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Ya he escrito sobre esto. Los padres del fútbol tienen muy mala fama, tenemos muy mala fama, y a menudo con razón. Esos padres vociferantes y megalomaniacos, esos padres energuménicos que promueven trifulcas detrás de las porterías, en las bandas de los campos medio vacíos durante los partidos de benjamines y alevines en, pongamos por caso, los inviernos de Cantabria. Esos padres a punto de linchar a un linier o de guillotinar a un pobre árbitro, mientras airean su descerebramiento y salvajismo.

No los disculpo, ni los perdono, ni los absuelvo. Cuando los juzgo, sin embargo (porque todos juzgamos, de puertas para dentro de nuestra conciencia o de puertas para fuera, ya que no hay mayor mentira ni mayor inmodestia que la del escritor que afirma no juzgar, claro que se juzga, claro que se toma partido y se condena o salva a todos aquellos sobre quienes hablamos, por el simple hecho de hablar sobre ellos o de relegarlos al silencio), cuando reflexiono acerca de todos esos padres, me producen una remota ternura secreta e irracional. Por ser padres, y por ser padres del fútbol.

Comprendo el vínculo ancestral y telúrico que los ata a sus hijos, por el hecho de la paternidad y por el hecho del fútbol también. Porque las razones finales del fútbol son telúricas y ancestrales, como todo lo deportivo. Jugamos al fútbol por las oscuras e inexplicables razones del cuerpo, que no puede estarse quieto, que necesita correr, que necesita escalar montañas, cruzar lagos a nado, saltar de un extremo al otro del abismo, ponerse a prueba, sudar, agotarse, medirse en el esfuerzo, ponerse en peligro incluso. El animal bípedo que somos camina erguido, como dijo un filósofo, porque está destinado a las alturas, las físicas y las morales, está destinado a salir de casa y perderse por el mundo.

Comprendo el desesperado anhelo que origina, en el fondo, el comportamiento de todos esos padres. Ellos no lo saben, por regla general. Pero no importa, porque lo sé yo, y ahora se lo cuento. No van a leer esta hipótesis indemostrable, pero tampoco importa, porque aquí queda escrita, y si algo está escrito en alguna parte resuena en el universo y se traslada por ciencia infusa a la humanidad, con el aire, sobre las nubes, con el vuelo de los insectos, como si se tratase de una misteriosa polinización de las palabras.

Su desesperación inconfesable tiene que ver con el deseo profundo de que sus hijos no crezcan, de que sigan siendo por siempre niños, a su cuidado, cerca de ellos. El amor entre padres e hijos está fundamentado en el terror que los padres tienen al paso del tiempo. La cadena que los une con la mayor de las fuerzas se cifra en el miedo soberano del hombre: el miedo al tiempo, que es el miedo a la decrepitud y la muerte.

Los padres que gritan exacerbados por lo que consideran un error arbitral (y no deberían hacerlo nunca) están aterrados de sí mismos y de sus hijos, de la certeza de que se les está escapando el tiempo, de que sus hijos se escapan de ellos a través de las horas, los días y los años.

Ellos no lo saben. Pero yo se lo cuento aquí, lo dejo en el aire, para que algo misterioso empuje las verdaderas razones de lo que hacen hasta su oído, para que se polinice su conciencia con el zumbido de estas palabras que no leerán nunca.