La otra noche, cuando Carlos acabó el entrenamiento en Villarreal, apagaron todas las luces de la Ciudad Deportiva, salvo unos cuantos focos y farolas muy débiles, para que no tengamos que andar a oscuras. Estábamos a veintitantos de octubre, casi en noviembre, y cantaban las cigarras todavía a las nueve de la noche, escondidas en los campos de naranjos que rodean las instalaciones de Miralcamp.
Estaban los alrededores en silencio cuando caminábamos hacia el coche, y solo se oía la salmodia del cri, cri, cri. Nos hallábamos más cerca del invierno que del verano, pero las cigarras no querían darse por enteradas.
Me encantan esos paisajes imprevistos de extrarradio, en la penumbra, como los perfiles de las fábricas, como el horizonte de los contenedores apilados en los muelles. ¿Hay quien no siente la emoción extraña de las cementeras, de los tinglados, de las naves industriales vacías? Existe algo que sobrecoge en todo ello, como si de repente, al quedarse a oscuras, nos permitieran acceder a un secreto que durante el día, o con la luz eléctrica, permanece invisible.
Mientras andábamos por el aparcamiento a oscuras, trataba de que mi hijo reparase en ese tipo de detalles felices, convertido yo para siempre, seguro, en una suerte de abuelo Cebolleta lírico, a través de los imprevistos paisajes del fútbol.
La suma de minucias que rodean aquello que nos gusta es la esencia de aquello que nos gusta. Decimos que nos gusta alguien, pero en realidad se trata de una generalización, para abreviar, para no tener que proceder a la enumeración de todas las cosas que nos gustan en alguien.
A veces, a riesgo de convertirme en un pelma, trato de hacer que mis hijos reparen en lo sublime de algunos momentos: durante los viajes, en mitad de las celebraciones, en las comidas gloriosas, en las epifanías domésticas (en la casa de Serra, por ejemplo, en invierno, cuando estamos tumbados todos en los sofás, mirando la estufa encendida), al escuchar cierta música. Trato, en definitiva, de detener el tiempo para ellos, por así decir, de fijar en su conciencia lo que considero maravillas de la realidad, aun sabiendo que ni el tiempo se detiene, ni su conciencia almacenará lo que yo quiero, sino lo que a ellos les venga en gana, lo que a ellas (a sus conciencias) les apetezca rescatar.
Algunas mañanas, cuando hemos llegado muy temprano a los campos de fútbol, a las siete y media u ocho de la mañana, y están los aspersores del riego encendidos, y cae el agua entre la bruma, he sentido también que se abría por unos segundos una grieta de conocimiento en el paisaje, en la vida. Una grieta por la que nos asomamos, sin tiempo para ver del todo lo que hay más allá. Una grieta que se cierra de sopetón y que nos deja como antes: asombrados, dubitativos.
La otra noche, cuando cantaban las cigarras en Miralcamp, su insistencia parecía la confirmación de que el mayor placer verdadero consiste en la suma de placeres menores.