La noche del lunes 14 de noviembre fue la de la superluna y la pude ver, después de haber estado nublado casi todo el día, en la Ciudad Deportiva del Villarreal, cuando se despejó el cielo. Después de acabado el entrenamiento de Carlitos, al apagar las luces de las torres de alumbrado, parecía un gran cañón teatral que alguien proyectase sobre nosotros. Muy blanco: una luna de millones de leds; porque la luna también ha adquirido conciencia energética y ha cambiado su antigua iluminación incandescente por una nueva de bajo consumo, pero de mayor rendimiento lumínico.
Le habían dado a esa superluna mucho bombo y platillo astronómicos, y, como suele ocurrir siempre que nos crean grandes expectativas, me terminó pareciendo que no era para tanto, al menos a simple vista. Lunas llenas espléndidas hemos visto unas cuantas ya, con redondeces anaranjadas, con redondeces de nácar puro, con redondeces salpicadas de grises.
La superluna de antes de ayer estaba muy bien, pero no sé si se hacía merecedora del súper, para todos aquellos que no somos especialistas en la observación lunar. Esperaba una luna gigantesca, amenazadora, una luna que nos metiera el miedo en el cuerpo, al mostrarnos nuestra pequeñez junto con la grandeza del universo, una luna que nos delatara, que nos pillara in fraganti en mitad de nuestras vidas, que nos acojonase. Y no fue, ni mucho menos, para tanto.
Algunos amigos aficionados a la observación con telescopios me mandaron por teléfono fotografías de la superficie lunar, con sus cráteres hostiles y gélidos. Estaban entusiasmados por la proximidad y por las posibilidades de ver todo con un detalle mayor. Todo es cuestión, sobre todo en este caso, del cristal con que se mire: del tamaño del cristal del telescopio con que se mire. Con la lente humana, con el cristal del cristalino, no fue una luna para dar saltos de contento. A lo sumo, para esbozar una sonrisa de complicidad satisfecha, al ver que la niña, nuestra querida luna, nuestra luminaria fiel, ha dado un estirón.
A la luz de la luna, me acordé en Miralcamp de la legendaria escena que contó Chaves Nogales en esa obra maestra de la narrativa española del siglo XX: Juan Belmonte, matador de toros. (Siempre me ha parecido una novela, la biografía de un pícaro que se convierte en héroe nacional gracias al toreo, un relato a la altura de cualquier otro de los relatos considerados como fundamentales en la historia de la literatura contemporánea española.)
Como casi todo el mundo sabe, Belmonte, de niño, cruzaba desnudo el Guadalquivir con un candil y la muleta en la mano, para ir a torear en el cortijo de Tablada. Junto a sus amigos, se adentraban en la dehesa, apartaban un toro y lo toreaban con esa escasa luz. Un día, al atravesar el río, el candil se les apagó, y tuvieron que torear a la luz de la luna.
Se me ocurrió que habría sido bonito que el entrenamiento del lunes lo acabaran tocando el balón a la luz de la luna, como Belmonte. La leyenda indica que el estilo belmontiano, que cambió para siempre la forma de torear, con su quietud, con su cercanía al animal, con su invasión de los terrenos del toro, se debió a la necesidad de torear cerca del candil que iluminaba la escena. De la necesidad se hizo virtud; y no solo virtud: se hizo un estilo, una manera de estar en el arte, que es una manera de estar en la vida.
Jugar al fútbol a la luz de la luna habría provocado que los jugadores redujeran espacios y tocasen en corto, para no perder el balón de vista, que se movieran y desplazasen en espacios muy reducidos. En realidad es así como entrenan, con el sistema holandés que Cruyff y los de la Naranja Mecánica practicaron, pusieron de moda e importaron después a España y al mundo.
Hoy en día, casi todos los equipos del planeta basan la mayor parte de su entrenamiento en el juego en campos muy reducidos, con pocos toques: control y pase; pase al primer toque; control, orientación y pase. Y sanseacabó.
¿Habría en la invención del sistema alguna razón externa que impusiese esa forma de entrenar? ¿Una falta de iluminación en los campos de juego? ¿La saturación de equipos entrenando a la misma hora y teniendo que compartir los campos? A menudo, las circunstancias físicas, las deficiencias a las que uno tiene que sobreponerse, terminan por configurar una filosofía, una forma de ser y de estar en el mundo.