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Como espectador, cada día me considero más apátrida (una condición apátrida que me acompaña cada vez más en tantos asuntos, en tantos gustos, en tantas opiniones).

Mi «apatridismo» (no me parece que el neologismo sea innecesario), por lo que respecta al fútbol, consiste en ser, en primer lugar, del equipo en el que juega mi hijo, de la escuela que acoge al equipo en el que juega mi hijo. Es decir, que soy de mi hijo y nada más. Y nada menos. Incondicional como aficionado, como hincha. El partido más importante de la semana, del mes y del año es el que juega mi hijo cada año, cada mes y cada semana, por así decir.

Cuando ha jugado en el Valencia, he sido más del Valencia que de ningún club. Cuando ha pertenecido al Villarreal, he sido más partidario del Villarreal que de ningún otro. Ahora que juega en el Colegio Salgui, una escuela muy futbolera concertada con el Valencia, soy forofo del Colegio Salgui, y así será mientras siga jugando al fútbol. Soy un chaquetero sentimental contento de serlo. Cuando cambie de equipo, cambiaré de euforia, de inclinaciones, de preferencias. Estos son mis principios, pero si no le gustan a mi voluntad inmediata, tengo otros con los que me puedo encontrar más que satisfecho. En estos asuntos soy de una absoluta ortodoxia grouchomarxista.

Por otro lado, y por lo que atañe al fútbol profesional, mi apatridismo también es una suerte de disfrute nómada. Me gusta el buen fútbol allí donde lo encuentro, y no me permito jamás sostener fobias permanentes contra ningún escudo.

Ahora, soy seguidor del Valencia, del Levante y del Villarreal, por vocación mediterránea. Pero siempre estoy de parte de los equipos españoles cuando juegan competiciones europeas. Y me habría encantado que mi hijo jugase en el Athletic de Bilbao, como a cualquier aficionado verdadero al fútbol, que será siempre un defensor de la cantera. (El día en que un equipo se plantee, por decreto estatutario, jugar solo con jugadores españoles, me tendrá para siempre a sus pies. El fútbol de cantera es el único apartado nacionalista de mi conciencia.)

Me habría encantado que mi hijo jugara en el Eibar, o en el Sporting de Gijón, o en el nuevo Girona, o en el Alavés, o en cualquier equipo modesto y orgulloso de ser orgulloso y modesto. Creo que yo habría sido un buen fanático txuri urdin si hubiésemos nacido en San Sebastián y mi hijo hubiera pertenecido a la cantera de Zubieta.

Mi corazón es omnímodo y omnicomprensivo y omnipotente a la hora de escribir, y padezco esa nostalgia que embargaba el espíritu de Álvaro de Campos, cuando no podía serlo todo, de todas las formas posibles. Tengo esa pena negra futbolística en el alma: no poder ser de todos los equipos de fútbol del mundo, en todos los momentos de la Historia, pasados, presentes y futuros, no poder ser hincha de todas las selecciones en todos los partidos de la selección, sea cual sea, juegue contra quien juegue, de manera que podría ser hincha absoluto y convencido de dos equipos que se enfrentaran en el mismo encuentro. Sin contradicción y sin incoherencia, porque mi apatridismo supone una forma de superar las contradicciones verbales y filosóficas, una síntesis hegeliana de los procesos futbolísticos de la Historia.

Mi hijo no es apátrida: es valencianista. Todavía es demasiado joven para alcanzar el grado de sabiduría iconoclasta, y a la vez ecuménica, de su padre: pero todo se andará.

Cuando jugó en el Villarreal, pese a defender los colores del club, tenía que sufrir en el vestuario el cachondeo y las burlas de sus compañeros de equipo, que eran todos de las comarcas de Castellón.

Como ahora es un preadolescente, o un adolescente a secas, ha abandonado el sincretismo que practicaba de niño, y que le permitía, sin discordancia, ser de cuatro o cinco equipos a la vez. Además, ha desarrollado esa fobia piscícola, tan extendida, contra el Real Madrid y el Barcelona, los peces grandes que se comen al chico, y que no es más que una versión localista y folklórica de grandes ideales vaporosos que habitan en el corazón de los jóvenes, como algunas leyendas épicas y ciertas canciones de amor desesperado. Todos los pequeños y grandes martirios son del agrado de los jóvenes, que necesitan causas perdidas, a ser posible mayúsculas.

Pero el caso es que su antimadridismo y antibarcelonismo generalizados lo llevan ahora a ponerse de parte de los equipos extranjeros cuando Barça y Madrid juegan partidos de Champions. Y eso me irrita. Que celebre a voz en grito y con aspavientos triunfalistas, en mis barbas, los goles, pongamos por caso, de la Juventus, del Bayern o del Liverpool, lo considero una afrenta a mi panespañolismo integrador radical. Es un signo de barbarie que trata de arruinar el brillo cegador de mi sistema de pensamiento. Al paso que vamos, lo echaré de casa antes de hora.

En general, estoy a favor de la discrepancia, sobre todo cuando la discrepancia coincide con mi opinión.