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Ha aparecido un vídeo de Dani Parejo, el jugador del Valencia, bailando en una discoteca, al parecer a altas horas de la noche, en compañía de un tipo borracho y grosero que dice una estupidez sobre el entrenador del equipo, Cesare Prandelli. Parece que, en la grabación, Parejo está, al menos, contentito, y que lleva en la mano una cachimba.

Cómo ha cambiado la intimidad biográfica: aquello que solíamos hacer sin que nadie lo viese, o que hacíamos para la vista de unos pocos. Ahora cualquier imbécil puede grabarnos haciendo cualquier cosa, incluido el acto de hacer el imbécil, y puede a los tres segundos subirlo a las redes sociales, convirtiéndolo en lo que no era. Lo privado se convierte en público apretando un botón.

Como el Valencia anda en horas bajas, tanto en el ámbito deportivo como en el societario, el asunto de la juerga de Parejo ha sentado muy mal a parte de la afición, siempre dispuesta a indignarse por el comportamiento privado de los jugadores cuando el equipo no gana ni juega bien.

El jugador ha pedido disculpas de una manera confusa y borbónica, valga la redundancia —Me he equivocado: no volverá a pasar más—, alegando que estaba en un día de fiesta, que no había partido ese fin de semana, que las fechas navideñas son muy especiales —se supone que propicias a la disipación—, que todos somos humanos, y que al fin y al cabo no había matado a nadie. Ni siquiera había matado un elefante, se podría añadir.

El acto de contrición de Juan Carlos I ha sentado un mal precedente, al menos por lo que respecta al acto de pedir disculpas en público. Además, disculparse a lo Borbón representa un topicazo sin atisbos de sinceridad. La gente que aspira a pedir perdón a la inmensa mayoría debería asesorarse, buscar un preceptor de Retórica. La literatura, aquí, también tiene mucho que enseñar al fútbol.

El supuesto escándalo pone de nuevo sobre el tapete el asunto de la responsabilidad moral —de eso estamos hablando, de moral privada y pública— del futbolista. En casi todos estos casos, los aficionados, casi siempre de vida poco ejemplar —como suelen ser casi todas las vidas—, se sienten con derecho a reclamar una conducta modélica y ejemplarizante en el jugador, casi siempre con un único argumento: no se les paga lo que se les paga para que hagan eso. Son asalariados del club, y representantes de un colectivo ciudadano, la masa social que apoya a dicho club.

Cientos o miles de borrachuzos y bailarines tambaleantes de fin de semana, cientos o miles de fumadores compulsivos, se han escandalizado de que Parejo haya aparecido en un vídeo fumando, bailando y bebiendo en una discoteca. Lo cierto es que el enfado es una estupidez mayúscula que enmascara la verdadera razón de dicho enfado: el Valencia está a un punto de las posiciones de descenso y juega muy mal al fútbol en las últimas temporadas.

Si uno se indigna por el hecho de corroborar, mediante un vídeo cuya difusión no se ha consentido, que un jugador de fútbol es capaz de fumar, beber y bailar, también debería estar indignado a toda hora por la posibilidad, sin corroboración, de que haga lo mismo en cualquier otro momento. Nada impide que un jugador cualquiera se drogue en privado, en el comedor de su casa, con todo tipo de sustancias psicotrópicas, pongamos por caso, y organice orgías diarias hasta la madrugada. Nada impide que un jugador se desayune con un puro habano antes de ir a entrenar y se inyecte una dosis de cocaína, a la manera de Sherlock Holmes en sus decaimientos espirituales. Si eso puede suceder, el hincha debería estar escandalizado de manera preventiva, porque al jugador no se le paga lo que se le paga para que haga esas cosas.

La única diferencia entre el comportamiento hipotético y el comportamiento corroborado es la existencia de una fotografía, de un vídeo, de un testigo que jura haberlo visto.

Pero la verdad es que a los jugadores se les paga para que jueguen, a ser posible bien, y que ganen los partidos. El resto pertenece al intangible universo —así debería ser: intangible— de la moral privada, y no al manoseado mundo de la moral pública.

Los futbolistas deben cuidarse, pero no para satisfacer el espíritu inquisitorial de la turbamulta, sino por el simple hecho de que pertenecen a un colectivo de atletas, y el que deja de ser un atleta, de estar en plena forma, juega mal. El acto de jugar mal, de no correr lo suficiente, de no estar en disposición de contribuir con destreza al juego, constituye el único reproche ético que se le puede hacer a un futbolista. La moral del fútbol, la responsabilidad moral del futbolista, es de naturaleza futbolística, nada más.

Allá cada cual con lo que haga en su tiempo libre. Si quiere perjudicarse y perder su mejor estado de forma, no es un pecado: el pecado es que ese perjuicio no le permitirá más tarde jugar bien, y en ese momento sí estará en pecado, al menos con respecto a una de las verdaderas leyes morales del fútbol.

Nadie se queja acerca de un jugador, acerca de su vida privada, cuando juega de maravilla y su equipo gana los partidos, aunque tal vez su vida íntima en ese momento sea un despropósito. Siempre se disculpa al gran jugador con vida poco ejemplar cuando los resultados deportivos son favorables.

Se tiende a argumentar que algunos deportistas necesitan cierto desequilibrio sentimental para alcanzar el equilibrio deportivo: sin algunas concesiones al desenfreno no lograrían su plenitud de ánimo, y, por consiguiente, no podrían rendir como es debido. Es el conocido «Síndrome de samba», en los ámbitos médicos especializados: algunos jugadores, sean brasileños o no, están necesitados, los pobres, de un régimen de vida carioca, con su mucho de música, de baile y de mulateo.

La verdadera responsabilidad moral del escritor es de naturaleza literaria: se limita al deber de escribir bien. El equivalente literario a la disipación del futbolista no es la disipación biográfica del escritor (tan famosa en muchos artistas pasados y presentes), sino, para algunos, su disipado comportamiento civil.

Así como al futbolista se le exige que cuide su forma física, al escritor se le suele exigir que cuide sus formas ideológicas: que defienda todas las buenas causas, que sea un ejemplo de vigilancia moral, que denuncie los abusos del poder.

Pero lo cierto es que todas esas supuestas responsabilidades del escritor son responsabilidades de segundo orden, responsabilidades, en todo caso, civiles.

Las verdaderas responsabilidades del escritor no son las del escritor, observado como ciudadano, sino las del escritor juzgado como artista. Las obligaciones absolutas del escritor se miden con respecto a su idioma, a la tradición literaria en la que se inscribe, al resto de los grandes escritores que le han precedido. La máxima responsabilidad del escritor es para con la escritura. Porque no se escribe para el lector, ni para la amada a la que van destinados los poemas amorosos, ni para el pueblo en guerra, ni para uno mismo, aunque se escriba para todos esos interlocutores: se escribe, en primer y en último lugar, para la infinita tradición de la escritura.

Si el poeta es un dipsómano contumaz, o un ladrón, o un fascista, o un pervertido, o un mal padre, o un santo laico, o un ángel de la guarda, son consideraciones que pertenecen, por así decir, al ámbito sociológico, pero no al literario.

Que los futbolistas jueguen bien, y que escriban bien los escritores. Después ya husmearemos en sus vidas, ya cotillearemos acerca de su conducta, ya nos pondremos santurrones e intolerantes con su comportamiento, porque sin juzgar a los demás desde la atalaya de nuestra superioridad ética el mundo no sería tan divertido.