Por suerte, el surtidor estaba a solo una manzana del cuartel de bomberos más cercano.
Y, aún mejor, estos le debían un favor.
Dos meses atrás, justo al mudarse al dormitorio de la Universidad de Columbia, los habían llamado para un incendio en un edificio y ella pudo ayudarlos. Tenían problemas para valorar la situación en los pisos superiores, ya que su nuevo dron —que tenía cámaras tanto de alta definición como de infrarrojos— no despegaba. Las cámaras tenían que permitir que el jefe de los bom-
beros, desde la calle, observara dónde estaban situados sus hombres en la azotea y cómo evolucionaba el fuego tras las paredes.
Pero el dron no quería despegar.
Así que Max les explicó lo que debían hacer para que las cámaras pudiesen volar.
—Quitadlas del dron —le dijo al jefe—. Coged una bolsa de la basura de plástico, vacía, y un colgador de la ropa para usarlo como armazón. Comprad una de esas pastillitas de combustible para chimeneas en esa tienda, prendedle fuego y pegadla al armazón. Así tendremos un globo rudimentario que hará que las cámaras vuelen hasta el tejado.
El jefe de los bomberos, en cuya placa se podía leer su nombre, Morkal, observó a Max con desconfianza.
Ella le mantuvo la mirada.
—¡Ya habéis oído a esta niña! —aulló por fin—. ¡Haced un globo con una bolsa de basura! ¡Ya!
—Asegúrese de que la bolsa no tape el objetivo de las cámaras —sugirió Max—. Si no…
—Sí; solo veríamos una pantalla en negro.
Los bomberos prepararon el miniglobo y pudieron enviar las dos cámaras a hacer su trabajo.
Ahora Max confiaba en poder pedir a los mismos bomberos que ayudaran a los niños del barrio que, en su intento de refrescarse, habían abierto ilegalmente un surtidor callejero.
Entró a toda velocidad en el cuartel y vio un rostro familiar.
—¿Jefe Morkal?
—¡Ah, hola, Max! ¿Cómo te va?
—Nada mal, señor, pero necesito su ayuda.
—¿Es que quieres construir un globo más grande? —le preguntó en broma el jefe—. ¿Quieres batir el récord Guin-
ness o algo parecido?
—No, señor. Bueno, sería divertido… pero tengo un problema con un surtidor.
—¿Dónde?
—Una manzana más arriba. Necesito cerrarlo.
—No hay problema.
—Solo que tiene que ser ahora mismo, o un montón de niños van a meterse en líos. Según las leyes municipales de Nueva York, podrían enfrentarse a treinta días de cárcel o mil dólares de multa.
—¿Es que lo han abierto ellos?
Max asintió.
—Déjame que coja las herramientas —dijo el jefe.
—¿Va a hacerlo usted mismo?
—Te lo debo, Max. ¡Además, con el calor que hace, igual yo también me refresco un poco en el agua!
Max y el jefe fueron hasta el surtidor con una herramienta que permitía convertir el chorro de agua en una fina lluvia; se colocaba en la boca abierta del aparato y hacía que la cantidad de agua que se escapaba pasara de casi cuatro mil litros por minuto a apenas unos cien.
—Y así encima el agua no os pinchará como agujas —les dijo el jefe Morkal a los niños una vez que instaló el aparatito y el líquido empezó a salir formando ligeros arcos en el aire. Los niños estaban muy contentos, y también el anciano que quería ducharse. De hecho, volvió a salir, esta vez vestido con un bañador, y se refrescó en el surtidor junto con sus jóvenes vecinos.
A los agentes les encantó que la situación se hubiera «enfriado» antes de que llegaran.
Max estaba convencida de que todos los problemas tienen solución. Solo es cuestión de encontrarla y trabajar duro para hacerla realidad.