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Ayer presentó Paco Lloret su último libro sobre el Valencia CF: Bronco y copero. Al parecer, la expresión la acuñó un periodista deportivo de Madrid, para referirse con desdén al estilo de juego que el Valencia de posguerra había adoptado en aquella época, y que lo llevó a disputar tres finales seguidas de Copa, la llamada entonces Copa del Generalísimo.

Con el paso del tiempo, como sucede tantas veces con la lexicalización de las expresiones, el dicho cambió de sentido, al menos para los valencianistas, y pasó a constituir una definición espiritual del club y una declaración de intenciones para advertir a los rivales.

Bronco: es decir, duro, difícil de vencer, incómodo para los contrarios, con casta orgullosa (poco más o menos lo que todos los clubes de fútbol reclaman para sí mismos, y lo que convierten en su divisa).

Copero: esto es, capaz de disputar cualquier género de eliminatorias, cualquier modalidad de partidos (porque la obviedad de que todos los equipos son ligueros, de que todos disputan la Liga, se da por sentada). La Copa es el torneo de la supervivencia, el de matar o morir, sin redención posible, sin enmienda, sin perdón: ganas, o te marchas a la ducha, y luego de paseo. Esa es su gloria, y el hecho de que sus características permitan la épica de que, algunas veces, el pez chico se coma al grande, de que el equipo de Tercera o de Segunda B elimine a un contrario de Primera División.

En el acto de presentación del libro estuvo Marcelino, el actual entrenador del Valencia, y hasta hace muy poco del Villarreal. En Villarreal, donde casi todo lo deportivo sucede a la vista de los aficionados, lo he visto entrenar muchas veces, mientras mi hijo entrenaba en campos cercanos. Con los jugadores siempre me ha parecido un mariscal de campo, decidido, impetuoso, dando las órdenes con firmeza, mientras movía a sus peones en los ejercicios, rodeado por su estado mayor de segundos y terceros entrenadores, ayudantes, fisioterapeutas, utilleros. Cuando se le escucha gritar sus instrucciones en el campo, uno no tiene la menor duda de que se trata de todo un carácter, a pesar de su pequeña estatura y su complexión delgada y fibrosa. Cuando pisa el césped, uno comprueba que está en su salsa, en su ámbito, en su mundo, donde debe y donde le gusta estar.

Ayer, en la tarima de El Corte Inglés, al lado de un escritor, frente a un público cuya actitud ignoraba, invitado para participar en un acto literario, parecía fuera de lugar, tímido, educado, cordial, pero receloso. Algunos temperamentos siempre están donde deben estar, siempre se encuentran como en casa, porque el mundo constituye su propiedad íntima, y hacen de cualquier espacio su castillo. Para ellos, el yo es el protagonista de la obra; y el resto del universo son los figurantes, la escena, el attrezzo. Lo normal, sin embargo, es que cada uno de nosotros necesite su ámbito propicio para desarrollarse en plenitud. Lejos de ese ámbito solemos encontrarnos a la intemperie, en un paisaje que puede llegar a ser hostil.

Aunque se trataba de la presentación de su libro, Paco tuvo la delicadeza y la inteligencia de convertir a Marcelino en el protagonista de la tarde, haciéndole una magnífica entrevista acerca de su biografía deportiva. Le preguntó sobre su familia, sobre sus inicios, sobre sus años en el Sporting de Gijón, en donde llegó pronto al primer equipo, e incluso fue internacional sub-18 y jugó un mundial, en Rusia (en el que coincidió con Fernando Gómez Colomer, el mítico capitán del Valencia CF en los ochenta y primeros noventa).

Es difícil mantener un diálogo en público con un tímido, o con alguien alerta y desconfiado. Pero el caso es que Paco es un maestro de la conversación radiofónica y televisiva, y lo arropó con su cordialidad, sin que decayese en ningún instante la conversación, sin vacíos, sin zonas muertas, que tanto intranquilizan al entrevistado, al entrevistador y al público.

La cordialidad de las entrevistas constituye un misterio, un hecho que sucede gracias a una suma de elementos imposibles de medir: la voz del entrevistador, el tono familiar, la actitud, el ritmo del diálogo. Eso es algo que no se enseña en las facultades de Periodismo, algo que no se puede transmitir a los alumnos. Aunque se pula con los años y la experiencia, se tiene o no se tiene, como la simpatía.

Algunos periodistas te hacen sentir tumbado en un sillón confortable, y otros, en cambio, aprisionado en un potro de tortura inquisitorial. Las entrevistas son una modalidad pública de la seducción. Es un tópico indicarlo, pero un tópico cierto.

Para definir la gracia periodística se me ocurre una palabra en desuso, muy utilizada en la literatura de los siglos de oro: el donaire. A quien tiene el donaire —cuya etimología, en lugar de provenir de las ofrendas a los dioses, debería indicar el don de ser aéreo, grácil— se le suelen perdonar muchas cosas que no se les perdonan a quienes no lo tienen. Al que posee el donaire periodístico se le permiten siempre preguntas incómodas que nunca se les permiten a quienes no lo atesoran.

Marcelino estuvo a gusto, pero sin abandonarse nunca, sin desabrocharse el nudo de la corbata que no llevaba puesta. Lo más curioso de todo fue comprobar un hecho que conocemos todos los devotos del género literario de la biografía. Y es la certeza de que los biógrafos de cualquier escritor, de cualquier personaje, saben más detalles sobre la vida del individuo que estudian que el propio biografiado.

Aunque no se trataba de presentar un libro sobre Marcelino, Paco dirigió la conversación hacia su vida deportiva, y con su célebre y diabólica memoria le preguntó con precisión quirúrgica acerca de partidos que el protagonista no recordaba. Como jugador del Sporting jugaste contra el Valencia tantas veces, y en todas empataste. En el año tal y tal el partido acabó 2-2, con goles de menganito y zutanito, en los minutos este y aquel.

La vida propia, como objeto de análisis por parte de un investigador, se convierte en un asombro continuo. Todo lo que hemos olvidado no desaparece jamás, sino que se aletarga en espera de que alguien lo descubra y lo despierte. El universo rebosa de objetos escondidos.

Pasa lo mismo tanto con los datos insignificantes de nuestra biografía como con los documentos importantes del pasado. Igual con un tesoro, que con una cifra sin importancia. Igual con una momia de faraón, que con un episodio de la niñez. Las arenas del desierto son el envoltorio de todas las cosas.

Que alguien sepa de nosotros lo que nosotros ya no sabemos resulta inquietante, y muestra cómo la vida propia también es ajena, cómo también se transforma en circunstancias objetivas que le han sucedido a alguien que llevaba nuestro nombre, pero que hoy es otro, otro al que sucederán cosas que a su vez serán olvidadas por nuestros sucesivos nosotros mismos, etcétera.

Marcelino, según dijo, no lee libros de fútbol, porque después de dedicar tantas horas de trabajo a ese deporte prefiere distraerse con otros entretenimientos. Imagino que tampoco lee otro género de libros. Si fuese un lector habitual, lo hubiese dicho. Ningún lector, aunque sea esporádico, pierde la ocasión de manifestar su afición, ya que la lectura es un adorno social prestigioso. Se supone que los lectores poseen mucho mundo interior, y el mundo interior constituye una moneda intangible, pero valiosa, en las lonjas del espíritu.

Todos los entrenadores de fútbol deberían leer libros, sobre todo los libros de fútbol que escriben los buenos escritores. Con ello quiero decir que Marcelino, y todos los entrenadores del fútbol internacional, deberían leer este libro mío, y sufrir una revelación inmediata de carácter deportivo-ontológico, una quiebra en su forma de entender la vida, y, sobre todo, en su manera de entender el fútbol.

Después de su caída en el camino hacia Damasco, me deberían llamar por teléfono y decirme: «Marzal, tenemos que cenar juntos una noche de estas, porque he comprendido que necesito tu consejo. La lectura de tu libro ha supuesto para mí lo mismo que la lectura de Rousseau para Kant: una operación de cataratas para un ciego. He visto y he creído».

Entonces, yo, reconfortado en el alma al comprender que mi obra había llegado a su destino, les diría a esos entrenadores, uno a uno: «Saulo, estoy a tu disposición. Ceno de todo. Lo mismo japonés que tanduri. Y cocina de mercado, y de cuchara, y tapeo. Yo elijo el restaurante y tú pagas la cuenta».