Dos semanas más tarde, el equipo del IIC tenía seis máquinas purificadoras de agua funcionando en Jitwan. Todas eran autosuficientes y ecológicas: creaban su propia electricidad usando los vertidos que flotaban sobre las burbujas para producir gas, que a su vez impulsaba sus generadores.
Max estaba superorgullosa de su equipo. Sí, eran jóvenes, pero ya habían conseguido tanto… Habían llevado la electricidad al Congo y, ahora, agua limpia a Jitwan.
Y había mucho más por hacer.
—Ojalá Jitwan tuviera una mejor infraestructura para repartir nuestra agua limpia —dijo Vihaan—. Las cañerías subterráneas son una antigualla de los tiempos en que esto era una colonia británica. Sustituirlas costaría una fortuna.
—Hablaré con Ben —propuso Max—. Quizás pueda ayudar con un préstamo libre de intereses.
Keeto publicó en internet los planos de las máquinas, para que otras ciudades y pueblos de la India (y del resto del mundo) pudieran copiar lo que habían hecho en Jitwan.
—Así se hacen los grandes cambios —afirmó Max—. Encontramos un problema, trabajamos hasta dar con la solución y la probamos a pequeña escala.
—Y una vez que demostramos que funciona —añadió Annika—, el siguiente paso lógico es compartirla con el mundo.
—¡Y gratis! —exclamó Toma.
—Sí —asintió Max—. Supongo que es por eso que la Corporación nos odia. No comprenden la palabra gratis. Y creen que la palabra beneficios solo significa hacer dinero.
—Bueno, pues ¿cuál es el siguiente problema en busca de solución, Max? —preguntó Hana—. ¿Adónde vamos ahora?
—No estoy segura —contestó Max—. Tengo un montón de ideas, claro, pero supongo que debo comentárselas a Ben.
Como si hubiera oído que mencionaba su nombre, el móvil por satélite empezó a vibrar.
Sí: era Ben.
Enseguida aceptó la idea del préstamo y después dijo que quería ver a Max. Enseguida. En Londres.