2

Ayer volví de Sevilla, después de pasar tres días magníficos en unas jornadas de homenaje a Gustavo Adolfo Bécquer. No sé lo que el bisabuelo Gus habría opinado del fútbol, en el caso de que hubiese existido en su época, pero creo que le hubiera gustado, porque fue un individuo mucho más terrenal de lo que suelen fabular los lectores superficiales, que se acogen al tópico melifluo y azucarado del arquetipo romántico: alguien incapaz de manejarse en el mundo, sin aptitudes de carácter práctico, visitador profesional de cementerios, fracasado en el amor y en el trabajo, a ser posible suicida, o muerto en un duelo por líos más o menos extramatrimoniales.

¿El poeta habría sido bético o sevillista? En Sevilla, ese no es un asunto cualquiera, y puede dar lugar, como poco, a discusiones enconadas entre la gente de bien. Entre los queruscos, bructerios y otros pueblos bárbaros de la ciudad, ser bético o sevillista puede originar peleas a muerte, como sabemos. (Aventuro la hipótesis —espero no ser emasculado— de que el bisabuelo Bécquer, como representante de un romanticismo de cierta ranciedad conservadora, habría sido sevillista.)

Llegué el lunes 16 y me marchaba el miércoles 18, día de la final de la Europa League entre el Sevilla y el Liverpool. Me recogió en el aeropuerto un chófer de la Diputación. Me gusta hablar durante los trayectos, aunque sea del clima. Suelo recurrir al fútbol, por gusto propio, y porque es un tema infalible entre los taxistas, los chóferes y los camareros. La gente que trabaja en contacto directo con clientes necesita, para aliviarse de conversaciones insípidas —el paso del tiempo, la política, el precio del barril de Brent, el sentido de la existencia—, mantener de vez en cuando alguna charla trascendente acerca de algo que de verdad le apasione.

Era un señor de unos sesenta y tantos años, y debía de estar cerca de jubilarse. Hablaba con pausa, alegría y corrección. Era un sevillista genético. Me dijo que había estado en las cuatro finales europeas anteriores, y que esta de Basilea iba a ser la primera vez que no podría asistir. (Para resarcirse y consolarse, me dijo, tenía entradas para la final de este sábado contra el Barça, en el Calderón, y los billetes del AVE especial que habían «charterado». Era la primera vez que yo oía aquel verbo.)

Le dije que mi hijo jugaba en los alevines del Valencia, como introducción jabonosa, para después añadir que el Sevilla, en la semifinal del 2014, robó al Valencia la oportunidad de ser finalista. M’Bia marcó un gol de tacón estando casi dos metros en fuera de juego. Con actitud senequista, me dijo que tenía razón, pero que el partido de vuelta, en Valencia —al que él había asistido—, lo regaló el Valencia CF, porque sus jugadores habían hecho el cretino perdiendo el tiempo, tirándose al suelo y obligando al árbitro a alargar el partido seis minutos. Yo, entonces, con actitud marcoaureliana, le di la razón, y añadí que si un equipo te marca un gol de cabeza, después de un fuera de banda, en el minuto seis del descuento, toda la plantilla, incluido el cuerpo técnico, debería pedir perdón a la ciudad haciéndose el harakiri. Parecíamos dos tribunos romanos tratando con placidez de asuntos muy importantes a la República.

Mi hijo y yo también estuvimos ese día en el campo. Carlos, que hasta ahora no suele llorar cuando pierde sus partidos, y que nunca había llorado con las derrotas de sus equipos favoritos, ese día lloró, por lo inesperado y repentino del desenlace. La cara de idiota que se te queda cuando pierdes una semifinal europea en el último segundo, después de remontar un dos a cero del Sánchez-Pizjuán, solo puede ser comparable, me imagino, a la de sorprender a tu pareja en el consabido vodevil de acostarse con un familiar, o con un amigo, o con un crítico literario.

Me vinieron efluvios proustianos de fatalidad lírica: sin saberlo, allí estábamos nosotros, mi taxista y yo, en Mestalla, dos años atrás, destinados a encontrarnos pasado el tiempo y a mantener esa conversación. Hablaba con conocimiento de la cantera sevillista, de los entrenadores que habían pasado por el club en los últimos años. Con erudición y con criterio, algo que no siempre suelen poseer los eruditos.

Cuando me dejó en la puerta del hotel, le pregunté si me tenía que llevar también él de vuelta al aeropuerto, el miércoles. Me indicó que sí, y que me recogería a las nueve de la noche. Era su último trabajo del día. Caí en la cuenta de que, como mi vuelo salía a las once menos veinte, el servicio le echaría a perder la final, cuya retransmisión empezaba a las nueve menos cuarto. Le dije que viniera a por mí a las ocho, y que se fuese corriendo a casa a ver el partido. A mí me daba igual esperar en el hotel o en el aeropuerto. Me costó convencerlo, pero apelé a la hermandad universal que el fútbol genera en los aficionados de bien, a pesar de las diferencias tribales que arrastran a los idiotas. Ahora parecíamos dos representantes de la Asamblea francesa en la época del Directorio, pongamos por caso. Fraternité.

El miércoles, a las ocho en punto, me recogió. Cuando llegamos al aeropuerto y abrió el maletero del coche para sacar mi equipaje, había una bolsa de plástico junto con mis bultos. La abrió y me dio la bufanda de las semifinales del 14, con los escudos y colores del Valencia y del Sevilla. Para su hijo Carlos. Aunque sea un recuerdo amargo para él, quiero que la tenga. Me dio un abrazo, se ofreció para lo que necesitara cuando volviese a Sevilla, y se marchó corriendo a una peña sevillista para ver el fútbol en compañía de un grupo de amigotes.

Yo me quedé con la bufanda en la mano, despidiéndome de él, como si sostuviera una reliquia militar arrebatada a mis ejércitos años atrás, y ahora devuelta. Estábamos a treinta y tres grados. Me puse teológico e historiográfico, como poco. Pensé en un fragmento de los Anales, de Tácito. El calor de Sevilla puede producir este género de alucinaciones y desvaríos.

En el año 9 después de Cristo ocurrió la llamada «catástrofe de Teutoburgo ». Tres legiones romanas, comandadas por el gobernador Varo, siendo Augusto emperador, fueron aniquiladas por tribus germánicas. Murieron dieciocho mil soldados y diez mil acompañantes de la tropa. Muchos de los muertos fueron prisioneros torturados en altares idólatras. Centenares de cabezas de los legionarios fueron clavadas en picas, como homenaje a los tenebrosos dioses desconocidos de aquellos pueblos. Seis años después de la derrota, Germánico regresó al lugar de la batalla, para recuperar huesos de los fallecidos y estandartes de la milicia. Fue un viaje, al decir de Tácito, de gran tristeza y conmiseración.

Así estaba yo, con el estandarte del Valencia en la mano. En la puerta de salidas del aeropuerto. Los asuntos deportivos tienen su reflejo en la Historia. Cosas del fútbol. Tenía ganas de contar alguna vez el asunto de Teutoburgo, y el fútbol posee su arista épica. Se ve que la primera ola de calor me ha afectado sentimental y neuronalmente.