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Cruyff fue uno de los primeros jugadores profesionales en contar con un agente, con un representante: su suegro, Cor Coster, que era un hombre de negocios. Fue el primero en obligar a los directivos del Ajax a negociar con un especialista, en vez de hacerlo con el jugador, que suele ser más blando y maleable. Desde entonces ha llovido mucho, y hoy en día los niños vienen al mundo con su correspondiente representante, en previsión de que jueguen al fútbol algún día, en el futuro.

Yo no he tenido nunca agente literario, y creo que tampoco lo he necesitado, porque, aunque he escrito bastante (e incluso más de la cuenta), no he sido todo lo profesional que sí lo han sido otros amigos míos de la literatura, sobre todo los que se han dedicado casi en exclusiva a la novela.

Me imagino, por lo que he ido viendo en los escritores cercanos, que las relaciones con los agentes tienen algo de matrimonial, de amoroso, como tiene algo de amoroso y matrimonial todo lo que afecta a nuestra aventura íntima (la literatura) y a nuestro bolsillo (la escritura como un medio de vida).

La mayor parte de mis amigos (aunque no todos) han terminado rompiendo, o casi, las relaciones con sus agentes, decepcionados del trato que les han otorgado con los años. Pero es cierto que muchos de esos amigos —no sé si lo recordarán— me habían confesado, en los tiempos de bonanza, que sus agentes les habían cambiado la vida, y que jamás hubieran pensado en obtener el dinero que obtenían en adelanto por sus obras, ni en firmar unos contratos tan estrictos con sus editores. No es lo mismo ver las fotos del día de la boda, que las fotos del acto de conciliación, en los juzgados, durante los trámites del divorcio.

Supongo que es difícil separar lo afectivo de lo puramente comercial, en las relaciones comerciales y afectivas que se tienen con los agentes literarios y los representantes. Por lo común, tengo la impresión de que uno siempre espera ser especial para su agente, para su representante, no ser uno más, no ser un tanto por ciento del negocio, pero resulta difícil, en las relaciones comerciales, no ser ese tanto por ciento. Cuando el tanto por ciento es sustancioso, me imagino que también aumenta el porcentaje de la devoción amorosa que los agentes y los representantes sienten hacia sus representados. Esto siempre es así, y siempre será así.

Cuando uno le hace ganar a alguien cien veces más que otro, la inclinación amorosa que se siente por ese uno tiende a centuplicarse, se quiera o no. No se trata de que todo se reduzca al final a un balance numérico de ingresos y gastos, pero sucede así en un gran porcentaje de las relaciones. No dudo de que habrá gestos románticos en las relaciones de los agentes y los escritores, pero quienes se las permitan sostendrán su romanticismo en la solidez de otras buenas relaciones comerciales. Siempre es inteligente asegurarse el futuro de nuestro desprendimiento, mediante una saneada economía doméstica.

En el fútbol moderno, los jugadores fichan por un club o por otro según la habilidad, la inteligencia y las relaciones de sus agentes. Después tendrán que rendir y convencer a sus entrenadores, a sus seguidores, a sus directivos, pero la oportunidad de demostrar su talento suele provenir del talento de sus agentes para conseguirles la oportunidad de demostrarlo.

Cruyff fichó por el Levante en el año 1981, tras haber jugado en los Washington Diplomats. Parece ser que necesitaba dinero, después de haberse arruinado al haber invertido en un negocio de ganadería porcina. Pensar en Cruyff como empresario porcino constituye un disparate, y los disparates suelen acabar mal, como poco en la ruina económica.

La leyenda de aquellos años indica que el Levante tardó décadas en recuperarse de lo que tuvo que pagarle a Cruyff para que jugara unos cuantos partidos que no sirvieron para mucho. Se habló de que cobraba, además de unas cantidades fijas, un alto porcentaje de taquilla, y que hubo que poner a su nombre propiedades inmobiliarias del club. No sé lo que habrá de verdad o no en esos lamentos.

Aunque en sus memorias se retrata como un despistado absoluto con respecto a los asuntos financieros (su suegro le tuvo que abrir su primera cuenta bancaria), la imagen que se ha forjado de él en España es la de un águila que ganó mucho dinero a lo largo de su carrera. Tal vez se lo debió todo a su representante, a su suegro, salvo todo aquello que tuvo que hacer sobre el césped, y todo lo que tuvo que hacer fuera de él, para conseguir después ser sobre el césped quien llegó a ser.

En este género de relaciones es complicado que uno de los dos, o los dos por su cuenta, no piensen que han hecho por el otro más de lo que el otro ha hecho por uno. «Sin mí, no habría llegado a nada» es una frase más habitual que la de «Sin él, a nada habría llegado».

Qué buena escena de película sería la de dos tipos maduros, al final de sus carreras, sentados en un sofá, celebrando lo bien que les han ido las cosas, y diciéndose: «El uno sin el otro no habríamos llegado a nada, y míranos hoy, lo bien que nos ha ido en la vida, hemos sido un buen matrimonio literario, deportivo, para qué vamos a divorciarnos ahora, digámosles que nos queremos como el primer día».