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El doctor Zimm aterrizó con su equipo de ataque de cuatro personas.

Lenard no iba en el avión de la Corporación. Seguía en Irlanda, conectado a su cargador, descansando en modo sleep mientras recibía un flujo constante con las noticias y opiniones que la empresa quería que su genio malvado conociera. Todo ello era parte de su estilo de programación retroalimentada.

Zimm alquiló un cuatro por cuatro con las ventanillas tintadas. No quería que Max lo viera llegar.

—¿Dónde está el rastreador GPS? —preguntó a su experta en tecnología.

La mujer estudiaba una tableta. Tenía la vista fija en un punto verde pulsante.

—Sigue estacionario. No se ha movido ni un centímetro desde que recibimos el primer ping hace dos días.

—Klaus debe de haberlo metido en su maleta —dijo Zimm.

La técnica le dedicó una mirada escéptica.

—La mayoría de los jóvenes siempre llevan el móvil encima.

—Bueno, pues nuestro amigo polaco Klaus no es como la mayoría de los jóvenes. Es un genio. Además, no me sorprendería que Max Einstein hubiera dado instrucciones a todos los miembros de su equipo de que guarden sus móviles mientras dure la misión. Han de concentrarse en el proyecto, no tienen tiempo para mensajitos.

—Sí, señor —dijo la técnica—. Ve al norte —le indicó al conductor—. Nuestro objetivo sigue a unos treinta kilómetros.

—Cargad vuestras armas —ordenó Zimm al par de enormes mercenarios que tenía a ambos lados en el asiento trasero. Los dos llevaban ropa y equipamiento paramilitar—. Esta vez no vamos a correr ningún riesgo. Dispararemos un dardo anestésico a Max Einstein antes de que tenga tiempo ni de pensar en huir. En el consejo de dirección se pondrán muy contentos.

El cuatro por cuatro siguió avanzando por el camino polvoriento. El paisaje era casi desértico, con unas pocas plantas descoloridas que apenas se mantenían con vida en las colinas llenas de rocas. Al contemplar el árido paisaje, el doctor Zimm se convenció aún más de que Max y sus amigos estaban por la zona, trabajando en alguna clase de crisis de suministro de agua.

—Debería estar ahí delante —dijo la técnica, observando el punto—. En ese edificio de ahí.

El vehículo salió de la carretera ante un cartel que decía Bienvenidos a Nutt, Nuevo México. Detrás había otro que identificaba el edificio: Bar-Cafetería Mitad de la Nada.

En el aparcamiento había dos coches, una camioneta y una moto. Zimm abrió su puerta y se bajó antes de que el cuatro por cuatro se detuviera por completo.

—¡Tú guías! —le ladró a la técnica.

Ella se le adelantó y fue a toda prisa hasta el edificio. La pareja de expertos en armas iba detrás.

—¿Puedo ayudarlos en algo? —preguntó la mujer que había detrás de la barra cuando entraron los cuatro en la cafetería—. El concurso de cocina con chiles no es hasta el sábado.

El doctor Zimm hizo todo lo posible por sonreír, pero sin mostrar sus dientes puntiagudos para no asustar a la gente.

—Estamos buscando a… mi hija y sus amigos. Todos tienen entre doce y trece años.

—¿Y qué iban a hacer aquí? —preguntó la mujer—. Esto es un bar.

—El lavabo —señaló la técnica.

—Perdone —dijo Zimm.

Los otros hombres, que ocultaban sus pistolas de dardos, lo siguieron.

—¡No pueden entrar todos a la vez! —les gritó desde atrás la mujer de la barra—. ¡Solo hay una letrina!

Zimm abrió la puerta de golpe.

El lavabo estaba vacío.

—Llama al móvil —le ordenó a la técnica.

Ella lo hizo. Un tono como de alguien que reía resonó entre las sucias paredes.

—¡Ahí arriba! —señaló la técnica—. ¡Encima de esa cisterna!

El doctor Zimm alargó la mano hacia allí. Encontró el teléfono.

Tenía una nota adhesiva pegada a la pantalla:

Dr. Zimm:

Por favor, no me mande un móvil para mi cumpleaños porque ni siquiera sé cuándo es.

Atentamente,

Max

Furioso, el hombre se volvió hacia su equipo.

—Tenemos que irnos.

Y salió a toda prisa del edificio, hasta el aparcamiento. Casi arrancó la puerta del cuatro por cuatro al abrirla y subirse al asiento trasero.

—Señor —dijo el conductor, que se había quedado en el vehículo—, tiene una videollamada.

—¿Qué? —se sorprendió Zimm.

—Creo que es un robot —susurró el otro hombre—. Parece un niño. Dice que se llama Lenard.

El rostro de este ocupaba toda la pequeña pantalla en el salpicadero del vehículo. Por supuesto, soltó una risita.

—Buenas tardes, doctor Zimm. ¿Cómo le va en mitad de la nada?

—Max Einstein no está aquí.

—Sí. Ya lo sabía.

—Pero me ha dejado una nota muy interesante. Dice no saber cuándo es su cumpleaños. Pues yo sí. ¡Yo estaba allí cuando nació! Es obvio que tengo una ventaja psicológica sobre ella. Por eso, voy a ir a Virginia Occidental a pedir al consejo que me dejen seguir a cargo de esto.

—No, no debe hacerlo. De hecho, doctor, no podemos permitirle que siga poniendo en peligro la misión.

—¿«No podemos»?

—Sí. Hablo en nombre del consejo. Es usted un obstáculo para nuestro progreso. Le deseamos suerte en el futuro. —Lenard dirigió la vista al conductor—. Por favor, inicie el protocolo Zulú. Sin perder un segundo, el conductor sacó una pequeña y gruesa pistola de aire y disparó a Zimm un dardo anestésico en la cadera. —¿Qué…? —Fueron sus últimas palabras antes de que su cabeza cayera hacia delante. Los dos especialistas en armas sacaron su cuerpo del automóvil y lo dejaron tumbado sobre la gravilla del aparcamiento.

El cuatro por cuatro salió a toda velocidad, de vuelta al avión de la Corporación, que lo esperaba.

Acababan de abandonar al doctor Zimm.

En mitad de la nada.