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Cada vez me gusta más el momento de llegar a Mestalla y asomarme al campo, el acto de entrar al estadio por alguna de sus puertas, recorrer los pasillos interiores, subir las escaleras y aparecer en las gradas, frente al rectángulo sagrado de césped impecable. Me parece que es una emoción sensorial absoluta que se debe, sobre todo, al efecto de la luz.

Se viene de la calle, por lo común de noche, con la justa iluminación de nuestras ciudades. Después, dentro de los laberintos del estadio, se pasa por zonas bien y mal iluminadas, y, de repente, nos asomamos a la cancha por un vomitorio. Ese instante constituye una epifanía de los sentidos. Por la intensidad de la luz, en especial. No solemos vivir experiencias lumínicas parecidas, en donde el mundo alrededor esté iluminado por miles y miles de vatios, por miles y miles de lúmenes.

Por cierto, qué palabra más bonita —lumen, lúmenes, sobre todo en plural, con su acento y su aterciopelada suavidad esdrújula—. Vatio es una palabra magnífica también, pero lumen representa un acierto involuntario de primera división lírica, como una flor o el canto de un grillo. Si, además, leemos la definición de lumen —«Unidad de flujo luminoso del Sistema Internacional, de símbolo lm, que equivale al flujo luminoso emitido por un foco puntual de 1 candela de intensidad en un ángulo sólido de 1 estereorradián»—, el asunto se convierte entonces en alta literatura fantástica, incluso con sus ingredientes de filosofía zen. Las candelas. Los estereorradianes.

La multitud, el público, la desmesura de las gradas verticales ayudan a la experiencia sentimental de asomarse a un gran estadio, cómo no, pero se trata sobre todo de un rapto momentáneo de carácter lumínico. La realidad nunca está tan iluminada, nunca posee esa condición radiante, nunca adquiere relieves parecidos. Para aproximarnos a esa intensidad de la visión, deberíamos poder proyectar la luz del sol sobre un ámbito concreto, en plena noche, mientras el resto del mundo permanece menos iluminado. Cada hebra de césped adquiere su brillo propio, cada calva de espectador refulge con su luz personal, cada gota de agua de los aspersores que riegan el campo se singulariza en el aire. La luz vibra, de tan fuerte, y si se presta atención se puede escuchar su murmullo, que tiene algo de cuerdas tensas de violín.

He visto un par de veces Mestalla vacío e iluminado, y la experiencia es semejante y contraria. He visto las gradas vacías, mientras yo era el único espectador bajo los focos, y la impresión emocional es muy parecida. Creo que este género de pequeños trastornos forja un subgrupo en el capítulo de lo sublime, tal y como lo han entendido algunos filósofos, un acontecimiento que se acerca a las experiencias de la naturaleza, cuando la naturaleza se aparece ante nosotros de forma desatada. Tanta luz es comparable a una tormenta de rayos y truenos, a un incendio, a un maremoto. Experiencias de lo sublime creado por el hombre, una naturaleza paralela a la naturaleza misma.