La reflexión anterior me sugiere el dictado de una norma de cumplimiento obligatorio, y cuya infracción llevará aparejada la pena de diez años y un día de cárcel, más trabajos forzados y azotes en la plaza mayor de la ciudad, sometido el infractor al escarnio público.
Dice así: Los estadios de fútbol no deberán exceder jamás las veinticinco mil setecientas cincuenta y cinco localidades.
Ese es el tamaño humano de un campo de fútbol, científicamente comprobado por mí mismo en miles de experimentos. Más allá de esas cifras, el fútbol empieza a verse mal, como si uno asistiera al partido a través de un catalejo vuelto del revés.
Los estadios de menos de ocho mil doscientas cuarenta y dos localidades son una birria; y los de más de veinticinco mil setecientas cincuenta y cinco empiezan a convertirse en monstruosos.
No obstante, no tengo nada definitivo en contra de los grandes estadios de cien mil asientos, siempre y cuando yo tenga un pase que me permita estar, como poco, en la décima fila de la tribuna de preferencia.