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Max le lanzó el móvil a Charl. —¿Ha habido suerte rastreando la llamada? —preguntó. Charl negó con la cabeza.

—La han redirigido por todo el planeta. No ha habido suerte.

—¡Fantástico! —exclamó Madeira James mientras filmaba el sucio río—. La polución es como una nube encima del agua. Es tan anaranjada que parece que esté en llamas. —¡Eso no tiene nada de fantástico! —le gritó Max.

La directora estaba a punto de sacarla de quicio. Sabía el peligro que podían crear los residuos vertidos por una planta de tratamiento del cobre. En el agua habría plomo, arsénico y selenio, que enseguida contaminarían los cuerpos de la gente que vivía río abajo. Solo la polución en el aire ya era suficiente como para matar las hojas de los árboles y hacer que se les cayeran. ¡Mejor no imaginarse qué pasaría al beberla!

—¡Lo que está haciendo la Corporación es horrible! —le gritó Max a la documentalista.

—Quizás —dijo esta—, pero los remolinos en el agua son una imagen alucinante.

—Ya os dije que era mejor dedicarnos a otro proyecto —gimoteó Toma—. Este es demasiado peligroso. Casi tanto como salir al espacio.

Max ignoró el comentario y corrió hacia la unidad de limpieza, en la que Klaus y Annika seguían a los controles.

—¡Apagadla! —aulló—. ¡Dejad de repartir el agua!

—¡Pero si solo llevamos dos minutos! —protestó Klaus.

—¡Es demasiado arriesgado, Klaus! ¡Apágala!

—Vale, vale… —Klaus le dio a una serie de interruptores.

Max se dirigió hacia la cola que esperaba ante el grifo que Keeto acababa de cerrar.

—Lo siento, señores —les dijo—. No hay más agua por hoy. La fundición de cobre de más arriba en el río ha vertido arsénico y plomo. Esas son sustancias muy venenosas.

—Lo sabemos —replicó una de las mujeres—. Recuerdo cuando esa gente contaminaba el aire. Nos ardía la garganta a todos.

—Había una niebla que asfixiaba —añadió un hombre.

Max deseó poder prometerles que iba a mejorar las cosas, igual que hacen las madres de otros niños para consolarlos cuando se han raspado una rodilla en el parque.

A Max nadie la había consolado nunca. Se preguntó si ella sería capaz de hacerlo con Vihaan y todos los demás que habían confiado en ella.

—Vamos a arreglarlo —le aseguró Annika—. Pero tendremos que hacer pruebas muy serias. Tenemos que asegurarnos al ciento por ciento de que los filtros están haciendo su trabajo.

—Tomemos una muestra —dijo Klaus—. Ojalá Tisa estuviera aquí para ayudarnos con la química.

—Sí —asintió Max, perdida en sus pensamientos—. Lo mismo digo.

—Yo puedo encargarme —se ofreció Hana—. Para los botánicos es muy importante que las plantas tomen agua pura.

—Gracias —murmuró Max.

Hana empezó a recoger muestras del agua en tubos de ensayo con tapón.

Max miró por fin a Vihaan. Tenía los hombros caídos y los ojos llenos de lágrimas.

—Es horrible —se lamentó, muy triste—. Lo único que hemos conseguido es empeorarlo todo.

La niña asintió. Su compañero tenía razón. Empezaba a cuestionarse la misión del Instituto de Implementadores del Cambio. El único cambio que habían conseguido hacer en Jitwan era para peor. En vez de ayudarlos a limpiar el agua, su presencia la había vuelto aún más tóxica.

Max y su equipo acabaron de apagar su unidad de flotación de aire disuelto y filtrado y la cubrieron con una pesada lona. A la niña le pareció que era como si la metieran en la cama y la arroparan. Para siempre.

Al volver al hotel Royal Duke, en la recepción les esperaba un sobre.

Iba dirigido a «los jóvenes buenrollistas».

—Dejadme abrirlo a mí —dijo Charl, que inspeccionó cuidadosamente los bordes del sobre, en busca de algún polvo sospechoso.

Lo abrió con la hoja de su cuchillo táctico.

—¿Qué es? —preguntó Max.

—Un ultimátum —contestó él.

—¿De la Corporación? —quiso saber Klaus.

Charl asintió.

—De nuestro viejo amigo, el doctor Zacchaeus Zimm.

Max suspiró.

—¿Y qué dice?

Charl leyó el escrito:

Entregadnos a Max Einstein. Si lo hacéis, vuestros recientes problemas de contaminación en el río desaparecerán. Los demás podréis seguir intentando salvar el mundo… pero en otra parte. Irlanda, África, Argentina… Podéis estar seguros de que las necesidades de agua de Jitwan serán cubiertas por la empresa de agua embotellada Fresca & Pura, propiedad recientemente adquirida por La Corporación, S. A.

Aquella noche nadie habló mucho en la cena, ni siquiera Keeto o Klaus.

Annika señaló el error lógico en el argumento de la Corporación.

—¿Cómo podemos seguir haciendo el bien en el mundo, si para ello tenemos que llevar a cabo algo tan claramente malvado? No podemos entregar a Max al doctor Zimm.

Más tarde, mientras Max intentaba dormirse (cosa que le parecía imposible), mantuvo otra corta conversación interna con su ídolo, Albert Einstein.

Estoy haciendo más mal que bien —dijo ella.

Pero recuerda, Max —replicó la amable y anciana voz en su cabeza—, que el mundo no será destruido por quienes

hacen el mal, sino por quienes los contemplan hacerlo sin hacer nada ellos mismos.

O será destruido por gente como yo —pensó Max, tozuda—. Los que hacen algo que vuelve el mundo peor de lo

que era antes de hacerlo.

Su Einstein imaginario quiso replicar, pero ella no le dejó. Estaba decidida.

Ya sabía lo que tenía que hacer.

A primera hora de la mañana llamaría a Ben. Renunciaría a su papel de «Elegida».

Iba a dimitir.