Max miró la pantalla del móvil y reconoció la imagen. Era su viejo apartamento, el que estaba encima de un establo.
—Ya me imaginaba que teníais cámaras de seguridad controlándome —dijo.
—Pues claro —replicó Weinstock, tocando el botón de play—. Unas cuantas.
—Y entonces, ¿por qué no aparezco aquí?
—Este vídeo fue grabado ayer, mucho después de que te fueras.
—¿No hay nadie en mi habitación? ¡Si me fui hace meses! —Desde entonces han vivido allí varios sin techo —contestó Weinstock—. Pero, por suerte, gracias a nuestras iniciativas de formación y a nuestros contactos con empresas, todos han ido consiguiendo trabajo y se han mudado a sus propias viviendas. Tu vieja habitación estaba vacía cuando llegaron estos visitantes inesperados. Ah, ahí están. Entraron por la ventana del lavabo.
Max analizó el vídeo, que estaba grabado en alta definición y desde múltiples ángulos. Las imágenes saltaban de un lugar a otro como en una película de acción: desde la puerta a la sala de estar hasta la cocina y vuelta a empezar. Se veía a dos hombres, con pantalones negros de tela, jerséis negros de cuello alto y gorras negras de lana, que forzaban la ventana desde el exterior con una palanca.
—¡Qué fuerte! —exclamó Max—. Los matones de la Corporación van vestidos igual que en las pelis de atracos. Pero parece que se olvidaron las máscaras.
—No. Sospechamos que eso fue a propósito.
—¿Para qué?
—Para que pudiésemos analizar el vídeo con nuestro programa de reconocimiento facial y viésemos que el primero en entrar en tu habitación, el que lleva el tatuaje de un tigre que le sube por el cuello, es Friedrich Hoffman. Muy cruel. Muy eficiente. También le gusta la ópera. —Max miró a Weinstock, que se encogió de hombros—. Supongo que todo el mundo tiene sus aficiones.
Max vio cómo los dos hombres de negro ponían patas arriba su antigua habitación sin ningún miramiento: sacaban los cajones de los muebles, le daban la vuelta al colchón, vaciaban los estantes de la cocina…
—Ah —continuó Weinstock—. El segundo hombre, el que está destrozando sin piedad el armario, es el señor Meñique Mulligan.
—¿Y qué es lo que le gusta a Meñique? —preguntó Max—. ¿Las danzas irlandesas?
—No especialmente. Sin embargo, el apodo Meñique le viene de que, como verás si haces zoom en su mano izquierda, perdió ese dedo en una pelea de bar cuando tenía dieciséis años. Ambos caballeros han sido arrestados numerosas veces. También son reconocidos soldados rasos de la Corporación, y, hasta donde sabemos, informan directamente al doctor Zacchaeus Zimm.
El vídeo de seguridad acabó de repente.
En la pantalla apareció Ben.
—Y esta es la razón, Max —dijo—, por la que no tienes que apartarte de nuestro plan.
Ella no pudo evitar sonreír. Le pasaba cada vez que veía a Ben. Era bastante estrafalario, bastante friki… y bastante atractivo. También era superinteligente y tenía un gran corazón. Era de los que de verdad querían salvar el mundo, aunque, cuando se trataba de estar en el mundo, era de lo más tímido. No se le daba muy bien lo de estar con el resto de los mortales. Al igual que a Max. Quizás fuese porque los dos vivían muy dentro de sus propios pensamientos, o quizás porque los dos habían perdido a sus padres de muy pequeños.
En realidad, Max no había llegado a conocerlos. La pérdida. La soledad. Tenían eso en común. Tal vez aquella era la razón por la que se entendían tan bien. —Bueno, Max… quiero decir, profesora adjunta Paula Ehrenfest… Ahora Ben la había hecho sonreír. El alias que habían creado para Max en la Universidad de Columbia (un puesto pagado por Ben a través de su Fundación Benjamin Franklin Abercrombie) era un homenaje a uno de los físicos amigos de Albert Einstein, Paul Ehrenfest. —… ya ves de lo que es capaz la Corporación. Y ahora,
por favor, escúchame: pronto comenzarás tu nuevo proyecto. Muy pronto. Te lo prometo. Estamos estudiando varias peticiones. Buscamos la oportunidad perfecta. Ahora mismo, lo más importante que puedes hacer es mantenerte a salvo. Eres mi jefe de equipo.
«Vale —pensó Max—. Si el aviso viene directamente de Ben, supongo que lo mejor será escucharlo».
—Muy bien —dijo en cuanto acabó el vídeo de Ben—. Usted y Ben lo han dejado muy claro, señor Weinstock. Voy a coger el metro para volver a Columbia. —No hace falta —replicó él mientras se metía el móvil en el bolsillo—. Creo que han venido a buscarte. Giró la cabeza a su izquierda. Hasta donde se encontraban Jamal y Danny, con sus gafas de sol y los brazos cruzados. Y sí, los dos llevaban traje. Aunque hiciera treinta y cinco grados a la sombra.