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El hecho de que el fútbol represente, sobre todo, un espectáculo lo convierte en un acontecimiento de naturaleza muy injusta. Se mire como se mire. Aunque la esencia de ese deporte sea jugar bien, el último objetivo es ganar. De manera que jugar bien para ganar de la mejor manera posible representa el resumen más completo del significado del fútbol. Y para ganar hay que marcar goles, alguno, porque si no se empata, y el empate significa siempre un mal menor, para quien debería haber perdido, y un bien también menor, para quien debería haber ganado, pero no ha conseguido hacerlo.

Por regla general, los goles y quienes los marcan hacen invisible el juego de equipo necesario para que esos goles se hayan marcado. Se invisibiliza el conjunto incluso para todos aquellos que saben y repiten que ningún gol podría haber sido marcado sin la colaboración de todos y cada uno de los jugadores del equipo. Sucede así, se quiera o no. Sucede así, se diga o no.

El gol ciega los ojos de los espectadores, incluso de los sabios. Incluso de los que afirman no dejarse cegar por el resplandor del gol. El astro gol. El astro sol. No puede suceder de otra manera, porque tenemos los ojos abiertos, y porque el gol es dorado, y resplandece, y siempre nos pilla desprevenidos, como una explosión, como el mayor de los fogonazos ante nuestra mirada incauta.

El fútbol también es una actividad de superficies, de superficialidades, de exterioridad, y se comporta de manera injusta con sus propias honduras. El gol es el hijo pródigo y mimado de la familia futbolística. Nos confunde a todos, incluso a quienes pretendemos estar por encima de toda confusión. Nos hechiza a todos, porque es la droga euforizante de efecto inmediato, por más que queramos ponernos reflexivos con respecto a la importancia máxima del juego de conjunto.

Sabemos que, para que un gol se marque, el portero ha de impedir que se lo marquen a su equipo, y que los defensas deben sacar jugado el balón, para dárselo de la mejor manera posible, y en las condiciones más ventajosas, a los centrocampistas, que a su vez elaborarán el juego hasta dejar a los delanteros en la mejor posición para que marquen el gol nuestro de cada día. Sabemos todo eso, pero siempre caemos en la trampa del gol, porque ver fútbol también es caer en la trampa, dejarse atrapar, permitir ser cegados por el incendio repentino del gol.

Se trata de una injusticia completa, pero no hay otra manera de disfrutar del fútbol. De ahí que un gran partido, repleto de ocasiones, de balones al poste, de dominio absolutista del terreno de juego, de sometimiento napoleónico del contrario, pero sin goles, nos deje decepcionados, compuestos y sin novio, el novio gol, el marido gol, el padre gol, el galán de la película.

Ocurre con el gol como con la belleza física. La belleza física es superficial: quiero decir que es un asunto de superficies, de resplandores, de exterioridad pura, aunque en la exterioridad de la belleza obren componentes de naturaleza espiritual también, porque somos un todo a través del cuerpo.

La belleza física de los cuerpos bellos comete una imperdonable deslealtad para con el funcionamiento interior de dicho cuerpo, pero resulta inevitable también, cómo la exterioridad del fútbol traiciona sin justificación las interioridades futbolísticas. Un cuerpo espléndido en su exterioridad necesita un funcionamiento espléndido en su interior. Pero nadie se enamora de un hígado. Nadie se pone cachondo ante un estómago (salvo algún internista, digo yo, o algún partidario del canibalismo). A nadie se le acelera el pulso ante unos intestinos (salvo, tal vez, algún coprófago, pensando en los frutos de esa víscera).

Sin embargo, sin el buen funcionamiento de los intestinos, del estómago y del hígado, no puede haber belleza exterior. Los enfermos pierden la belleza física (salvo para algunos cursis aquejados de romanticismo chirle, que entran en éxtasis ante la Dama de las Camelias). La belleza física es el gol de la belleza del mundo.

Estamos condenados a ser espectadores superficiales del mundo: del mundo del fútbol. Nos ciega su belleza, y por momentos nos impide ver más allá, pensar más allá, hacer justicia más allá de la belleza cegadora. La belleza súbita del gol.