El 25 de mayo de 2019 —hay que escribir la fecha completa, como en las grandes ocasiones de la historia: en las batallas navales, en los armisticios, en los descubrimientos de nuevos continentes, en las publicaciones de libros mitológicos, en los nacimientos de los benefactores de la humanidad— estuvimos mi hijo y yo en Sevilla, en el Benito Villamarín, viendo la final de Copa entre el Valencia y el Barcelona. Con la excusa de que mi hijo no había podido disfrutar nunca de un acontecimiento como ese, organicé el viaje, que fue incómodo, fatigoso y caro, pero que mereció la pena, porque el Valencia ganó el trofeo, 2-1, al Barcelona, como ya sabe todo el mundo.
Y en especial porque me figuro que inscribí en la memoria de mi hijo un recuerdo imborrable que estará asociado para siempre conmigo, entre otras cosas porque no paraba de repetirle que inscribiera ese acontecimiento en su memoria y que lo tuviese siempre asociado a la figura del pesado de su padre, que trata muy a menudo de hacer muescas mnemotécnicas en su espíritu.
Los padres tenemos que servirnos de todas las argucias posibles para intentar sobrevivir en la conciencia de nuestros hijos, pero no de manera genérica, como padres nada más, sino como individuos particulares ligados a hechos concretos, y no hay nada mejor para conseguirlo que algunos grandes acontecimientos de nuestra historia privada compartida. Acuérdate de estos momentos —le insistía—, acuérdate de estas calles, acuérdate de esta comida mano a mano, acuérdate de este estadio de fútbol, acuérdate de esta luz cegadora de finales de mayo, acuérdate de mí (le suplicaba en secreto, por debajo de todos los pequeños detalles de los que debía acordarse).
El fútbol que amamos tanto los dos también es una manera desesperada de pedirle que me recuerde con amor cuando yo ya no esté y él siga amando el fútbol. Una manera de que entienda cuánto lo amaba su padre, también mediante la estratagema del fútbol nuestro. Si este libro no sirve para amar el fútbol, y, sobre todo, para amar más a mi hijo a través de ese juego, no sirven para nada ni el fútbol ni este libro.
El fútbol y la literatura, en mi caso, forman un todo indisoluble: una forma de querer más y de que me quieran mejor, como se ha dicho tantas veces. Queremos perdurar, permanecer, aunque solo sea como un recuerdo benigno, como un capítulo sagrado en la intimidad de quienes amamos y esperamos que nos amen en el recuerdo. Como viven mis padres en mí, a pesar de haber muerto, como viven mis amigos en mí, a pesar de haber muerto, como viven en mí todos aquellos a quienes amé, aunque sea bajo la deslucida forma del recuerdo propio, que representa el sucedáneo de un sucedáneo de la vida verdadera.
Conseguí agenciarme, después de remover cielo y tierra, y recurriendo a amistades cercanas al club, dos buenas entradas de tribuna baja que me costaron cerca de doscientos euros cada una. (Como sigo siendo un individuo nacido y criado en la vieja peseta española, no puedo dejar de convertir los euros en pesetas y de llevarme las manos a la cabeza por lo que ha subido el precio de la vida, y no puedo dejar de escandalizarme por lo que pensaría mi padre, escandalizado, al comprobar lo que valen las cosas hoy en día: ¡¡sesenta mil pesetas más o menos, dos entradas de fútbol, Dios santo!!)
Después de conseguir un hotel para dos noches en las afueras de Sevilla, a un precio razonable (poco más de cien euros la habitación doble, cada día), hube de cancelar la reserva, porque no encontramos ni avión ni tren regulares para volver a la mañana siguiente al partido, el domingo 26. Todos los aviones de vuelta estaban llenos, y Renfe no informaba de si aumentaría las plazas de tren en esas fechas.
No informaban porque estaban planeando un negocio en connivencia con las agencias de viaje de la ciudad. Se organizaron unos trenes chárter para ir y venir en el día, los convoyes más largos que he visto nunca en los trenes de alta velocidad.
(Otro tren «charterado», como aquel del que me hablaba en Sevilla un taxista de la Diputación, para la final de Copa entre el Sevilla y el Barça, y del que hablé al comienzo de este libro: los cambalaches patrios son ubicuos e intemporales.)
Salieron, creo, unos cinco o seis trenes, desde la estación Joaquín Sorolla, con más de veinte vagones por tren, y más de mil pasajeros por convoy. A las ocho de la mañana, el primero (el nuestro), y así cada hora y media.
Los billetes para esos trenes no los vendía Renfe, como hubiera sido lo lógico, sino que estaban en manos de las agencias de viajes de la ciudad, que organizaban el trayecto desde Valencia a Sevilla, y el desplazamiento de ida y vuelta, en autobús, al campo del Betis.
El Valencia CF había sorteado entre los abonados las entradas que la Federación Española había puesto a su disposición, con el peregrino sistema de adjudicar una sola entrada por socio agraciado. En el segundo sorteo, destinado a los socios que habían asistido a todos los partidos de la última temporada, nos correspondió una entrada para la final, lo que, en lugar de resolver nuestro deseo, nos generaba un problema. Nadie va solo al fútbol, o casi nadie.
Todo el mundo asiste a los partidos con su hijo, con su mujer, con su amigo, con su vecino del barrio, con sus colegas del pueblo, de modo que adjudicar una sola entrada por socio constituye un absurdo de esos que nos llevan a pensar, como sucede tantas veces en los asuntos públicos y privados, que existe una maquinación macabra destinada a burlarse de los ciudadanos y de su destino.
Adjudicarte una sola entrada para una final de Copa, es algo así como proporcionarte una mesa, en un gran restaurante, para un solo comensal. ¿Quién cena solo, a no ser por obligación? Seguro que hay algún psicópata inofensivo al que le gusta cenar solo, porque sabemos que hay gente de todas las clases, pero el hecho no deja de constituir, por más inofensiva que resulte, una psicopatía. Al fútbol y a cenar se va bien acompañado. De lo contrario es mejor quedarse en casa.
El fútbol es una actividad colectiva que necesita compartirse. Cada espectador genera sus alocuciones privadas a cada instante, acerca del sistema empleado por el equipo, acerca de la alineación, acerca del desarrollo del encuentro, acerca de las soluciones que deberían aplicarse de inmediato para combatir los problemas que ocurren en el césped. De manera que nadie va solo al fútbol, o casi nadie.
Se puede ir solo al campo, como se puede viajar solo, o como se puede ir solo al cine, o a un restaurante; pero me parecen actividades muy tristes.
Solo se viaja más deprisa, dijo Julio Verne. Es una frase intensa, orgullosa, hecha para jóvenes y para individuos amargos, pero encierra a mi entender una profunda contradicción: indica que las actividades inventadas para la felicidad no deben compartirse, y toda felicidad que no se comparte, que no se celebra en compañía, es una felicidad de segunda clase.
Se puede, y se debe, ser feliz en soledad, pero en quienes lo logran de ese modo siempre pesa más su soledad que el hecho de ser felices. La felicidad solitaria constituye un desperdicio. Contentarse con ella es como contentarse con la masturbación, en lugar de con el sexo compartido. Y la prueba de que la alegría, la plenitud, la felicidad necesitan compartirse nos la da la literatura a cada instante.
Los grandes escritores solitarios, los férreos incondicionales de su intimidad amurallada persiguen a toda costa, en el lector, compartir su intimidad y su solitaria escritura, se les ve mendigar atención y cariño a través del espacio y del tiempo.
Siempre que he tenido la ocasión de disfrutar en solitario de un paisaje, de una comida, de una película, me he dicho con tristeza para mis adentros: cuánto le habría gustado a mi mujer estar aquí, cuánto a este amigo en concreto, cuánto a mi padre. Y, sobre todo, cuánto me habría gustado a mí que estuviesen ellos compartiendo mi felicidad, haciéndola perfecta, elevándola a su mejor dibujo.
Los solitarios recalcitrantes se convencen de que su forma de felicidad es la mejor que existe, porque uno se convence de todo lo que quiere (sobre todo de lo que quiere uno en especial, de lo que considera su manera de ser, el sistema de su espíritu), pero suelen hacer tantos esfuerzos en defender su soledad y en exhibirla que nos producen ternura y compasión. La alegría compartida ya tiene su propio público; la solitaria siempre vive en busca de un auditorio.
Me gusta ver partidos de fútbol por la tele solo, pero no son más que una pálida sombra del acto de verlos con mi hijo, repantigados los dos en el sofá, abrazados, discutiendo lo que ocurre en el campo, viéndolo crecer en sus análisis, aplicando lo que aprende de sus entrenadores y del juego.
De manera que nunca hubiese ido solo a la final de Copa en Sevilla, y no creo que hubiera muchas personas, entre los sesenta mil que abarrotábamos el campo, que estuviesen solas allí. Qué tristeza, qué despilfarro sentimental, qué malversación de caudales afectivos.
Recogí las entradas en la sede del Valencia CF. Me las dieron en un elegante sobre negro del Centenario del club, con una bonita tipografía y el escudo impreso en color blanco.
El acto de comprar las entradas de los partidos y los pases por internet representa una comodidad magnífica, y simplifica mucho la vida diaria de los aficionados. Por nada del mundo volvería a las ancestrales colas en las taquillas de Mestalla, a las tercermundistas aglomeraciones dubitativas, rezando para que queden localidades en el momento de nuestro turno de compra. Pero lo cierto es que la satisfacción de comprar en mano las entradas no se parece a ninguna otra.
El hecho de cruzar la ciudad con tus entradas de papel en el bolsillo, en la cartera, custodiándolas con tu vida, apretándolas contra tu cuerpo, no se parece a otro género de emociones. Se trata del trabajo cumplido, de la tarea bien hecha, del plan logrado, un alivio epistemológico. Todo eso sentí yo cuando recogí las entradas para la final de Copa, mientras las observaba palpitar dentro del sobre negro del Centenario.
Llegamos a Sevilla cerca de las doce y media del mediodía, el sábado 25 de mayo. Hacía un calor insoportable, como solo puede acalorar el calor andaluz. Treinta y muchos grados a la sombra, aunque todavía no era el calor sevillano de julio y agosto, todavía no había tenido tiempo, el calor, de calcinar el aire y el asfalto, las casas y los árboles.
En Sevilla y Córdoba, y después en el aeropuerto de Dakar, he tenido la certidumbre de que el calor es una dimensión de la materia, de que alcanza la condición sólida, y de que puede amasarse, con guantes, para no quemarnos; la convicción de que el calor se convierte en ocasiones en una membrana incandescente contra la que nos movemos.
Se habían instalado unas carpas gigantes de tortura en las cercanías del Benito Villamarín, para que los aficionados se deshidrataran bajo las lonas sin apenas ventilación, y para que se desmayasen en grupo junto a otros aficionados de idéntica fe futbolística.
Los autobuses nos llevaron desde la estación hasta las denominadas fan zones, pero nosotros no nos quedamos allí. Cogimos un taxi y nos fuimos al centro de la ciudad.
Quería enseñarle a mi hijo Santa Cruz, callejear por el centro y llevarlo a alguna de las grandes tabernas a las que había ido siempre que visitaba la ciudad, con Felipe Benítez, con Abelardo Linares, con Pepe Moreno Serrallé, el más experto en buenos bares de todos mis amigos andaluces de la literatura. Lo llevé a La Gitanilla y a Las Teresas, y tomamos jamón del bueno, y caña de lomo, y pringá, que es la tapa que yo elegiría para repartir a las puertas del Paraíso a todos aquellos que fuesen llegando con hambre de eternidad feliz.
Me imagino que todos los padres somos parecidos en lo tocante a nuestro deseo de transmitir a nuestros hijos algunos de nuestros paisajes sagrados. Queremos que estén en las ciudades en las que fuimos felices, para que lo sean también. Queremos que vean las puestas de sol que nos sobrecogieron, para que también los sobrecojan. Queremos que paseen por las mismas calles por las que paseamos de jóvenes, para que puedan hacerse una idea de lo que sus padres sentían siendo jóvenes, porque los hijos no pueden concebir jóvenes a sus padres, ya que esa suerte de remembranza imposible los anula en su propia juventud.
Imaginan que debieron de ser jóvenes, como un dato olvidado en un viejo manual de biología, pero sin alcanzar a entenderlo, y sin querer comprenderlo del todo. Cuando sus padres éramos jóvenes, ellos no existían, y su voraz instinto de supervivencia está obligado a negar la posibilidad de que sus padres alguna vez estuvieron en el mundo sin que ellos estuvieran a su vez. No solo se defiende el cuerpo: la mente necesita aniquilar todo aquello que niega la existencia propia.
San Pedro, en mi cosmovisión de ultratumba, más que un portero con las llaves del paraíso, es un cocinero paradisiaco que reparte pringaíta, y platos de paella, y raciones de pulpo a feira, y potaje de garbanzos con espinacas, y caracoles asados, y torreznos, y vino joven, tinto sin ínfulas, un cocinero y camarero y mesonero y propietario bondadoso, que alimenta a los peregrinos estelares que llegan agotados a las puertas del cielo, y que no necesitan aporrearlas para que les abran y les den asilo sentimental, y asilo político, y asilo intelectual (el que permite pensar y decir lo que a uno se le antoje), y asilo futbolístico, que consistirá en el hecho de poder ser aficionado del equipo que sea, de muchos al mismo tiempo, incluidos los equipos contradictorios de toda la vida, algo que no solo no será mal visto por el resto de los aficionados del Paraíso, sino que se considerará como un don de la inteligencia.
Como soy un tipo previsor, había reservado mesa en un restaurante italiano de Sevilla, que me había recomendado mi querida amiga Almoraima González, que debería trabajar, por sus múltiples saberes mundanos, para una guía gastronómica: la Campsa, la Michelín, la de vaya usted a saber quién, la Almoraima, que sería un buen nombre para una guía de saberes tendentes a la felicidad.
Estaba en la Alameda de Hércules: Al Solito Posto. Soy sensible a los nombres de los restaurantes italianos. Soy sensible a todo lo que aparece escrito en italiano. Soy sensible, para resumir, a todo lo que tenga que ver con Italia. No me habría disgustado ser italiano (o, en su defecto, argentino, que es una forma de ser español e italiano a la vez, sin ser ninguna de las dos cosas del todo). Es imposible amar la literatura y el fútbol y no sentirse italiano de adopción sentimental.
Pese a encontrarse muy lejos del Benito Villamarín, la zona estaba repleta de hinchas de los dos equipos, con sus camisetas, con sus banderas, con sus caras de esperanzada expectación. Sevilla estaba extraña, tomada al asalto por ejércitos balompédicos. Cantaban, gritaban, coreaban himnos, graznaban consignas, mugían los manidos lemas tribales de cada club.
Aunque soy poco amigo de las aglomeraciones, de las muchedumbres, de las turbas, estaba decidido a darlas todas por excelentes, porque un día es un día, y porque uno no puede ir a una final de Copa para hacerse el escrupuloso.
(Sin embargo, estoy seguro de que el noventa por ciento del mal histórico se ha generado en las colmenas, en los pelotones, en tropel. Si nos hubiésemos quedado en casa, solitos, o si, a lo sumo, hubiésemos salido a la calle de paseo en grupos de tres o de cuatro, no habría existido el setenta y ocho por ciento de la desgracia humana. El problema empieza cuando nos agrupamos, cuando nos concentramos, cuando nos amontonamos. Las peores ideas surgen en grupo, y los apetitos invasores, y los ensueños imperiales. A nadie se le ocurre, a la sombra de una higuera, fundar un reino milenario, por poner un ejemplo, y si se le ocurre, la pereza solitaria le impide poner en marcha una leva para reclutar su ejército.)
Comimos como príncipes renacentistas, dejándonos guiar por un camarero argentino, uno de esos encantadores de serpientes que puede hacer comerse un kilo de embutido a una vegana fundamentalista. Queso provolone asado, y fiambres caseros, y una pasta fresca exquisita, con trufa, y una pizza napolitana que no tenía nada que envidiar a la mitológica que me comí en Nápoles, en Via dei Tribunali, en Di Matteo, la supuesta mejor pizzería del mundo en opinión de Ferran Adrià.
Como hacía mucho calor para deambular a esas horas por Sevilla, convencí a mi hijo para ir a los salones del Hotel EME, y allí tomar un café y descabezar un sueño de sillón. Conocía el hotel por su terraza, que tiene unas vistas sobre la catedral de Sevilla maravillosas, de esas que justifican el hecho de que te atraquen por beberte una copa, gracias a la idea peregrina, que no entendería un viajero del xix, de que la belleza visual aumenta el precio de los alimentos. Mientras yo dormía una burguesa siesta de señor entrado en años, mi hijo se fue a dar vueltas por los alrededores, para familiarizarse con el clima de euforia dubitativa que reinaba en la ciudad, a la espera del partido.
El taxista que nos había llevado al centro desde la fan zone nos había recomendado que volviéramos cuanto antes a la zona del Villamarín, porque, cuanto más tardásemos, más difícil nos sería encontrar un taxi que nos llevara al campo de fútbol.
Todo el mundo sabe que los taxistas forman un subgrupo zoológico aparte entre los vertebrados, pero creo que los taxistas sevillanos constituyen una subespecie particular dentro del subgrupo, con caracteres a mitad de camino entre el gran visir y el bandolero. Su recomendación vino acompañada de toda una ristra de maldiciones e insultos hacia todos los hijos de la gran puta aficionados del Barça, por el hecho de que el último cliente le había hecho dar la vuelta en un lugar en donde él consideraba que no debía darse vuelta alguna. Además, nos comunicó solemnemente que él, a pesar de estar la ciudad llena de potenciales viajeros, iba a dejar de trabajar a las dos de la tarde, y no iba a volver a salir con el taxi, para que se jodiesen todos los aficionados del Barça, y, de paso, los del Valencia también, debido a que él tenía su dignidad, una dignidad cuyos insondables fundamentos no llegamos a entender del todo. El fútbol, como se ve, también proporciona una ocasión para que cada cual saque a pasear por el mundo sus chifladuras propias, incluida la de un extraño orgullo nihilista, como el de aquel refrán que oía de pequeño en casa, cuando mis rabietas infantiles me hacían no comer: «Ahora no tomo rancho, que se fastidie el Capitán».
Llegamos a los alrededores del Villamarín con más de cuatro horas de antelación al comienzo del partido.
En un acontecimiento civilizado, ese hecho no debería generar ninguna incomodidad especial, porque para eso están los bares, los restaurantes, los hoteles, los bancos de los jardines públicos; pero una final de Copa, en España, no es un acontecimiento civilizado, sino más bien un desconcertante altercado sociológico con repercusiones de todo género: urbanísticas, alimentarias, psiquiátricas.
La ciudad tenía el aspecto de un gigantesco campo de refugiados contentos de su suerte, si es que esa contradicción en los términos puede emplearse. Los bares estaban imposibles, con colas de más de una hora para comprar una botella de agua o una cerveza, o para pegar una meada. Los restaurantes se habían convertido en almacenes de seres huraños dispuestos a matar por una silla o por un rincón en donde apoyar un codo sobre la barra. Los jardines se habían transformado en dormitorios improvisados, en donde la gente sesteaba sobre la hierba, con los arriates llenos de botes de bebida, y bolsas de plástico, y basura.
Imagino que quien lea estas páginas se hará la pregunta filosófica por la que empieza todo conocimiento profundo acerca de la existencia humana: ¿y todo esto es preciso?
Esa pregunta establece el asombro del pensador ante la realidad, como la clásica perplejidad ante el hecho de por qué existe algo en lugar de que no exista nada.
Y la respuesta que se me ocurre, después de fatigar los tratados, como diría Borges, el más antifutbolístico de todos los genios literarios, el que programó una conferencia sobre la inmortalidad del alma, en Buenos Aires, a la misma hora en que Argentina jugaba la final del Mundial del 78, la respuesta, digo yo, es que no es necesario todo eso, pero que eso es lo que hay, y no hay otra, y hace falta cierto talante estoico y senequista para afrontar esa variante de la realidad.
En España, por lo común, se trata a la gente como a ganado en casi todos los acontecimientos multitudinarios. Es una tradición patria más, sin la cual no nos reconoceríamos como pueblo: en las fiestas patronales, en los conciertos de rock, en los festivales de verano, en las misas de domingo, en los desfiles de las Fuerzas Armadas. Si no nos trataran mal, con colas insufribles, con incomodidades, con absurdos inconvenientes, con mala educación, podríamos sufrir una ruptura óntica y desmoronarnos como individuos y como colectividad. A pesar de los pesares de la historia y de nuestro temperamento airado, somos un pueblo sumiso a las incomodidades cotidianas. No protestamos en los restaurantes, en los aeropuertos, en los hospitales, cuando se nos trata como a un rebaño de ovejas. Somos extremistas temperamentales: o el silencio o el Dos de Mayo; o sufrida impavidez o degollación.
Se podría tratar mejor a la gente, claro está, pero eso requeriría más trabajo, una mayor previsión, un poco más de vergüenza torera para con el prójimo. El hecho es que resulta mucho más barato tratar mal a la gente, y el beneficio es mayor. En esto soy de un marxismo elemental y cateto absoluto. La plusvalía es la verdadera explicación filosófica de por qué viajamos en aviones que parecen transportes porcinos, de por qué nos obligan a hacer colas soviéticas en la supuesta era digital, de por qué nos fuerzan a sudar hasta el desmayo en vez de regalarnos una sombra reparadora y benéfica. Es más barato tratar mal a la gente, y a la gente parece no importarle, parece no importarnos, como si acabáramos de encontrar un chollo en las rebajas de enero.
Derrengados y asfixiados por el calor, nos sentamos en el bordillo de un arriate, en un jardín de cuyo nombre no quiero acordarme ahora, copado por la hinchada valencianista. El parque, a unas manzanas del Benito Villamarín, parecía la retaguardia de un ejército en desbandada, o el campamento de ese mismo ejército antes de un gran combate victorioso: me figuro que para un espectador repentino, los instantes previos a una derrota se parecen mucho a los instantes posteriores a una victoria, porque el agotamiento y las caras de asombro siempre son semejantes.
(Aunque imagino que es mucho figurarse y mucho teorizar, sobre todo si tenemos en cuenta el detalle imperceptible de que nunca he estado en una guerra, a Dios gracias.)
El caso es que todos los que estábamos allí parecíamos criaturas dejadas de la mano de Dios, esperando que pasara el tiempo de la forma menos ingrata, para poder encaminarnos al estadio y ver de una vez por todas la final de Copa.
Mientras estábamos tirados en aquel jardín, nos encontramos con dos conocidos de Serra, un vecino de la misma calle en la que tenemos nuestra casa de verano, y un policía municipal del pueblo, que no podían dar crédito a aquella coincidencia. Venir a Sevilla para encontrarnos, hay que ver.
Aunque siempre he sido propenso a dejarme conmocionar por los sobresaltos más o menos esotéricos que nos proporcionan las casualidades, tampoco me pareció para tanto, desde un punto de vista estadístico, que tres conocidos del mismo pueblo valenciano se encuentren en Sevilla, antes de que juegue un partido el Valencia CF. Se conoce que esto de las coincidencias y las casualidades afecta a cada cual de manera diferente, como el tiempo lluvioso o la ingestión de alcohol.
Digamos que me he convertido, a fuerza de ser un espectador perplejo de las casualidades y del azar, en un individuo bastante inmune a los asombros del azar y las casualidades. Como todo lo que me ha sucedido en la vida considero que ha sido debido a la casualidad, ya no me dejo impresionar demasiado por ellas, porque sé que rigen mi destino. Todo lo que se convierte en una costumbre se vuelve invisible a nuestros ojos. Uno se cansa, incluso, de lo excepcional, si lo excepcional se convierte en un hábito cansino.
Entramos en el Villamarín con cerca de dos horas de antelación al comienzo del partido, después de someternos a dos o tres controles de seguridad, que, dicho sea de paso, no fueron demasiado severos, me figuro que porque mi hijo y yo tenemos aspecto de buenas personas, de inofensiva gente de bien.
Siempre imagino que los policías nacionales y los guardias civiles poseen un ojo clínico con respecto a los maleantes, a los atracadores, a los terroristas. Supongo que hay unos caracteres lombrosianos entre los hinchas del fútbol que facilitan la inspección a los cuerpos de seguridad. Existen esos caracteres innatos, y algunos rasgos diferenciales más, como la inestabilidad de los aficionados borrachos como cubas, los cánticos pendencieros y las actitudes chulescas.
El Benito Villamarín, por fuera, es un estadio más, bastante feo, con ese aspecto granítico, tradicional hasta hace unos cuantos años, de casi todos los campos de fútbol españoles: un bloque de hormigón de mayor o menor altura, entre los edificios del barrio.
Mi recuerdo de Mestalla también es ese, en blanco y negro, en gris de infancia, hasta finales de los setenta, una montaña de hormigón que en su interior custodiaba un rectángulo verde impoluto y totémico, con gradas de hormigón, salvo en la tribuna y el anfiteatro, que contenían filas ordenadas de sillas de madera con asiento de enea. Una de mis ensoñaciones mitológicas de infancia consiste en ver los sectores de anfiteatro y tribuna, al concluir el partido, con la mayor parte de las sillas caídas, como las piezas de un puzzle gigantesco después de que un niño travieso hubiese desbaratado su dibujo.
Sin embargo, el Villamarín, por dentro, me pareció muy bonito, con un graderío poco vertical, o, al menos, menos vertical de lo que me esperaba, y con las sillas blancas y verdes que dibujan el nombre y la bandera del club. En los últimos años, se ha impuesto este modelo de decoración interior en los estadios de fútbol: sillas con los colores patrios, por así decir, y dibujos de los escudos, de los nombres de los equipos, de algún lema de naturaleza religiosa: this is anfield, açò és mestalla, dicen que nunca se rinde, coraje y corazón, y asuntos por el estilo.
Cuando la gradería está llena de espectadores, desaparecen los lemas, los colores fundacionales, los escudos de combate, de manera que esa decoración está destinada a mejorar la imagen del estadio cuando está vacío, o eso es lo que parece en una primera mirada simplificadora.
Claro que la función de un dibujo que solo se ve completo cuando el campo está vacío es contemplarse, sobre todo, cuando el campo está vacío; pero no solo. Esos colores, esos dibujos, esos lemas, están por debajo de los espectadores mientras se juega el partido con el estadio a rebosar. Los espectadores, literalmente, se sientan sobre ellos, pasan a formar parte, aunque no lo sepan, del lema, del dibujo, del escudo, y ese gesto simbólico adquiere un sentido especial, sobre todo para quienes permanecemos atentos al simbolismo de las cosas.
En la antigüedad, los artesanos que trabajaban en las catedrales —los maestros y peones talladores y escultores, los maestros y peones carpinteros y ebanistas, los «cubridores» de tejados y agujas con pizarras y metales preciosos— elaboraban con esmero y virtuosismo muchas partes invisibles de su tarea, minucias que el espectador no podía percibir en la distancia de las alturas, o que quedaban ocultas a la vista (como el labrado de la cara oculta en la aguja de una torre, o la filigrana en la parte inferior de la sillería del coro). Lo hacían por amor a su trabajo, por intimidad con la obra bien hecha; pero sobre todo porque, aunque el hombre no pueda ver todos esos detalles, Dios los ve.
La limitada perspectiva humana no nos exime de saber —digamos— lo ilimitado de la perspectiva divina. De igual manera, la limitada perspectiva del espectador de fútbol que se sienta sobre su silla en el estadio, y que borra el dibujo que las sillas componen, no lo exime de conocer la mirada de la historia, de la tradición de su equipo, y, sobre todo, no lo exime de saber el valor de los símbolos, que aspiran a sobrevivir al tiempo.
Una vez, hace bastantes años, durante la reforma de la casa en que vivíamos en Almirante Cadarso 28 (antes de mudarnos al 8: estamos presos de la misma calle, presos del Ensanche de Valencia), discutí con el encargado de la empresa que ejecutaba la obra, porque no quería alicatar con cerámica el suelo sobre el que iba a colocar la taza del váter. Así se ahorraba un par de azulejos.
Le dije que hiciese su trabajo como es debido, y me argumentó que nadie lo iba a ver. Le dije que Dios sí lo veía, y cuando puso cara de estupefacción, le resumí la idea del comportamiento de los trabajadores medievales. Cuando comprobé que su estupefacción aumentaba, insistí sin más en que terminase el suelo. El contratista, bastante irritado, concluyó con lo que debía de ser su razón más poderosa: «Como usted quiera, pero que conste que es para cagar encima». «Con más motivo», le respondí haciéndome el irritado también. «Tenga usted en cuenta que cuando no estemos en casa, será Dios el que cague en este váter.» Algunas veces hay que recurrir a los argumentos de autoridad o a las explicaciones culturalistas, para no dejarse avasallar por el gremio de la construcción.
Nuestras entradas eran estupendas, una especie de tribuna baja (en la fila siete, real, del campo, contando lo que parecían sillas de obsequio, en donde había antiguos jugadores del Barcelona y sus familiares). Estábamos sentados entre el borde de un área y el centro del campo, en un lugar muy semejante al que tenemos en Mestalla, sobre la esquina del banquillo visitante, en la fila G de tribuna (que por razones que me resultan incomprensibles es la fila 4 del campo).
En el campo había un aura de gran noche. El clima, el aura, el magnetismo de un campo de fútbol, la electricidad estática sentimental que se genera en las gradas, es un elemento muy fácil de percibir para cualquiera que haya estado con cierto entusiasmo en un graderío; pero es también algo difícil de explicar.
Se trata de un estado de inminencia afectiva, de una suerte de suposición bienaventurada, de un hervor optimista que se contagia a gran velocidad entre los fieles. Ausiàs March, en su poema Veles e vents, utilizó una célebre metáfora muy atrevida, para explicar la violencia del mar: «Bullirà·l mar com la cassola en forn». Yo he visto hervir a fuego lento, como la cazuela en el horno, los estadios de fútbol antes de que se inicien los partidos, ese hervor de grandes burbujas armoniosas, con su propia musicalidad, que se produce, por ejemplo, después de haber echado el arroz a una paella, cuando la buena marcha del guiso se comprueba más por el oído que por la vista, más por el ritmo de las pequeñas explosiones del caldo que por el control del tiempo. Los campos de fútbol también poseen ese estado de guiso en marcha, antes de que empiecen los partidos.
Después, ese hervor se convertirá en un incendio, o se apagará silenciosamente, ya sea por euforia o por desánimo deportivos; pero a mí me interesa, tanto como el clima que se genera durante el desarrollo del partido —según sean el juego y el resultado—, el aura previa a que comience el encuentro. Lo disfruto con una secreta voluptuosidad, como un placer clandestino. En cada una de las actividades que nos gustan, todos establecemos rituales propios, todos disponemos de recónditas razones para disfrutarlas. De lo contrario, no insistiríamos en ellas, las abandonaríamos al poco tiempo, y no las convertiríamos en parte de nuestras rutinas; es decir, de nuestra vida (porque la vida, la vida verdadera, consiste en un cúmulo de rutinas maravillosas). Amar algo consiste en incorporarlo a nuestras mitologías privadas.
Para torturarnos durante la espera, había dos locutores que se dirigían alternativamente a la hinchada del Barça y del Valencia, con consignas altisonantes, dos tipos ruidosos y sin ningún ingenio, que trataban de enfervorizar a las masas sin lograrlo, porque las masas ya veníamos de casa con los deberes hechos, cada cual con su grado de euforia preferido.
No sé en qué momento se pusieron de moda los llamados speakers en los espectáculos. Imagino que esa costumbre responde a la idea de que el público necesita ser dirigido, porque es tonto de solemnidad. De ahí que en la televisión aparezcan las risas enlatadas, para que la gente sepa cuándo debe reírse. De ahí que existan los aplausos congelados, para que la gente sepa cuándo tiene que aplaudir. De ahí que existan los abucheos precocinados, para que la gente sepa cuándo tiene que abuchear.
La idea tan extendida de que la masa es imbécil resulta tan discutible al menos como la idea de considerar que el individuo es inteligente. Se suele creer que la masa (que no deja, por cierto, de estar formada por individuos particulares) no razona, que obra guiada por la ceguera absoluta, por la ley de Lynch; mientras que el individuo resulta siempre un ser ejemplar, sentado en su sillón de orejas, leyendo a Kant y formulando, en los descansos de su lectura, acertados juicios sobre la marcha del mundo y sobre los deberes de la humanidad.
La masa nunca es una sola masa. ¿De qué masa hablamos? ¿De la masa de un partido de tenis, de la de un concierto de música sinfónica en un teatro de Praga, de la de una manifestación en favor de los derechos del pueblo palestino, de la de un desfile militar en el Núremberg de los años veinte y treinta del siglo pasado? La masa acierta en masa y en masa se equivoca, siempre y cuando estemos a favor o en contra de lo que la masa defiende. Y el individuo es un genio o un patán, en virtud de lo que diga, y piense, y haga con su criterio individual. A decir verdad, cuando uno se para a pensar en el género humano, encuentra tantas razones para celebrarlo como para ponerse a llorar, tantos motivos para aplaudir como para sacarlo a gorrazos de la Historia.
Pero el caso es que se han puesto de moda los locutores que dan instrucciones, y el concurso de los cantantes, para amenizarnos, sin necesidad y sin que lo hayamos pedido, los instantes previos a los espectáculos, como una final de la Copa del Rey de fútbol.
Para arreglar del todo el asunto, cantó una canción David Bisbal, supongo que como gesto de neutralidad geográfica por un lado, y como concesión autonómica por otro, ya que estábamos en Andalucía.
Es curiosa la implantación de la música como ingrediente de acompañamiento en cualquier ámbito del universo. En los ascensores, en los teléfonos, en los gimnasios, en los restaurantes, en las clínicas dentales, en las clínicas dermatológicas, en las clínicas geriátricas. En los autobuses, en el metro, en el tren, en las estaciones, en las saunas, en las piscinas, en los tanatorios. Se ha popularizado una suerte de degradación de la música como spray ambientador. La música convertida en música de fondo. Mucho oír la música y muy poco escucharla.
Nunca me ha gustado la música en los toros, y no me gusta en el fútbol, ni antes, ni en los descansos ni durante el partido. La costumbre de las bandas de música en las plazas de toros y en los campos de fútbol me resulta cursi, pesada y reiterativa. Los toros y el fútbol, como tantas actividades, ya tienen su propia música, su música callada, de manera que abundar en ello mediante la inclusión de otra música cualquiera resulta absurdo.
Creo que la razón de fondo que explica todo esto es el hecho de que la gente no sabe muy bien qué hacer con su propia vida, no sabe muy bien qué hacer con sus silencios, como he dicho otras veces en este mismo libro. Para no estar a solas con sus ideas, hace cualquier cosa, prefiere que se inmiscuyan en su mundo de cualquier manera, a ser posible con suavidad musical, con talco cancioneril.
No es que me muestre en contra de la música de fondo, al contrario. La música admite con admirable generosidad y eficacia el acto de convertirse en la banda sonora de nuestras actividades. Estoy en contra de la música en aquellos ámbitos que ya disponen de su música propia. Aunque la verdadera manera de escuchar música creo que es escucharla sin hacer nada a la vez, disponernos a escuchar música como actividad perfecta y absoluta, como ejercicio que necesita de toda nuestra atención. El fútbol tiene su música propia, en cada uno de los momentos en que estamos en el campo, una música que debe moldear y modular el pensamiento del espectador.
A lo mejor este criterio no hace más que manifestar una limitación propia, pero me gustan las actividades ejecutadas de una en una, concediendo a cada cual su importancia y su atención. Cuando leo poesía no me gusta escuchar música. Cuando escucho música no me gusta ver una película. Cuando veo una película no me gusta leer el periódico.
Mi mujer —con esa capacidad atribuida a las mujeres de poder realizar tres o cuatro actividades a la vez— puede ver una serie de televisión mientras mantiene una conversación a tres o cuatro bandas por el móvil, con sus amigas, y de paso leerse unos cuantos artículos del Código Penal que necesite para su trabajo del día siguiente.
A mí, si soy sincero, esa multidisciplinariedad (por llamarla de alguna forma) me inquieta bastante, me sume en profundos y atribulados abismos meditativos. Nunca sé del todo si soy un bobo muy limitado, o un orfebre de la atención. Sospecho que mi mujer puede hacer todas esas cosas, porque no le importa tener de la realidad una idea fragmentada, algo así como la idea que los antiguos acomodadores de los cines tenían de la película que echaban en el cine en donde trabajaban de acomodadores.
(Por cierto, ya no quedan acomodadores, otro oficio difunto que nos hace ver que el tiempo pasa, aunque algunos lo nieguen filosóficamente. Yo mido el tiempo en función de las tiendas que cierran, de los comercios que desaparecen, de los oficios que ya nadie practica. Los acomodadores. Debería existir ese oficio trasplantado a cualquier ámbito de la vida: un individuo que nos guía en la oscuridad y que nos coloca en nuestro lugar, que nos acompaña con eficiencia hasta nuestro asiento, para que veamos la peli. No se me habían ocurrido nunca las resonancias metafísicas de semejante empleo, y el empleo que podríamos hacer de un cuerpo de acomodadores celestiales.)
Ganó el Valencia 2 a 1 la final. Pero pudo también haber empatado el Barça y habernos ido a la prórroga. Ganó el Valencia, pero con suerte pudo haber ganado el Barça. Ganó el Valencia 2 a 1, pero pudo haber goleado con algo más de acierto en los últimos minutos. El caso es que nos merecimos la victoria. Cuando el pez chico se come al grande (algo, recordémoslo, que solo sucede en el universo humano, el de las reglas, el de las leyes, el de las pautas, que tan mala fama tienen entre algunos), la Creación sonríe, aunque les joda a los hinchas del pez grande.
A la salida del campo, debíamos acudir deprisa a una avenida cercana en donde estaba aparcada la flota de autobuses que nos llevaría a miles de aficionados hasta la estación de Santa Justa, para coger el tren de regreso a Valencia.
El clima que se vivía en las calles era lo más parecido que puedo figurarme al del final de una guerra. La gente, ebria de felicidad, se abrazaba a los desconocidos. Las mujeres besaban a los hombres, los viejos acariciaban a los niños, los jóvenes saltaban y corrían sin dirección. Yo pensaba en las fotos y los testimonios que conocemos de la liberación de París, durante la Segunda Guerra Mundial, con su aire de apocalipsis festivo. Me acordaba de Hemingway, que alardeaba de haber contribuido a la liberación del bar del Ritz, donde parece que dejó a deber una cuenta interminable de copas.
En todos estos casos de caótica alegría colectiva, parece que se haya abierto una esclusa cerrada desde hace muchos años, una compuerta, una espita. A la gente, lo que más le gusta de verdad es armar bulla, meter ruido a la mínima ocasión, con cualquier excusa, ya sea política, deportiva, familiar, religiosa, ideológica (o todo juntamente).
El desbordamiento de la alegría irracional (si es que hay alguna alegría que no lo sea), el desencajonamiento aparatoso de las multitudes, son las características que unen, por paradójico que pueda parecer, el final de una guerra y la obtención de un título de liga, una boda gitana (o paya) y la celebración del día del Orgullo, las misas del Papa y los desfiles militares en la Plaza Roja, los Sanfermines y los discursos inacabables e insoportables de Fidel Castro, los mítines del partido de turno en el poder y la Feria de Abril.
Por encima de cualquier otra cosa, lo que entusiasma a la gente es salir a la calle a dar voces, a hacer aspavientos, a que los demás lo vean a uno haciendo aspavientos y dando voces. A hacer, como decía un buen amigo, esparajismos, que, aunque es prácticamente lo mismo que hacer aspavientos, tiene un punto más de locura absoluta, de desafuero municipal, por esa jota en mitad de la palabra, que suena como un arcabuzazo, como tos bronquítica en mitad de la parsimoniosa ceremonia del té. Criaturas esparajismadoras. Esparajismantes.
Aquella noche de la final contra el Barça seguro que hubo gente que se hartó de follar con desconocidos, porque follar de manera indiscriminada, en ciertas ocasiones históricas, es el mayor entretenimiento de la población, después de haber tomado las calles en señal de júbilo.
Llegamos a Valencia, en el AVE, sobre las cinco de la mañana, tras veinticuatro horas exactas de viaje futbolístico. Yo estaba exhausto y satisfecho, y mi hijo eufórico y como una rosa, como corresponde a un chaval de trece años que tiene la fuerza de un caballo de deporte. No habíamos podido dormir en el trayecto de vuelta, porque los hinchas más recalcitrantes no dejaron de cantar y proclamar las glorias del Valencia CF por los vagones.
Para poder comprar en el bar del tren una miserable cerveza o un refresco no menos miserable, y un bocadillo de jamón y queso, había que hacer una cola de una hora, plantado en los pasillos del convoy. De manera que me abstuve de esa penitencia y dejé a Carlos a su suerte, para que derrochase un poco más su energía sobrante.
Soy muy poco partidario del griterío. La jarana no me sulibella más allá de unos segundos. No suelo participar del despiporre ecuménico que emborracha a la mayoría. Me irrita profundamente esa costumbre genética de los mediterráneos (y no solo de ellos) que consiste en fundamentar sus fiestas en el acto de hacer saber a los demás que se encuentran de fiesta, con todo el derecho a escandalizar, a molestar, a perturbar, a no dejar dormir, a no dejar descansar, a no dejar aislarse y no participar del desbarajuste festivo común.
Sin embargo, observar en mi hijo su cara de satisfacción, su alegría profunda por lo que acababa de vivir, me bastaba para dar por bueno todo lo que tuvimos que soportar. Uno bebe, contento, de todas las aguas de las que había dicho que no bebería, y lo hace con satisfacción, y, de paso, con humor hacia sus absurdas profecías remotas, y al reírse de uno mismo aprovecha para ponerse filosófico y estupendo durante unos minutos.
Se suele decir, generalizando sobre los afectos —con esa imprudente y certera fiabilidad que dan las generalizaciones—, que los padres quieren más a los hijos que no los hijos a sus padres. El argumento para defender esa aseveración se halla en el hecho, según se dice, de que los hijos son elegidos y los padres no. Los padres nos llegan caídos del cielo, impuestos, por así decir, los asigna el destino; mientras que los hijos constituyen un propósito, una obra propia, en sentido general.
Sin necesidad de meternos en profundidades dialécticas acerca del determinismo, sobre lo que podemos elegir y lo que no, sobre lo que el destino significa para cada cual, esa declaración respecto a los padres y los hijos parece bastante razonable, o, al menos, tan discutible como razonable.
Dando por hecho que exista amor entre padres e hijos (cosa que no siempre es cierta, como sabemos), no es descabellado afirmar que los padres amamos más a los hijos que no al revés. De hecho, uno solo puede llegar a comprender cuánto lo han amado sus padres, cuánto han sufrido por él, hasta qué punto ha sido la razón de sus vidas, cuando nos convertimos en padres y recuperamos una memoria que no podíamos recordar jamás, una edad nuestra que nos pertenecía, pero que no poseíamos. Quiero decir exactamente eso: recuperar una memoria imposible. Regresar, en un círculo perfecto de amor retrospectivo, hasta el instante en que fuimos recién nacidos, niños, y descubrirnos a nosotros mismos en un tiempo remoto del que no podíamos tener noticia. Un descubrimiento del pasado que nos asalta en el presente, cuando tenemos a nuestros propios hijos, y comprendemos con la carne esos versos de Wordsworth: «El hijo es el padre del hombre».
Sí, los padres amamos más a los hijos de lo que los hijos nos aman, porque tiene que ser así. Las llamadas leyes de la naturaleza y la vida (tan fáciles de comprender y tan difíciles de explicar) no son ninguna estupidez: la sencilla apelación al origen nos carga a los padres de responsabilidades y pasiones, de deberes para con nuestros hijos, y de recompensas que esos deberes nos proporcionan. Hemos llegado antes, y los que llegan antes empujan el carro del heno.
Ahora bien, muchos tendremos la suerte, en el futuro, de comprender y aceptar, a través de nuestros hijos, esa evidencia de que los padres aman más. Y lo digo yo, que he tenido la suerte de que me correspondiesen unos padres a los que querer con absoluta devoción. Quien ama a sus padres tiene el convencimiento de que le han correspondido los mejores padres del mundo, por la misma razón de que quien es feliz es el hombre más feliz del planeta. El más feliz de la creación. El más feliz de la historia. El campeón de la felicidad, porque cada cual es el único hombre sobre la tierra, el irrepetible fundador del universo: de su universo propio.
Mi madre murió cuando yo tenía doce años y apenas la recuerdo. Es decir, me acuerdo mucho de ella, pero no guardo un gran número de recuerdos: me acuerdo mucho de ella sobre la base de unos cuantos recuerdos repetidos. Constituye una oquedad mitológica que el amor incondicional ha ido llenando con relatos, fotografías, recuerdos minúsculos, invenciones (porque la memoria, la falsa y la fiel, la exacta y la imprecisa, constituye una fabulación, un relato creado por nosotros mismos y los demás). Siempre he sido un huérfano, como todos, un huérfano prematuro, al que su condición no le ha impedido ser el hombre más feliz de la tierra.
Recuerdo que supe de la muerte de mi madre, porque sorprendí a mi padre llorando en el cuarto de baño. Era la primera vez que lo veía llorar, y fue la última.
Esa generación de la guerra civil lloraba poco y era poco dada, en general, a la exhibición de los afectos. Mi padre no me dijo nunca que me quería, creo; pero me lo manifestaba a diario en mil detalles. Siempre me he sentido el hijo más amado del mundo, sin necesidad de que me lo dijeran ni una sola vez. Es un misterio de sencilla resolución en la vida práctica. El corazón sabe, sin necesidad de escuchar ciertos mensajes.
(No obstante, mi mujer y yo nos encargamos de repetirles a nuestros hijos, unas doscientas veces al día, que los queremos más que a nada en el universo, por si acaso, y hemos conseguido una suerte de empalagosa salmodia familiar entre nosotros cuatro —padres e hijos—, como música de fondo de nuestras vidas, que no se desgasta con las repeticiones y que no disminuye su carga de amor verdadero.)
Hay quien no sabe verbalizar el amor, ni sabe manifestarlo; pero hay quien, a pesar de no verbalizarlo, resulta un maestro en el acto de transmitirlo. Mi padre era de los segundos, mediante gestos, miradas y acciones. Siempre procuró, desde la sombra, desde la intervención sutil, facilitarme todo aquello que me gustaba para que yo pudiera ser lo que me apeteciera. Pinturas y un caballete en mi época descabellada de pintor sin aptitudes. Libros a todas horas, para favorecer mi pasión de lector desordenado y de secreto aspirante a poeta. Instrumentos de música —varias guitarras, un saxofón— en los años en que soñaba con convertirme, como todos, en una caprichosa celebridad del rock and roll patrio. Material de deporte —las mejores botas, los mejores balones, las mejores equipaciones— para satisfacer mi incansable voracidad de futbolista niño. Y, sobre todo, cariño y devoción de padre siempre atento.
Cuando enfermé de leucemia, él ya estaba jubilado, y me acompañó a todas y cada una de mis consultas médicas y a todas las sesiones de quimioterapia, alerta y servicial, cuidadoso y serio. Pero esa es otra historia, a la que me gustaría dedicar alguna vez un libro. La enfermedad es un continente distinto, inabarcable, extraño, en el que todos nos adentramos en proporciones distintas durante nuestra vida, y del que todos tenemos conocimiento, en grados diferentes, como una banda sonora personal que suena en segundo plano, pero que quiere hacerse oír más de la cuenta, hasta que algunas veces lo consigue. La idea de las bandas sonoras que nos acompañan me parece muy real. Todos disponemos de una banda sonora íntima que suena a la vez del relato que erigimos de nosotros mismos. Nuestra historia —nuestra película— dispone de su banda sonora particular.
El día en que murió mi madre fui al colegio; porque en aquella época se iba al colegio siempre, pasara lo que pasara, y porque mi padre y mis tíos y tías no sabrían muy bien qué hacer conmigo en aquellas circunstancias. Imagino que prefirieron apartarnos a mi hermano y a mí de los preparativos fúnebres, a pesar de que ella había fallecido en el hospital de la Cruz Roja que estaba detrás del antiguo zoológico, a espaldas de los Jardines del Real.
Cuando iba a visitarla, recuerdo en los atardeceres los rugidos de las fieras, supongo que leones, dándome la bienvenida o despidiéndome con brutalidad melancólica. Qué raro es todo, sin necesidad de que tratemos de buscarle las rarezas al mundo. Qué extraño que uno de los recuerdos más persistentes respecto a la muerte de mi madre esté asociado al rugido de los leones. Leones en medio de la ciudad, en los años setenta. Leones que rugen en la puesta de sol, para que aparezcan casi cincuenta años después en las páginas de un libro.
Aquel día de la muerte de mi madre se ofició en la capilla del colegio una misa en su memoria, con los alumnos de clase. Yo me pasé la ceremonia llorando, de cara a una ventana con vidrieras de plomo en donde se representaba una escena del Calvario.
A última hora de la mañana el equipo de fútbol de nuestra clase tenía una competición interna. Mis compañeros daban por hecho que yo no jugaría; pero para su asombro pedí jugar. También recuerdo que hice un muy buen partido y que ganamos. Jugué todo el partido llorando, con una suerte de extraña rabia existencial que me hizo incansable.
Ante la muerte, siempre he reaccionado haciendo cosas que el luto —el luto social, no el luto interior— no suele permitir. He llamado a mis amigos y me he ido a pasear, o les he pedido que nos fuésemos al cine, o a hacer deporte. Qué sé yo: algo que me reafirmara en la vida. Algo que me anclara con más fuerza en el mundo.
El mejor homenaje que podemos hacer a los muertos es seguir vivos, para recordarlos. El mayor tributo que podemos rendir a los muertos es ser felices. Lo demás son pompas de jabón, pompas fúnebres. En los cementerios no hay nada. Los muertos viven en el cerebro de los vivos, a resguardo. Me gustaría que a mi muerte no me dedicasen ni un instante de tristeza, ni un segundo de dolor, ni un soplo de naturaleza fúnebre.
Jugué aquel partido llorando, contra la vida, que me arrebataba a mi madre, y a favor de la vida, que era lo único que me quedaba. Lo único que nos queda mientras nos dura. El fútbol, me sorprendo recordándolo, siempre ha formado parte de mi existencia, como una forma radical de vitalismo.
Esa idea —la de que el fútbol, para quienes lo amamos, constituye una manera íntima y universal de subrayar la vida, de homenajearla— es la que yo quería transmitirle a mi hijo viajando con él a Sevilla para ver la final de la Copa del Rey.
Una forma de festejarnos, de celebrar nuestro amor, de imprimir para siempre en su memoria el recuerdo de su padre, cuando aún era lo suficientemente loco y fuerte como para organizar el viaje más incómodo. El viaje más feliz.