Vihaan propuso que el grupo siguiera con la lluvia de ideas en el exterior.
—Podemos ir de excursión y visitar la ciudad —dijo.
—Mola —replicó Klaus—. ¡Me comería unas crepes de pollo masala!
—Es para buscar datos —intervino Annika—, no comida.
—Bajemos la colina y vayamos hasta donde están los camiones cisterna —explicó Vihaan—. Eso os dará una buena idea de las consecuencias humanas de este problema del agua. Pero, veáis lo que veáis, no perdáis la esperanza. Como dijo una vez Mahatma Gandhi: «Si creo que puedo hacerlo, seguro que conseguiré la capacidad de hacerlo, aunque al principio no la tenga».
Max asintió. Mucha gente dependía de que ella encontrara una solución. La verdad es que le daba un poco de miedo, pero tenía que confiar en sí misma.
Mientras el grupo descendía la colina, Hana, la botánica japonesa, alzó una mano.
—¿Puedo hacer una pregunta? ¿Cómo es que nuestro hotel tiene agua corriente para los turistas, mientras que los residentes han de recorrer kilómetros con cubos para conseguir agua para sus casas?
—Los hoteles compran el agua a vendedores privados —explicó Vihaan—. Los que viven aquí no pueden permitirse algo así.
Vihaan dirigió el grupo por las calles de Jitwan. Max nunca había visto tanta gente apiñada, ni siquiera en el metro de Nueva York en hora punta. Unos llevaban túnicas y turbantes de color naranja, otros tenían pintado un punto en la frente. Muchos iban en motos de tres ruedas sobrecargadas con objetos y víveres. Otros caminaban con sus mulas.
A los lados de los estrechos callejones, atascados con grandes y lentos autobuses, había puestos al aire libre.
—Este año no ha habido sequía —continuó Vihaan mientras el grupo avanzaba por entre hombres y mujeres que hacían cola. Todos llevaban cubos y jarras de colores brillantes pero vacíos—. Normalmente, en Jitwan llueve bastante. Y en primavera baja agua de las montañas. Pero no es suficiente para abastecer a todos. Los ríos y los lagos están contaminados.
Max vio una banderola en inglés. Decía: Si hay agua, hay un mañana. Pero ¿y si no la había?
No quiso pensar en un mundo sin un mañana.
El grupo llegó al principio de la larga cola que esperaba pacientemente ante un camión cisterna con un solo grifo que dispensaba agua, un cubo o una jarra por turno. Max pensó en todos los surtidores en los que ni siquiera se había fijado nunca. Solo había que apretar un botón y beber. ¿Cómo sería tener que esperar horas y horas para hacerlo?
—¡Hola, Dada! —exclamó Vihaan, saludando con el brazo a un anciano que llevaba un largo palo de metal con lo que parecía una especie de manubrio en la parte superior. Era el abuelo del joven. Lo escoltaban tres agentes de policía.
—¡Namasté, Pota! —contestó él, con una sonrisa cansada—. Hoy tenemos que racionar el agua de nuevo. Solo la zona tres va a estar abierta.
Al decir eso, un montón de gente que esperaba empezó a murmurar en tono quejoso. Muchos levantaron el puño en dirección al anciano o empezaron a insultarlo.
—¡Espérate a que se vayan esos policías, viejo! —gritó uno—. ¿Quién va a protegerte entonces?
Por lo visto, ninguno de los que esperaban el agua vivía en la zona tres.
Dos hombres sospechosos se abrieron paso por entre la multitud y se acercaron a los policías. Uno tenía un grueso mostacho y el otro llevaba un bastón. El del bigote le dio la mano a uno de los agentes y le susurró algo al oído. Este asintió.
—Vamos, señor Banerjee —le dijo al abuelo de Vihaan—. Nos necesitan en otra parte.
El anciano dirigió una mirada lastimosa a su nieto. Se encogió de hombros y, resignado a su destino, cogió el palo y avanzó hacia donde fuese que la policía y los hombres sospechosos querían que fuera a continuación.