Una vez solucionado el problema del surtidor, Max se sintió de lo más contenta. Era libre, libre, libre. Nada de dormitorio. Nada de guar-
daespaldas. Nada de recibir órdenes de Ben o de Charl o de Isabl.
Empezó a pensar en los títulos de viejas canciones (por razones desconocidas incluso para una Einstein, le encantaba el rock clásico). ¡Free Bird! ¡Free Ride! ¡I’m Free! ¡People Got to Be Free! ¡Rockin’ in the Free World! ¡I Want to Be Free! Cogió el metro en la calle 125 con la avenida Saint Nicholas y se dirigió al centro a visitar a un viejo amigo. Se bajó en la calle 4 Oeste, la misma parada que usaba cuando iba a la Universidad de Nueva York, y subió a toda velocidad los altos escalones.
El parque de Washington Square estaba a apenas unas manzanas. Encontró a Leonard «Lenny» Weinstock exactamente donde creía: en los tableros de ajedrez de piedra.
—¡Hola, señor Weinstock! —exclamó mientras saludaba con el brazo.
—¿Maxine? —dijo él, con ese acento inglés que Max siempre había creído que era falso, aunque Weinstock afirmaba haberse graduado en Oxford y ser amigo de toda la familia real—. ¿Qué haces aquí en el centro, Maxine?
—Necesitaba salir, señor. A estirar las piernas… y el cerebro. ¿Le apetece jugar una partida?
—No estoy seguro de que sea muy buena idea…
—¿Por qué no? Está sentado a un tablero, tiene todas las piezas puestas…
—Iba a jugar una partida contra mí mismo.
—¿Y qué tiene eso de divertido?
—Muy fácil, Maxine: hasta cuando pierdes, ganas.
—Venga —insistió Max—. No va a llevarnos mucho tiempo. La última vez, la partida acabó en tres movimientos.
—Corrígeme si me equivoco, Max, pero ¿no se supone que intentas no llamar la atención y no correr riesgos?
—Preferiría jugar al ajedrez. A menos, claro, que tenga usted miedo a perder.
—De eso nada. —Weinstock pulsó el botón de su reloj de ajedrez—. Acepto.
Max no se cebó en él: esta vez lo derrotó en cinco movimientos.
—Ah, el mate del pastor —dijo el hombre, admirado—. Bien jugado, Maxine, ¡muy bien jugado!
—¿Otra?
—¿Max?
—¿Sí?
—¿Dónde están Jamal y Danny?
—Supongo que estarán en los lavabos de las chicas, preguntándose cómo puedo estar duchándome sin abrir el agua.
—¿Perdón?
—Es una larga historia. Quería ser libre durante mi, ejem, domingo libre.
—¿Aunque eso ponga en peligro el nuevo gran proyecto del IIC?
—No hay ningún nuevo gran proyecto.
—Sí, sí que lo hay. El señor Abercrombie ya está formulando un plan de acción.
«Señor Abercrombie» era como él llamaba a Ben, y es que el nombre completo del mecenas del IIC era Benjamin Franklin Abercrombie. Weinstock tenía unos cincuenta años y era más formal que la mayoría de la gente.
—Tú y tu equipo hicisteis cosas increíbles con vuestras soluciones de energía solar en el Congo, Maxine —continuó él—. Cosas increíbles, desde luego.
—Es cierto, supongo. Pero la palabra clave en su frase es «hicisteis». Ya está hecho. ¿Y ahora? ¿Qué hacemos ahora? —Es sencillo: tener paciencia. —No soy la única que se muere de ganas de volver al trabajo —dijo Max—. He estado en contacto con todo el resto del equipo. Están locos por entrar en acción. Incluso Klaus. Weinstock se llevó un dedo a los labios. —Cuidado, Max —susurró—. La Corporación tiene ojos y oídos en todas partes. Aquello sobresaltó a Max… solo un poquito.
—¿Es que saben dónde estoy? —murmuró, mirando en todas las direcciones, estudiando a los desconocidos del parque, buscando a un cabeza de huevo familiar con dientes demasiado grandes y afilados: el doctor Zimm.
—No, Maxine —contestó Weinstock—. No saben dónde vives ahora, pero sí dónde vivías antes. —Y tras decir eso, sacó su móvil—. Creo que tienes que ver este vídeo,
querida.