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Está claro que detrás de cada uno de nosotros respira un enteradillo, y que detrás de cada enteradillo se esconde un seleccionador nacional. Esto lo aprenden los niños en el colegio, durante los primeros cursos de Primaria.

A mí creo que me lo explicaron en preparatoria de párvulos, en el Colegio de los padres Dominicos de Valencia, pero es que entonces los planes de estudios eran distintos. Tengo la impresión de que hemos empeorado año tras año, reforma educativa tras reforma educativa, aunque detrás de cada español también hay un ministro de Educación y Ciencia, con sus ideas tajantes acerca de cómo se debe educar a los españoles.

Lo cierto es que me encantaría ser seleccionador nacional. Aunque fuese nada más que durante, pongamos por caso, quince días, para enfrentarme en partido amistoso a dos potencias históricas: Chipre y Andorra, por ejemplo. O las islas Feroe y Gibraltar.

Algunas veces, antes de dormirme, imagino uno de los momentos más sublimes que puede vivir un aficionado al fútbol: el instante de dar a conocer, en rueda de prensa, urbi et orbi, la convocatoria. Qué no daría yo por poder hacer mi propia convocatoria, mi selección española.

A menudo le hago la rueda de prensa a mi hijo, y después él me la hace a mí. En justa compensación paternofilial, como si fuésemos Molowny o Kubala (en mi cosmovisión vetusta), y Del Bosque o Luis Enrique (para su bendita memoria sin demasiados lastres).

Me siento en la mesa del comedor y él se pone enfrente, con cara de periodista inquisitivo, de enemigo crítico del seleccionador nacional español.

Enciendo la alcachofa de un micrófono imaginario y pongo cara de pocos amigos, saludo a los informadores llegados hasta la sede de mi casa, la Federación Española de Fútbol Marzaliano, y comienzo a dar la lista. Porteros, tal y tal y tal. Defensas, este, este y este. (Rumores entre los corresponsales de las cadenas de televisión, entre los plumillas del Marca, y el Súper, y el Sport, y las demás revistas de ciencia ficción deportiva.) Delanteros, aquel, aquel, y el de más allá.

Y luego me callo, y se abre el turno de preguntas, a las que voy contestando con suficiencia pontificia, porque para eso soy el seleccionador y sé lo que hay que hacer.

El momento de anunciar la lista de convocados representa también un absoluto de naturaleza sentimental: es la declaración de intenciones, la declaración de amor universal hacia los preferidos, que pueden estar en La Coruña y en Londres, en Milán y en Tarragona (porque seguro que me permito la extravagancia de convocar algún jugador de Segunda que esté en forma, puesto que no hay ninguna razón para que, hoy en día, algunos buenos jugadores de Segunda, en forma, no estén al nivel de los de Primera, cuya única diferencia es que juegan en equipos de Primera, rodeados de los mejores, y esa será una de las características distintivas de mi mandato imperial, de manera que se me conocerá como Marzal, el Compasivo; Marzal, el Filántropo; Marzal, el Audaz).

Durante la duermevela de la noche anterior me regodeo en la energía concentrada en los momentos previos al anuncio de la convocatoria, en la conjunción de radiactividad que provoca toda inminencia de ese calibre. Los jugadores, desperdigados por el mundo, en sus clubes, permanecen en vilo, como los padres de los jugadores, como las novias de los jugadores, como los presidentes de los clubes en que juegan los jugadores, como los fisioterapeutas de los clubes, como los empleados de seguridad de los clubes, como los camareros de las ciudades deportivas en que entrenan los jugadores, como los jardineros que cuidan el césped en los campos de fútbol en que entrenan los jugadores.

Es difícil calcular, en Caballos de Vapor Afectivo, cuánta fuerza se libera en el mundo ante el anuncio de una convocatoria de la selección española de fútbol (máxime si es Marzal, el Sorprendente, quien la realiza). Miles de CVA en cada una de mis ruedas de prensa, millones de Caballos de Vapor Afectivo dispersos por el mundo, engendrando sorpresa, admiración, locura.

Después de darle la rueda de prensa a mi hijo, mi hijo me la da a mí. Yo, como soy su padre, me muestro en actitud condescendiente de gran gurú de la prensa deportiva, curtido en mil batallas y con el pecho repleto de condecoraciones, entre ellas la laureada de San Fernando.

Al final, como suele ocurrir, la convocatoria de mi hijo no difiere de la mía más que en uno o dos nombres; pero en ello radica la esencia del asunto: en los detalles, en las minucias, en las pequeñas diferencias que solo sabemos percibir los profesionales del mundo del fútbol.

Las cosas se van a la mierda por no saber percibir esas sutilezas nominales (Zutano en lugar de Mengano, para el lateral izquierdo; y Perengano en lugar de Turengano, para tercer portero), sutilezas que nunca son nominales nada más, sino que entrañan toda una visión del mundo distinta.

Si las decenas de millones de seleccionadores nacionales que existen en el país —por hacer un cálculo aproximado— hiciesen su equipo ideal, su convocatoria, esos equipos diferirían en tres, cuatro, cinco nombres a lo sumo, y sin embargo todas esas decenas de millones de infalibles expertos otorgan a «su» selección unas características diferenciales absolutas, en especial por el hecho de ser «su» selección.

El carácter íntimo e intransferible de la propiedad se acentúa mucho cuando uno se convierte en responsable del equipo nacional español.

Tres, cuatro, cinco jugadores jugando a la vez en el mismo equipo pueden suponer un equipo completamente distinto, claro está (a veces basta con uno; a menudo basta con uno); pero lo lógico es que no todos esos jugadores diferentes que cada cual se llevaría, en lugar de otros, jueguen a la vez. Algunos los llevaríamos para jugar, y otros para corroborar nuestra personalidad díscola y juguetona, nuestra concepción originalísima del juego.

He observado que las diferencias entre selecciones reales y selecciones posibles, entre convocatorias efectivas y convocatorias virtuales, solo se establecen en las derrotas. La victoria sanciona la elección de jugadores, por mal que se juegue, mientras que las derrotas, por bien que se haya jugado, ponen todo en tela de juicio.

¿Y si hubiera jugado Zutano, y no Mengano? ¿Y si se hubiera arriesgado a contar con Turengano, en vez de con Perengano? Ahí radica la verdad profunda del asunto.

Dicen que uno de los grandes éxitos de Luis Aragonés como seleccionador nacional consistió en dejar fuera de la selección a Raúl, que emponzoñaba el clima del vestuario, trataba de mandar más que los entrenadores y dictaba las órdenes de juego. Quién sabe. Lo dejó fuera de la Eurocopa que España ganó, en contra de los sectores madridistas de la prensa, y estando en mejor forma entonces que otros que sí fueron.

Si hubiera ido y España hubiese ganado, nadie le hubiera reprochado a Luis que formase parte del equipo. De igual manera que el hecho de ganar la Eurocopa ha terminado por convertir en legendaria la decisión de apartarlo de la selección, porque la victoria, como sucede en la guerra, es la que escribe la Historia de los pueblos.

Lo único que no se habría soportado habría sido que Luis cediese a las presiones del madridismo, hubiera convocado a Raúl y España hubiese jugado de manera desastrosa. Y es que todos los desastres despiertan de repente a los profetas retrospectivos. Los del ya lo dije yo, los del ya lo anunciaba yo, los del otro gallo hubiera cantado si se hubiera hecho lo que pensaba yo.

La única vez en que he escrito algo para el Marca (una gloria mundanal que estuve restregando por la cara a todos mis amigos escritores y futboleros durante bastantes meses: «Yo soy un escritor de masas, no como vosotros; soy el Evtuchenko de la sutileza futbolística») fue con motivo de la Eurocopa de 2008, la que ganamos.

Se me solicitaba una predicción sobre el papel de España, justo lo único que no se debe hacer nunca en asuntos de fútbol. La hice. El llamado Sabio de Hortaleza, dejando a un lado su innegable sabiduría futbolística, siempre me ha parecido un personaje del TBO, el abuelo Cebolleta de mis lecturas infantiles, con todas sus famosas salidas de tono. Un tipo atrabiliario muy español, de esos que hacen carrera en nuestra patria en función de lo extemporáneas que sean sus declaraciones y sus anécdotas. Como Cela en el ámbito literario, y sus exabruptos, y sus supuestas habilidades para absorber agua por el culo sentándose en una palangana, y todas esas cosas.

Lo cierto es que no confiaba mucho en las capacidades de Luis. Cuando estuvo de entrenador en Valencia no hizo nada demasiado destacable, salvo, según se contaba en la ciudad, cerrar el Casino Monte Picayo durante todas las noches de la semana (algo que, por otra parte, me lo hace muy simpático). Mis amigos valencianistas más entusiastas y sabios —como Rafa Lahuerta y Paco Lloret— me afean este juicio acerca del Sabio de Hortaleza, porque mitifican la temporada 95-96, cuando Luis se hizo cargo de un Valencia descarriado, y a punto estuvo de ganar la Liga.

En cualquier caso, escribí en el Marca que yo me hubiera llevado a Raúl, a pesar de los pesares. Después la cosa acabó como acabó. No se puede uno investir de oráculo de Delfos, de profeta milenarista, sobre todo en el fútbol. Qué mierda, con lo que me gusta profetizar y emitir oráculos de intrincada hondura.

Todos los seleccionadores que he visto a lo largo de mi carrera de seleccionador invisible mueren de la misma enfermedad deportiva: por ser fieles a unos jugadores que los han sostenido durante un tiempo, pero que no son los que en mejor forma están más tarde. Se trata de una fatalidad histórica. Clemente, Camacho, Luis, Del Bosque, y los restantes.

A todos les puede más la memoria que la capacidad de riesgo, el conservadurismo antes que la visión de futuro, y no es de extrañar, porque los entrenadores viven únicamente de los resultados, y suelen fiar su suerte a su guardia de Corps, a sus pretorianos.

Se trata de un mal cíclico y forzoso. El viejo entrenador perece por fidelidad sentimental a sus jugadores en decadencia. El nuevo entrenador irrumpe con energía, cambia la mayor parte del equipo, crea su guardia real, y fallece más tarde por fidelidad temeraria a esos miembros que él convirtió en guardias reales. Y así hasta el infinito.

Pasa en las selecciones de todos los países y en casi todos los equipos del mundo. Es la ley de la entropía futbolística: los entrenadores tienden al caos.

Para ser seleccionador habría que ser un poco desmemoriado de las glorias obtenidas, y un poco desagradecido con quienes nos llevaron a alcanzar dichas glorias. Así pues, me temo que yo también sería conocido como Marzal, el Ingrato. Marzal, el Sanguinario. Marzal, el Saturniano, el Devorador de sus hijos.