Desde hace muchos años escribo una vez al mes una columna muy libre sobre asuntos relacionados con las artes plásticas. Siempre he sido un polizón satisfecho en ese mundo. Un polizón con el único apetito de los polizones: que no lo descubran y lo echen por la borda. Un indocumentado feliz. En el mundo del arte, tan idólatra, por lo general idolatran el discurso —incluso la simple cháchara— de manera que no resulta raro que permitan las intrusiones de un escritor. El hecho de que me consientan reflexionar a mí, sí que puede tomarse como una extravagancia, máxime cuando mis ideas suelen estar desprovistas de los prejuicios canónicos de la crítica de arte más o menos contemporánea.
Hace unos años, el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) me encargó, para un catálogo, un texto sobre el estupendo escultor Alberto Bañuelos Fournier. Sus piedras y hierros son mágicos. En la cena de la inauguración, conocí a Rafa Sierra, el comisario de la muestra. Nos caímos muy bien. Durante la cena de rigor, después del acto, me invitó a escribir en la revista que dirigía por entonces: Descubrir el Arte. Me inventé una sección que se llamaba «Delirios bajo control».
Escogía una pieza del universo del arte (un cuadro, un edificio, un objeto de diseño, lo que se me antojara) y escribía sobre ella. Colaboré durante años para la revista, hasta que Rafa dejó la dirección. Me ofrecieron seguir, pero como Rafa quería abrir una nueva revista, decidí embarcarme, por fidelidad, en sus proyectos futuros. Pasamos algunos años en el limbo —un par, creo—, hasta que fundó la nueva etapa de la revista Capital Arte, a mitad de camino entre el boletín de subastas para coleccionistas y la revista de artes plásticas. Mi nueva colaboración se llama «El coleccionista imaginario». Como es fácil de suponer, escojo un objeto de coleccionismo —un cuadro, un edificio, un objeto de diseño, porque todo es coleccionable, sobre todo para la imaginación— y escribo lo que se me antoja.
Es una de las actividades profesionales que más disfruto. Me encanta apropiarme durante unas cuantas líneas (alrededor de quinientas palabras) de algo bello, y divagar. La divagación, en el ámbito de la escritura, es la actividad que me resulta más interesante. Creo que es cosa de temperamento. Trabajaría gratis para la revista, aunque confesiones así no se deben hacer nunca, porque los directores de los periódicos y las revistas se las toman al pie de la letra. Conseguir que te paguen por algo siempre resulta difícil, pero conseguirlo por escribir constituye una heroicidad. Lo más frecuente es que el mundo entero considere que la literatura es una afición espiritual de unos cuantos, y que el hecho de publicar los resultados debería considerarse como un favor que se les hace a los que se entregan a dicha afición. Parece exagerado y cómico, pero es poco más o menos eso lo que la gente piensa, y, sobre todo, los resultados efectivos de dicha manera de pensar.
El otro día publiqué este texto, después de la muerte de Johan Cruyff.
EL COLECCIONISTA IMAGINARIO
Lo mejor de la imaginación es que nos permite los caprichos que no podemos permitirnos. Mis adquisiciones solo tienen un límite: el no tener límite ninguno.
(Foto de la camiseta de Johan Cruyff, con el número 14, Ajax, Museum de Ámsterdam)
Para no morir del todo
La lectura de Shakespeare y Cervantes representa una de las grandes experiencias de la vida: lo admito. Son dos compadres gloriosos, y uno no se los termina nunca, sirven para todas las épocas del temperamento, y con ellos ríes y lloras, y nunca te aburres ni estás solo. Eso lo tengo claro. Algo parecido pasa con Velázquez, y con Rembrandt, y con Picasso: hay algo de lo humano esencial que supieron ver siempre, los muy cabrones. Estaban en el secreto, y, tuvieran la edad que tuvieran, sabían pulsar la tecla que nos emociona, que nos conmueve. No seré yo quien diga lo contrario.
Viajar por la tierra resulta interesante, y ver pirámides, y palacios, y contemplar puestas de sol desde la orilla del mar, y conocer a gente que habla otros idiomas y se cubre la cabeza con pañuelos de colores, y sentirse lejos de casa y melancólico. Ya sé que existe una universidad de la calle, y que algunas catástrofes del destino equivalen a un máster en sociología aplicada. Unas gotas de cosmopolitismo, sobre todo cuando uno es joven e impresionable, constituyen un ingrediente importante en nuestra educación sentimental. Me parece muy bien que nuestros hijos viajen y vean.
La música, degustada en solitario, de manera apolínea, en el recogimiento monacal de nuestra habitación preferida, es una fuente de felicidad. Y también experimentada en grupo, como un danzante loco más de la tribu, en homenaje al furioso Dionisos. La música, tan táctil como intangible, tan abstracta como corpórea, nos transporta hacia quién sabe qué lugares, porque nadie sabe muy bien en dónde está mientras está escuchando música. Esas reflexiones ya me las he hecho muchas veces.
Pero yo estaría dispuesto a cambiar todas las experiencias de los sentidos y la inteligencia, por la experiencia de la inteligencia y los sentidos consistente en haber podido vestir la camiseta, con el número 14, que Johan Cruyff vestía en el Ajax de Ámsterdam. La de la franja roja enorme entre dos franjas de color blanco, y el 14 en blanco también, a la espalda. Vestirla, siendo yo, pero disfrutando de todo lo que hacía que Cruyff fuera Cruyff, incluida la devoción infantil que le profesábamos los niños de mi generación cuando lo veíamos jugar. Vestirla con una transubstanciación épica y lírica absoluta, con la potestad de ser el contemplador y el contemplado, el ejecutante y el testigo eufórico de la ejecución. Lo daría todo por bueno, a cambio de ser Johan Cruyff y el niño que quería ser Johan Cruyff cada vez que yo jugaba al fútbol en el patio del colegio, en los campos de tierra en los que competíamos, en las calles de las urbanizaciones en donde veraneábamos, sin nada mejor que hacer que no fuese el hecho de soñar con ser Johan Cruyff.
Todo el mundo necesita una varita mágica, una capa protectora invisible, un ángel de la guarda, una espada láser, un conjuro divino. Yo tengo la camiseta de Johan Cruyff, en una vitrina del museo del Ajax de Ámsterdam, y desde allí me irradia energía. Todo el mundo necesita una fórmula para no morir del todo.