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Cuando se le pasaron los efectos del sedante, el doctor Zimm sacó su móvil y contactó inmediatamente con la sede de la Corporación, en Virginia.

Nadie quiso atender su llamada.

Rebuscó en sus bolsillos. Llevaba cincuenta dólares en metálico y su tarjeta de crédito de la Corporación. Pero, en cuanto intentó alquilar un coche en Las Cruces, Nuevo México, vio que se la habían cancelado. Lo habían dejado tirado del todo.

Eso significaba que Zimm tenía cincuenta dólares, un móvil, cero amigos y casi cuatro mil kilómetros de camino hasta Boston. Tuvo algo de suerte: la dependienta del alquiler de coches le regaló un mapa y le prestó su cargador de teléfono.

«Esto ha sido cosa de Lenard», pensó mientras caminaba por la carretera. Sacaba el pulgar cada vez que oía un coche a su espalda, pero ninguno se detenía. Entonces decidió dejar de sonreír: sus dientes asustaban a todos.

Por fin, un camión de dieciocho ruedas, después un vendedor ambulante y una furgoneta lo llevaron hasta Amarillo, en Texas. No se pudo permitir una habitación de hotel, solo el menú de cena de 3,99 dólares de un restaurante de comida rápida. Durmió en el exterior, bajo las estrellas… y detrás de un contenedor de la basura.

Siguió haciendo autostop hacia el este durante tres días. Dormía en el campo o detrás de alguna gasolinera. Se alimentaba de bolsitas gratuitas de kétchup, que vaciaba en el agua caliente del té para formar sopa de tomate. A veces le añadía salsa de pepinillos.

No le quedaban más que dos dólares y cuarenta y tres centavos cuando el conductor de otro gran camión se apiadó de él cerca de Fredonia, en el estado de Nueva York.

—¿Adónde va? —le preguntó cuando Zimm se subió a la cabina.

—A Boston.

—Puedo dejarlo en Schenectady.

—Gracias.

El camionero olisqueó el aire.

—¿Cuánto hace que no se ducha?

—Hace varios días, me temo. No he podido alquilar un vehículo o pagar una habitación de hotel debido a unos problemas inesperados con mi tarjeta de crédito.

El otro hombre asintió.

—Ni que usted lo diga. Esos tíos también me la cancelaron a mí una vez.

El doctor Zimm alzó una ceja.

—¿«Esos tíos»?

—La Corporación. No les gustó cómo transporté unos residuos radiactivos. Me castigaron cortándome el crédito. Pero conseguí arreglarlo. Solo había sido un malentendido. Soy lo que llaman un coordinador de transportes. Recojo paquetes por todo el país y los llevo adonde me mandan.

Y sonrió.

Zimm llevó la mano a la cerradura.

—Quizás debería…

Lo cortó el ruido de las puertas al cerrarse automáticamente.

—¿Cómo me ha encontrado?

—Fácil. El teléfono que lleva en el bolsillo, ese que ha usado cada hora desde hace tres días para llamar a la central, tiene un fantástico rastreador GPS.

Zimm oyó una risita que le resultó familiar.

Detrás del conductor se abrió un panel. El camión tenía un pequeño compartimento para dormir.

Lenard estaba sentado en la cama.

—Buenas tardes, doctor Zimm.

—¡Tú! ¡Tú me has hecho esto!

—No. Se lo ha hecho usted mismo al decidir seguir a Max Einstein sin mí. Cosa que, por supuesto, no le ha servido de nada.

Zimm estaba que echaba fuego por las orejas. Pero también estaba atrapado.

—Doctor —continuó Lenard, con su voz tan monótona que resultaba inquietante—, tiene que contarme todo lo que sepa sobre Max Einstein. Todo. Y, como habrá visto, si no me dice la verdad, me daré cuenta. Gracias a mi actualización más reciente, ahora dispongo de sensores biométricos de última generación.

—Pues voy a decirte algo que sé con toda seguridad —dijo Zimm, con tono despreciativo—: nunca vas a encontrar a Max Einstein sin mí.

Lenard soltó una risita.

—Ya la he encontrado.

—¿Qué?

—Al analizar toda la información disponible encontré una conversación muy interesante. Tenía su origen en Jitwan, India. Los dueños de una empresa embotelladora de agua han estado respondiendo a las quejas de sus vendedores en el terreno sobre, como dicen, «un grupo de mocosos cerebritos que están creando problemas». También se quejaron de «una documentalista que está haciendo una película» protagonizada por esos mismos niños. Eso, por supuesto, me hizo rebuscar en varios dominios de la nube frecuentados por gente del cine…

Al doctor Zimm no le gustaba admitirlo, pero estaba impresionado por las capacidades de gestión de datos de Lenard.

—Me salté fácilmente la seguridad de los servidores de la nube —continuó Lenard—. Después usé mi software de reconocimiento facial para identificar y localizar a Klaus.

—¿Dónde está?

El robot ladeó la cabeza y sonrió aún más.

—En Jitwan, India, claro. Su rostro aparece por todas partes en el vídeo protagonizado por los genios del IIC, que ahora están trabajando en un proyecto de purificación del agua.

—¿Max está con ellos?

—Sí, aunque solo he encontrado una breve escena en la que salga. Reconocí sus cabellos rizados al instante. Su equipo de seguridad, esos dos operativos de las fuerzas especiales que conocimos en Irlanda, avisó a quien fuese que filmaba que no sacara más a Max. Hasta este momento, así ha sido. Muy bien; ahora proceda a contarme todo lo que sabe sobre Maxine Einstein. Su pasado. Sus padres. De dónde viene. Su cumpleaños. ¿Está relacionada de alguna forma con el famoso doctor Einstein? ¿Está relacionada con usted?

El doctor Zimm sonrió.

—Sí, voy a contártelo todo, Lenard. Lo que me has preguntado y más. Pero solo después de que aterricemos en la India. Lenard pareció confuso, pero no protestó. —Muy bien. Viajará conmigo a la India. Como ayudante mío y asesor en psicología humana. —Gracias, Lenard. Zimm estaba satisfecho. Volvía a la caza. Esta vez fue él quien soltó una risita.