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No sé cuántos ejemplares lleva vendidos la autobiografía de Iniesta, ni cuántos venderá, pero seguro que muchos miles menos de lo que sería razonable suponer. Me encantaría que se vendiesen cientos de miles en España, por sus editores sobre todo. Sin embargo, los cálculos que algunos pueden hacerse sobre el asunto lo más probable es que resulten erróneos.

La ecuación siguiente, en el universo de los libros —en el universo de la venta de libros—, siempre es absurda: si Iniesta es un jugador conocido en todo el mundo, admirado por millones de espectadores en los cinco continentes, lo lógico sería que al menos un cinco por ciento de sus admiradores, como poco, sintiera interés por leer un libro en donde cuenta su vida y cómo llegó a convertirse en el individuo que es. Sin necesidad de excedernos en nuestro optimismo, en España deberían venderse seiscientos o setecientos mil ejemplares, y varios millones en el mundo de la lengua española (por no incluir las traducciones a casi todos los idiomas mayoritarios). Pero me temo que no sucederá así.

A la hora de la verdad, a los espectadores, a los admiradores, a los conocedores les supone un dolor de muelas ir a una librería, comprar un libro sobre aquello que se supone que los entusiasma, y ponerse a leerlo. Por lo general, a la gente le suele parecer una buena idea que haya quien escriba, siempre y cuando no le obliguen a leer lo escrito.

Cuando reuní, como editor literario, hace unos años una serie de textos taurinos en el volumen Sentimiento del toreo, no me hice muchas ilusiones acerca de las ventas, pero la realidad fue aún más decepcionante que mis escasas ilusiones. Se podría pensar que si los toros cuentan en el mundo con algunos millones de aficionados (muchos menos, claro está, que el fútbol), al menos unos cuantos miles podrían estar interesados en comprar un volumen con artículos de Vargas Llosa, de Brines, de Ramón Gaya, de Felipe Benítez, de Claudio Rodríguez y de muchos más grandes escritores. Lo cierto es que la primera tirada, de unos pocos miles de ejemplares, no se agotó, y por consiguiente el libro no se ha reeditado.

Se podría argumentar que una cosa son los toros y el fútbol, y que otra muy distinta lo que se escribe acerca del fútbol y los toros. La verdad es que así lo sienten, según parece, la mayor parte de los espectadores, a tenor de cuáles son las cifras de ventas de los libros que tratan sobre estos asuntos.

Pero el caso es que el fútbol y los toros son lo que son en buena medida por la leyenda que los envuelve, por su esencia narrativa, por su aire legendario, que se ha transmitido de manera oral, de boca en boca, y también, por supuesto, por escrito. Esta circunstancia suele traer sin cuidado a la mayoría de los consumidores de esos entretenimientos, pero su descuido no cambia la naturaleza de los hechos: sin literatura que engrandezca el deporte del fútbol y el ritual de los toros, ni lo uno ni lo otro adquieren su auténtica importancia. Está claro que estas reflexiones importan un carajo a las multitudes taurinas y futboleras, pero eso no les quita ni una brizna de verdad.

A la gente le suele hacer gracia que existan escritores, incluso conocerlos (sobre todo cuando ganan un premio, o salen en televisión, o aparecen en alguna entrevista de los periódicos, o todo juntamente); pero ese contento les dura poco, o al menos repercute poco en su aparato motriz, que es el aparato que debería llevarlos hasta una librería, guiados por la curiosidad, para comprar algún libro del escritor que conocen.

Nunca sucede así. Una vez conocido el escritor, pasa a formar parte del museo de curiosidades de cada cual, y se permanece a la espera de que el autor regale su libro. Un libro que, por regla general, si llega a ser regalado, no será leído, porque la gente no tiene tiempo para nada, y menos para leer.

Por lo que me ha enseñado la experiencia, el conocimiento de que alguien cercano escribe libros se acostumbra a encajar con una sorpresa entrañable. Joder: el vecino es poeta. Joder: el marido de Ángeles escribe novelas. Joder: Marzal, el de clase, resulta que ha salido en el periódico. Una sorpresa que, por supuesto, no representa ningún compromiso de lectura. Enhorabuena, pero es que yo no soy muy de leer, te dicen algunos. Y no pasa nada. Yo tampoco soy muy de hacer leer a nadie lo que escribo.

En mi ingenuidad, pensaba en mis primeros años de escritor que, si yo me enterase de que, por ejemplo, un compañero de trabajo, en sus horas libres, hacía mantones de Manila de forma más o menos profesional, se me despertaría la curiosidad de ver esos mantones, y que le regalaría uno a mi mujer, pongamos por caso. Llevando ese razonamiento falaz hasta su extremo, creía que si mis compañeros de instituto, cuando yo trabajaba como profesor de bachillerato, se enteraban de que escribía libros, un buen porcentaje de ellos sentiría la curiosidad de leerlos. Pero a la hora de la verdad, solo dos o tres padecían dicho impulso.

A casi todos mis compañeros, estoy seguro, les alegraba tener un conocido escritor, pero esa alegría no acostumbraba a tener la fuerza suficiente para gastarse el dinero en los libros que escribía. El hecho de tener rondando cerca de nosotros a un escritor —parece que pensaban mis compinches laborales— constituye una circunstancia exótica, pero solo eso, como constituye una circunstancia exótica que un primo segundo tenga un guacamayo. Ahora bien, no por eso nos vamos a comprar un guacamayo o una guía ilustrada de aves exóticas escrita por un primo segundo.

Este libro, si tenemos en cuenta la cantidad de millones de aficionados al fútbol que hay en el universo, y el hecho incontrovertible de que explica a esos millones de aficionados la razón última de por qué les gusta el fútbol, debería convertirme en multimillonario, cuando el éxito de la edición española empuje a centenares de editoriales de todo el mundo a traducirlo. (Además, yo sería un multimillonario espléndido, nada ostentoso, uno de los que da gusto ver, y me dedicaría a dar fiestas para los amigos, que durasen varios días, en mi villa de la costa de Valencia, y apadrinaría a artistas sin fortuna, y me entregaría a la filantropía más o menos indiscriminada a tiempo completo.)

Pero no creo que suceda así, por una razón profunda, de carácter metafísico: la gente no tiene tiempo para nada. Y menos para leer libros. (Salvo en verano, una época en donde a la gente se le despierta el apetito de leer trilogías noruegas de varios miles de páginas.)

Ni siquiera tiene tiempo para leer magistrales libros futbolísticos que aclaran sus pasiones y conceden la clave de la felicidad eterna. Porque este libro, en el fondo, es un libro de autoayuda. Nada hay tan provechoso para librarnos de nuestros demonios como pegar patadas a un balón, aunque sea a través de terceros.