Hay una famosa sección de un famoso programa de fútbol, en una cadena televisiva, que se titula Lo que el ojo no ve. En ella, las cámaras se detienen en grabar la periferia de lo que ocurre antes, durante y después de los partidos, los alrededores del juego, las bambalinas de lo que sucede en el césped.
Aficionados que se comen un bocadillo de tortilla de patatas antes de que arranque el encuentro (tengo que hacer un canto a la tortilla de patatas degustada en un estadio); niños de pañales con la camiseta de su equipo, a hombros de una madre pintada con los colores de guerra de la tribu; la bronca entre un entrenador y el futbolista recién sustituido, dentro del banquillo; la firma de un autógrafo a un fan de la primera fila por parte del jugador que debería estar calentando en la banda, y la consiguiente bronca del preparador físico. Mil y una anécdotas de entre los millones de hechos que no son la disputa concreta del partido, el correr del balón.
Un día sacaron a una pareja follando en la última fila de la grada. Eran dos jóvenes, claro está, porque los adultos no suelen verse afectados por urgencias tan urgentes, y, si las sufren, suelen tener algún lugar menos concurrido donde aliviarlas. El campo estaba bastante vacío. En un momento dado, la chica se baja las bragas, se levanta la falda un poco, se sienta de espaldas sobre su novio y, sin dejar de animar al equipo local y de dar palmas, mueve el culo arriba y abajo y de derecha a izquierda, hasta que se corre. Luego se inclina hacia delante, se sube las bragas mientras el chico se abrocha la bragueta, y se pone a dar saltos allí mismo, coreando las canciones de la hinchada. La erótica del fútbol y el erotismo a pie de campo resultan para mí un misterio, como la mayor parte de los fetichismos y los rituales exhibicionistas; pero cada cual es libre de ponerse cachondo como mejor le guste. Las perversiones son siempre las de los demás: nosotros solemos tener particularidades del temperamento.
El caso es que el otro día sorprendieron a Simone Zaza canturreando para sí, mientras corría, una de las canciones de la Curva Nord, la grada de animación de Mestalla. «Vamos, vamos mi Valencia, yo te llevo dentro de mi corazón, etc...» (una canción que, por otra parte, cambiando el nombre del equipo de turno, se canta en casi todos los campos del país).
Me gustó el gesto, que da la medida de cómo lo que sucede en el graderío también sucede en el césped, y viceversa. En el fútbol, en los deportes de masas, hay una comunión real y simbólica entre los ejecutores del juego y el público. Los practicantes, los oficiantes, juegan por todos, y los espectadores sienten que los elegidos juegan por cada uno de los espectadores y por todos a la vez. En todos los rituales colectivos existe cierta eucaristía generalizada: uno se sacrifica por los demás, y los demás participan del sacrificio de ese uno. En todos los deportes hay una cierta eucaristía extensiva: tomad y comed todos de él, porque este es mi cuerpo, el cuerpo del balón, que será derramado por vosotros, etc.
Lo que el ojo no ve es una sección enormemente literaria; es decir, una sección que hace lo mismo que suele hacer la literatura con los fenómenos del mundo. Coloca una lente de aumento sobre lo diminuto y le otorga el valor que tiene en verdad. La literatura es un instrumento óptico, en la mayor parte de las ocasiones: un catalejo, unos prismáticos, un telescopio, una lupa, para acercar lo lejano, para dar su exacta dimensión a lo ínfimo, para aproximarnos a lo que se aleja a toda velocidad en el tiempo, para detener lo que huye. Parece que manejemos palabras, y lo hacemos, pero también fabricamos lentes, lentes verbales, lentes de palabras, para hacer ver mejor, para que no todo sea mirar.
Aquello que más interesa a la literatura es lo que el ojo no ve, lo que solo está al alcance del tercer ojo, lo que a menudo atañe al ojo maldito, al ojo tachado. En el fútbol también sucede lo que parece no suceder, también hay que aprender a disfrutar, en el campo y sus alrededores, y en los alrededores de nuestra conciencia, de todo lo que envuelve al fútbol mismo, que es siempre un hecho de incontables fenómenos sensoriales.
En un instante cualquiera de cualquier día se nos regalan más detalles perceptivos que en la suma de todos nuestros sueños. La realidad, en la que también debemos incluir el universo onírico, es infinita. El fútbol, desde un punto de vista cognoscitivo, también constituye una epifanía de la percepción, una gran fiesta de lo real.
La literatura —no solo la poesía, que es el género al que se le suelen atribuir más poderes taumatúrgicos— posee esa naturaleza reveladora de los fenómenos. Después de que las palabras utilizadas con sabiduría se depositen sobre las cosas que habíamos visto mil veces, vemos las cosas por primera vez. El ojo pensaba que veía, pero de pronto la literatura le demuestra que su mirada era deficiente y que necesita prestar mucha mayor atención a sus capacidades, porque es posible ver más hondo, ver más largo, ver más lejos, ver mejor.
La literatura obsequia a sus lectores con una visión periférica, con una capacidad microscópica, con la agudeza de los telescopios que viajan a través de la inmensidad del espacio.
Lo que el ojo no ve, lo ve la literatura, esa vista que nunca se cansa.