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Alrededor del fútbol, el día del partido, asoma todo un parasitarismo folklórico de géneros muy distintos.

Los vendedores de banderas, bufandas, gorros conmemorativos del encuentro. Los vendedores de botes de cerveza fría a pie de campo, antes de traspasar los controles de seguridad. Los reventas, con su aura clandestina y carcelaria, que te susurran su fórmula mágica para acceder al paraíso: «Tengo tribunas, anfiteatros y sectores cubiertos». Los vendedores ambulantes de helados, pipas, bocadillos. Los gorrillas que venden sus servicios de ojeadores para encontrar aparcamiento en las cercanías del estadio. Todo el mundo vende alguna cosa. Se diría que, en lugar de un partido de fútbol, se va a celebrar una feria de maquinaria agrícola.

Tengo la teoría de que los vendedores acechan al público del fútbol, porque son buenos meteorólogos del temperamento: saben diagnosticar el humor con el que se acercan los aficionados al campo de fútbol, el clima anímico de la masa.

Cuando un espectador se dirige hacia el estadio, lo hace esperanzado, predispuesto, en la mayor parte de las ocasiones, a que todo discurra conforme a sus intereses, y en ese estado espiritual uno es proclive a los dispendios. Se trata de celebrar por anticipado la victoria, la espléndida noche de fútbol, la exhibición de nuestro jugador favorito. El buen partido que se prevé nos reconcilia con el mundo, nos obliga a festejar el buen partido.

Por eso los tenderetes de los vendedores ambulantes desaparecen y están desmontados después del partido, por lo general.

Con la victoria verdadera, si se ha producido, ya basta como epifanía, como alimento del humor, y no hace falta comprar algo. Y si nuestro equipo ha perdido, nadie tiene ganas de comprar nada, sino de irse corriendo a su madriguera para rumiar el desastre y analizar las causas verdaderas de lo ocurrido. (El tercer tiempo de los derrotistas apesadumbrados.)

Cuando hay un partido importante por televisión, se produce un parasitarismo benéfico de naturaleza alimenticia en muchos espectadores que no tienen la suerte de estar en el campo: la ingestión de pizzas pedidas por teléfono.

A menudo nos sometemos en casa a ese ritual. Viene mi sobrino, barcelonista, a ver, por ejemplo, los partidos importantes del Barcelona, y entonces encargamos pizzas en nuestro pizzero futbolístico de cabecera: Savoyardi.

Tiene un garito diminuto en Pedro III, el Grande, a cinco minutos de casa, en el Ensanche de Valencia. Abre su negocio cerca de la noche, y solo hace pizzas para recoger y comerlas en casa. El dueño responde al arquetipo necesario que debe inspirar a todo pizzero proverbial: es un tipo corpulento (rumano, pero de aspecto y apellido italianizantes), que atiende un teléfono inalámbrico para anotar los pedidos con un lápiz que lleva en la oreja, mientras maneja la pala con la que mete y saca del horno las pizzas. Al fondo del local, una chica prepara las masas que el mismo Savoyardi completa con los distintos ingredientes. Es un espectáculo circense de varias pistas verlo trabajar, sudoroso, sin un segundo de descanso. Recoge el pedido, lo anota, dispone las cajas de cartón, saca y mete las pizzas, las aliña, las corta una vez están fuera, cobra a los clientes, bromea con los que hacen cola, todo a la vez, todo con eficacia y diligencia, todo con una suerte de premura desesperada que administra con sabiduría paciente.

Las pizzas de Savoyardi son muy suyas, muy especiales. Él las anuncia en su prospecto de publicidad como Finas Crujientes, y no se trata de un eslogan retórico aproximado. Son muy finas y muy crujientes, de tamaño familiar, con ingredientes frescos y abundantes. Se parten como una galleta y dejan en la caja de cartón un rastro de migas profuso.

A mis hijos, a mi mujer y a mi sobrino les encantan, hasta el extremo de que el sector femenino de la familia (mi hija Ángela y mi mujer, tan poco futboleras, para su desgracia) consiente en que cenemos todos juntos viendo el partido, seducidas por las savoyardis.

(Qué buen nombre, por cierto, también, para un defensa aguerrido de la selección italiana, o para un viejo técnico de vuelta de todas las guerras del calcio, practicante de un fútbol sencillo, duro y eficaz: Italo Savoyardi, o Francesco Savoyardi, o Luca Savoyardi.)

Creo que una de las razones por las que el fútbol, que constituye una enorme ceremonia —como casi todo el deporte, a grandes rasgos—, es un espectáculo de carácter ecuménico, universal, es el hecho de que permite a todo el mundo elevar lo cotidiano a la categoría de ceremonia privada. El espectador del fútbol es una criatura ritual.

Confieso que no siempre estoy para comerme una savoyardi frente a la tele. Me gustan las pizzas con un poco más de masa; sin exageraciones, pero más cercanas al pan recién hecho, por así decir. Ahora bien, me encanta celebrar la ceremonia del fútbol por la tele con las pizzas para llevar. Algunos parasitarismos del fútbol forman parte del fútbol mismo.

Tengo la impresión de que las savoyardis, además, favorecen la visión de los partidos con una cortesía versallesca que inocula la albahaca. Nos infunde a los comensales, sobre todo en la victoria de nuestro favorito, una paz de naturaleza zen que nos empuja a abrazar al contrario y consolarlo en los malos momentos. Porque los grandes partidos de fútbol, en gran compañía, cenando grandes pizzas, representan una variedad del gran conocimiento sincrético de las religiones orientales.