nos siguiera hasta la India —contestó Max, sin mencionar a Klaus y su móvil—. Los hemos enviado a la mitad de la nada. Literalmente.
Todos aplaudieron.
Excepto Klaus, que se volvió hacia Max y le susurró:
—Gracias.
Ella sonrió.
—No pasa nada.