Casi todos los asuntos del fútbol, como casi todos los asuntos de la vida que no pertenecen al fútbol, regresan con insistencia. Se trata del eterno retorno de lo idéntico, en su versión popular. Cada lunes regresan las mismas discusiones sin sentido acerca del arbitraje y su influencia en el resultado de la liga. Cada lunes vuelven las mismas elucubraciones acerca de la crisis de juego del equipo de turno al que se considera en crisis. Cada lunes reaparece el nuevo caso de violencia disparatada que hace replantearse a muchos la perversidad intrínseca del fútbol, cuando tal vez deberían plantearse la intrínseca perversidad ocasional del ser humano.
Por estas fechas, regresa cada año la polémica sobre dónde se debe jugar la final de la Copa del Rey, sobre todo porque durante todos estos últimos años la juegan el Barça, y a veces el Barça y el Athletic de Bilbao, con los ecos sociológicos que ello supone. Esta vez son el Barça y el Alavés. Catalanes y vascos, de nuevo, con las consiguientes monsergas inevitables de naturaleza política: política deportiva y política política, como Juan Ramón Jiménez hablaba de política poética o de ética estética.
El Barça siempre insiste en jugarla en el Bernabéu, para poder ganarla en casa del Madrid, y el Madrid, cada año, se inventa una ridícula excusa de carácter logístico, para que el Barça no pueda ganarla en su casa. Están de obras en los lavabos. Están replantando el césped. Hay un subgénero del chiste de temporada que consiste, en los últimos tiempos, en esperar a ver cuál será la excusa que el Real Madrid le da al Barça para no prestar su estadio.
A mí me parece muy bien que el Madrid no ceda su estadio, como me parece que haría bien el Barça en el caso contrario. Los símbolos son los símbolos en cualquier situación, pero en el caso del fútbol lo son de una manera sustancial, porque se trata de una actividad simbólica por excelencia.
Los once que juegan representan a una colectividad de miles de individuos, de cientos de miles, incluso de millones a veces. Simbolizan y resumen una historia deportiva hecha de victorias y derrotas, de logros y fracasos. Los equipos simbolizan ciudades, se quiera o no, pueblos, autonomías, lenguas, comida regional, paisaje para las vacaciones e incluso condición sociológica a menudo.
Por eso hay que ser celoso de los símbolos, de los lugares, de la historia. No se puede amar el fútbol y no amar lo simbólico, aunque no se sepa lo que los símbolos constituyen. Somos animales simbólicos y simbolizadores, y el que menos simbolizador y simbólico se crea, seguro que en el fondo lo es más que quienes lo aceptan y confiesan.
Lo de ceder tu casa a quien viene a darse el gustazo de refocilarse en ella puede ser buensamaritanismo evangélico, pero no cuadra en el universo de la simbolización futbolística.
Los padres de un amigo mío lo sorprendieron, cuando éramos jovencitos, follando con su novia en la cama del matrimonio, en pleno escándalo de rodeo festivo, con ella encima de él, cabalgándolo y haciendo aspavientos con mucho braceo y muñequeo, como si bailase sevillanas encima de su polla. Parece ser que les montaron un escándalo descomunal y los tiraron de casa a medio vestir.
Y fíjate —me decía él, boquiabierto—, todo el cabreo provenía de haber estado follando en su cama.
Se trataba, aunque no lo supiésemos entonces, de la importancia de los símbolos. De la importancia de mancillarlos o no. De preservarlos o no. Fornicantes animalitos simbólicos.