Alguien me dijo no recuerdo cuándo, en la adolescencia, que lo que de verdad nos gusta a los humanos, en todos los ámbitos de la vida, es estrenar. Estrenar objetos, estrenar paisajes, estrenar trabajos, estrenar amores. Estrenar por el hecho de estrenar. Estrenar por amor al arte de estrenar.
Detrás de esa sentencia filosófica de andar por casa se esconde una obviedad acerca del funcionamiento del espíritu humano. Todos los momentos inaugurales representan un atisbo de esperanza, y la esperanza nos permite fabular destinos distintos, mejores. Para mantenernos en buena forma psíquica necesitamos combinar los ingredientes de la novedad y la rutina, y así librarnos de la una mediante la otra, y viceversa.
La nueva temporada, en los días previos al comienzo, constituye en el ámbito del fútbol ese «momento pregnante inaugural». También para los niños y los padres del fútbol base. La ropa nueva del equipo, los nuevos compañeros, los nuevos padres, los nuevos entrenadores, las nuevas expectativas, los nuevos campos de entrenamiento. Incluso el nuevo club, como sucede tantas veces. Casi todo es nuevo, casi todo está por estrenar, casi todo promete algo, no se sabe muy bien qué, pero es una promesa, no cabe duda.
La bolsa de deporte con todo el ajuar nuevo significa una suerte de orgía navideña anticipada. Todas las prendas relucientes, bien envueltas, con sus doce o catorce etiquetas que nos instruyen acerca de los beneficios de los tejidos técnicos, y acerca de lo que se puede y no se puede hacer con cada una de las prendas, admoniciones y consejos en seis o siete idiomas, para padres globalizados plurilingües. Todo huele a esa fragancia plástica incomparable de la ropa deportiva, con su insinuante y deliciosa toxicidad química de fondo.
En este asunto también nos hemos convertido en nuevos ricos, y morimos de sobreabundancia textil. Mi hijo se parte de la risa cuando le enseño viejas fotos de mi época de fútbol, con aquellas camisetas de algodón que no transpiraban, y los escudos torpes cosidos de cualquier manera, y las medias descoloridas, esas medias que están destinadas a llamarse calzas, porque la palabra calza parece remitirnos a un vago momento remoto del idioma, acorde con la elementalidad de nuestra vestimenta.
Las fotos antiguas, en especial las deportivas (o eso me parece), adquieren pronto una tonalidad de posguerra, de una posguerra universal y fuera del tiempo, una posguerra inconcreta y metafísica. Es ese sepia cromático que tienen pronto las fotografías, incluidas las fotos en color, el sepia fúnebre y diabólico que se adhiere a las imágenes aunque no lo queramos.
A Carlitos le encanta quitar las etiquetas antes de probarse la ropa y averiguar si le vienen bien, o no, las prendas. Y, una vez arrancadas las etiquetas, le encanta disfrazarse con la ropa nueva de la temporada. Todo le parece que le viene bien, ya sea grande o pequeño, todo le cuadra, todo es adecuado. No sé en qué momento se pierde esa conformidad vestimentaria absoluta, en la que deberíamos educarnos todos los adultos. Por lo general, a los niños les importa tres cojones cómo van vestidos, con galas o con harapos, con lamparones o resplandecientes, y si visten de determinada manera se debe a los miramientos y prejuicios de los mayores. El decoro es una invención adulta, cuyas habituales ridiculeces subvierte en un instante la conciencia anarca infantil.
Si por mi hijo fuese, él no vestiría otra clase de ropa que la deportiva, que, más que deportiva, le resulta eclesiástica, su ropa talar, su hábito de monje eremita del deporte, porque a esa edad los niños del fútbol viven para el fútbol y por el fútbol, gracias a la ilusión, esa fisión atómica del ser humano.
Las esperanzas que urdimos con respecto al futuro, sean del género que sean y las urdamos a la edad en que las urdamos, representan no solo la esperanza de un futuro, sino también la existencia de un presente esperanzador. Unas botas nuevas, un chándal nuevo, una nueva camiseta en un equipo nuevo constituyen en la infancia razones poderosas por las que estar bien asentado en el mundo. La lástima es que no suelan bastarnos durante la madurez, ese periodo de la vida al que se llega tarde o temprano, por más inmaduro que uno se sienta y sea en realidad.