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El otro día leí una entrevista con Carlos Valderrama, el legendario jugador colombiano que estuvo durante una temporada en el Valladolid, en 1991. El Pibe Valderrama. Era un centrocampista excepcional, con una capacidad fuera de lo común para hacer lo más difícil en el futbol del medio campo: generar con facilidad los pases de cualquier tipo, en corto, en largo, al primer toque, con dos toques, al espacio vacío, al pie. Nunca me expliqué por qué razón no jugó más en Europa, fichado por grandes clubes.

Tenía una imagen estrafalaria, con su melena rizada y teñida de rubio fosforescente. Poseía esa facultad de naturaleza musical de los más grandes centrocampistas: el dominio del ritmo del partido, del tempo de la jugada, el arte de saber acelerar o detener el movimiento, para que el juego se detuviera o se acelerase. A veces la aceleración que ralentiza, a veces la ralentización que acelera. La música callada del balón.

En la memoria colectiva de los aficionados españoles, estará ligado para la eternidad al legendario e insólito incidente del amasamiento de huevos al que lo sometió Míchel, mientras esperaban los dos dentro del área un saque de córner, durante un Real Madrid-Valladolid, en el Santiago Bernabéu. Míchel trató de provocar al colombiano tocándole los huevos varias veces, y Valderrama se dejó hacer con los brazos en jarras, sorprendido por el manoseo. La escena es divertida, por la insistencia, por la reacción de Valderrama: todo es teatral, y muy poco frecuente en los campos de fútbol. No hubo empujones, ni bofetadas, ni alboroto sistémico: fue una palpación urológica en medio del partido, un episodio de cine cómico, la irrupción de lo inesperado en mitad de lo real, que es uno de los caracteres que Henri Bergson atribuye a la risa.

Durante la entrevista, Valderrama confesaba que el asesinato de su compañero de selección, Andrés Escobar, en Medellín, diez días después de haberse metido un gol en propia puerta, durante el Mundial del 94, le cambió la manera de ver el mundo y le partió el corazón. No es para menos.

De repente, la irrupción de la peor parte de la realidad —esa que parece siempre irreal, que nos resulta siempre irracional— a raíz de un episodio del fútbol, por un simple lance desafortunado en un simple juego. Caer en la cuenta de que hay individuos capaces de matarte por una nimiedad. Comprender que las balas podían haber sido para ti.

A ese mismo episodio de la muerte de Andrés Escobar se refieren en la segunda temporada de la serie Narcos. Desde el punto de vista del narrador —un agente de la DEA que persigue al Escobar más famoso, a Pablo Escobar, el jefe del cártel de Medellín—, lo insólito, lo inesperado, lo grotesco no son en Colombia lo grotesco, lo inesperado y lo insólito, sino lo más probable.

De España podría decirse lo mismo en buena parte de los asuntos. Si estuviésemos armados, como en el 36, habría un simulacro de guerra civil de viernes a lunes, en la puerta de cada campo de fútbol, pero, por fortuna, somos un pueblo con menos facilidades que otros para poseer armas.

La serie Narcos me ha gustado. Posee momentos memorables, una interpretación magnífica por parte de casi todos los actores, una banda sonora excelente, un ritmo magnífico, a pesar de los meandros en que se demora el argumento, lógicos en esta clase de subgénero cinematográfico.

Hay algo que nos seduce y repugna a la vez en el personaje de Pablo Escobar, y no me refiero al hecho evidente de que en él, como en cualquier hijo de vecino, existen luces y sombras biográficas, porque eso resulta una simpleza de marca mayor. En un personaje de ese talante no existen verdaderas luces. Se trata de un monstruo sin demasiados matices: alguien que ha inundado de droga medio mundo, que ha mandado matar a cientos de personas, que ha colocado bombas en mitad de las calles, que ha destrozado las vidas de miles y miles de ciudadanos relacionados afectivamente con las víctimas. Que quisiera mucho a su mujer y a sus hijos, que adorase a su madre, que repartiera dinero entre los pobres de Medellín y construyera iglesias no representa nada en comparación con el ejercicio del mal absoluto. Hay un género de acciones que deshumanizan de una manera tajante, sin posibilidad de enmienda, sin perdón humano (para eso se ha inventado el perdón divino, para fingir que cierto tipo de actos son susceptibles de ser perdonados por algo que posee la virtud del perdón sobrehumano).

El problema de nuestra tolerancia y nuestro rechazo de los personajes a través de las narraciones estriba en la fuerza simpática que posee la ficción, en especial la cinematográfica. La ficción endulza, edulcora. La ficción es una droga empática. Sobre todo, a la hora de humanizar el mal. Para un espectador medianamente crítico, los malos de una pieza resultan risibles, inaceptables, pero los demonios ambiguos parecen familiares, cercanos, cuando por lo común los demonios son demonios, aunque se disfracen de vecinos de nuestro vecindario, con sus pequeñas bondades cotidianas.

Los sicarios de Pablo Escobar en Narcos tienen sus briznas de humanidad, su peso de carácter afectivo desde el mismo instante en que poseen su nombre de personaje en la ficción, y asistimos a sus intimidades (ríen, lloran, tienen hijos, novias, madres que los quieren); pero todo eso es nada en comparación con los policías anónimos que asesinan a sangre fría, y con el retroceso de dolor generalizado que esas muertes provocan.

El asesino que mató a tiros a Andrés Escobar, a la salida de una discoteca —ya fuese por el gol que marcó en propia puerta contra Estados Unidos, durante el Mundial del 94, o por un ajuste de cuentas en relación con las apuestas ilegales y las mafias del narcotráfico, como algunos dicen—, seguro que lloraba viendo telenovelas, y seguro que adoraba a sus sobrinos, y daba de comer a las palomas en los parques públicos. Seguro que en una película la ficción sería capaz de presentárnoslo como mucho más humano de lo que nos puede parecer después del relato de los hechos. Pero con eso cuentan los demonios.

Los diablos saben que a la ficción le gusta tanto establecer matices, gradaciones y tonos que ejerce al final de abogada de la defensa. De abogada del diablo. Por eso, como lectores también hay que saber protegerse moralmente de la ficción.