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El acto de comprar ciertos objetos que nos gustan constituye, como sabemos, una fuente de inmediata satisfacción. Puede que se trate de una satisfacción elemental, simple, simplona incluso, pero se trata de una satisfacción, y las satisfacciones cumplen con su deber, que es dejarnos satisfechos.

No hace falta ser un adicto a las compras para sentirla, les ocurre a todos los humanos en mayor o menor medida. Incluso le ocurre a quien jamás sucumbe a la satisfacción de comprar, porque obtiene su placer en el extremo opuesto: el acto satisfactorio de no comprar ciertos objetos que gustan a los demás. El tacaño por antonomasia, el tacaño arquetípico, el tío Gilito de los tebeos de nuestra infancia, se regodeaba en sus monedas de oro, por el hecho de poder regodearse en ellas al no gastárselas. (La cicatería, en cierta forma, también es una sobreabundancia: un exceso de mezquindad.)

Al lector de novedades le gusta comprar libros nuevos. Al coleccionista de libros antiguos le gusta comprar primeras ediciones. Al goloso de los pasteles le gusta comprar pasteles recién hechos. Al entusiasta de la moda le gusta comprar las prendas de la nueva colección de otoño, cuando el otoño llega. Y así hasta el infinito.

Pero no hay ninguna compra que se parezca a la de comprar unas nuevas botas de fútbol cuando somos niños y lo jugamos.

Las botas nuevas no solo simbolizan y contienen la promesa de un futuro mejor, de nuevas aventuras, del tropiezo de una suerte también nueva (como todo nuevo objeto nos susurra desde su materialidad misma), sino que albergan todo el fútbol por jugar, que es el entero fútbol, como en el diccionario están contenidas todas las obras por escribir, porque están contenidas todas las palabras que se emplearán al escribir esas obras.

Las nuevas botas son un borrón y cuenta nueva con respecto a todo lo jugado, y una manera de volver a empezar con todo lo aprendido. A las botas nuevas se les transfiere toda la experiencia de las viejas botas, toda la experiencia de nuestros pies, toda la experiencia de lo jugado, de lo entrenado, de lo imaginado, de lo soñado.

Ningún objeto del mundo humano está tan en directa relación con el universo de los sueños como unas nuevas botas de fútbol. El dios Oniros jugaba al fútbol, y no solo en sueños, sino durante la vigilia (que es el periodo equivalente al de los sueños para los demás dioses), y siempre que tenía que enfrentarse al resto de las divinidades estrenaba un par de botas. Lo sé de buena tinta: de la tinta de quien ha escrito esa fábula mitológica y cree en ella con toda su fe y su certidumbre.

Si yo fuera presidente de un club de fútbol de cualquier categoría, mis jugadores estrenarían botas todos los domingos, porque no hay quien juegue mal el día en que se estrenan.

Antes, siglos atrás, cuando jugaba al fútbol, era costumbre que las botas no se estrenaran durante los partidos, porque podían causar rozaduras al jugador que las estrenaba. A menudo, en los equipos grandes, con filiales, juveniles e infantiles, las botas se daban a los jugadores de categorías inferiores, para que las domasen. Para que las humanizasen, para que las dulcificaran y amansaran, porque las botas nuevas acumulan tanta energía sin dirección como la que exhiben los potros.

Los utilleros las hacían llegar a un jugador que calzara el mismo pie que el profesional, un juvenil, pongamos por caso, y este entrenaba y jugaba con ellas durante un par de semanas, hasta que llegaban, ahormadas y engrasadas, a su dueño legítimo.

Este sistema de vasallaje en el universo del calzado deportivo tenía su razón de ser en el pasado, cuando las botas se fabricaban con materiales menos refinados, que podían resultar incómodos en los primeros usos (unos materiales, dicho sea de paso, que convertían las botas en mucho más resistentes, duraderas y eficaces que las de ahora, para el golpeo del balón y la protección del pie). Lo de ceder las botas era una especie de derecho de pernada vuelto del revés: el que estrenaba la cosa era el siervo de la gleba, el que disfrutaba de la virginidad del objeto.

Lo que está claro es que con esa cesión utilitaria del calzado se privaba al dueño de las botas de uno de los grandes placeres de nuestra vida: el estreno de unas botas de fútbol. El dueño final debía contentarse con el disfrute de su privilegio mayestático: conceder a otro el entusiasmo del estreno, en beneficio de sus regios pies, que no sufrirían, por razón de su sangre azul y de su hemofilia hereditaria, una escocedura en la piel, y no digamos una ampolla. El sumo placer se obtenía por renuncia al sumo placer, como si se tratase de un ejercicio de ascesis en tiempo de los cátaros.

Hoy en día la mayor parte de las botas son blandas, de materiales plásticos, y solo las carísimas se fabrican con piel. Estoy convencido de que con las botas antiguas (al menos con los materiales que se empleaban y con la calidad artesana del objeto) se evitarían hoy algunas de las lesiones que se producen en los pies, a veces muy difíciles de curar. Tal vez se ha ganado en flexibilidad, en comodidad, en ligereza, pero se ha perdido en protección.

(También soy zapatero remendón cuando hace falta. Me encantan los cubiles de los zapateros, con su olor a piel y cola, con su acumulación de zapatos desparejados, como los exvotos de una iglesia terrenal, con sus máquinas de coser y fresar, y a veces pienso que los escritores somos los remendones del lenguaje, los que devolvemos a la vida de todos los días, con nuestras puntadas, las palabras rotas.)

Hoy ya nadie, que yo sepa, da sus botas nuevas para que las dome un jugador de las categorías inferiores del club. Incluso las estrellas mundiales se permiten estrenar modelos especiales y personalizados, para partidos concretos: las botas de Messi para la final de la Champions, las botas de Ronaldo para la Supercopa de Europa, etc.

A esta gente les regalan todo el material, por supuesto, además de cobrar millonadas por utilizar los productos de determinada marca. Esa suerte de sueño de todo jugador adulto —que a uno le regalen las botas de fútbol y que además le paguen por ponérselas—, cuando se cumple, destroza el sueño de estrenar botas de fútbol, porque quien puede estrenar botas de fútbol todos los días no siente el éxtasis de estrenar botas de fútbol de vez en cuando.

Las botas de fútbol, como todo lo que tiene importancia en la vida, han de comprarse y estrenarse con algo de sacrificio: con el propio o con el de los padres que las compran. El lujo, para alcanzar su condición, debe estar un poco por encima de las posibilidades de quien se permite el lujo. De lo contrario, deja de ser un lujo, algo ocasional, para convertirse en una costumbre: y la costumbre del lujo es una costumbre, pero deja de ser un lujo verdadero. Las botas han de llegarnos como algo extraordinario. Ha de tratarse, para entenderlo en todo su significado, de una demasía.

No me imagino a Messi, a Cristiano y a toda la caterva de estrellas sintiendo la epifanía celebratoria de estrenar unas botas nuevas cada vez que estrenan unas nuevas botas. Algo sí sentirán, porque todo estreno transmite una emoción natural por sí mismo, incluso cuando el estreno no supone la excepción a la costumbre; pero no podrán sentir la plenitud absoluta del estreno. Su sensibilidad está anestesiada por el éxito y por la facilidad con la que obtienen las botas, ese poderoso objeto totémico del universo del fútbol.

Las botas de hoy en día (aunque nunca ha habido tantas botas diferentes y tan baratas) son carísimas. Casi todo el mundo quiere las mejores, o, al menos, las de mejor apariencia en la publicidad. Sobre todo los niños, que aspiran a calzarse las botas de los ídolos: y que suelen acercar al satori por unos trescientos o trescientos cincuenta euros de nada.

(A menudo, las estrellas que las publicitan no saben lo que cuestan sus botas, y si tuvieran que pagarlas de su bolsillo se llevarían las manos a la cabeza, como le pasó a Miguel Induráin, cuentan, la primera vez que fue a comprarse una bici, después de retirarse del ciclismo profesional.

¿Me quiere usted decir —dicen que le dijo Induráin al empleado de la tienda que le atendía— que esta bicicleta vale veinte mil euros? ¡Joder, pero si solo es para ir en bicicleta por los alrededores de mi casa...!)

El verano pasado me compré unas nuevas botas de fútbol, para las pachangas veraniegas que de vez en cuando juego en Náquera con los amigotes, y de las que siempre sale alguien con un tirón, con un dedo del pie morado o con alguna lesión más importante.

Me compré unas Umbro de imitación de piel, porque las que tenía, unas de la marca blanca de Decathlon, me hacían con los tacos derrames en la planta del pie, unos hematomas penitenciales que daba pena verlos, y que me postraban en el sillón con lamentaciones nazarenas.

Mi mujer, que piensa, con toda la razón del mundo, que ya estoy muy mayor para hacer tonterías futbolísticas, no se explicó para qué necesitaba unas botas nuevas, si las viejas estaban relucientes, ya que solo las utilizo dos o tres veces al año para pegar unas cuantas patadas al balón. Le hablé de la liturgia del estreno, de la eucaristía de los partidos, de la gloria inmediata e intransferible que supone marcar un gol.

Se me quedó mirando sin terminar de dar crédito a lo que escuchaba. No me dijo ni una sola palabra de censura. Ahora bien, su mudez me produjo una enorme tristeza metafísica por el paso del tiempo, y por la incomprensión que a veces manifiestan quienes más queremos hacia los grandes asuntos de la humanidad.

No obstante, de aquel marasmo existencial vino a sacarme el estreno de mis nuevas botas de fútbol.