El día alarga de forma considerable, y los entrenamientos de Carlos cambian, para quienes los vemos desde fuera del campo. Como empieza a entrenar a las siete de la tarde, todavía no lo hace con luz natural, pero ya se adivina que lo hará pronto. Dentro de un mes, más de la mitad del entrenamiento será con luz solar. Los benjamines del turno anterior ya entrenan sin necesidad de que se encienda la luz artificial.
El fútbol es una actividad para gente joven, incluido el hecho de ver los entrenamientos. Aunque la luz de las torres de iluminación no es mala, siempre me parece insuficiente. Asistir a los entrenamientos en invierno exige un esfuerzo visual de relojero. Los jugadores bailan en una suerte de penumbra lejana que obliga a forzar la vista y a tratar de adivinar quién lleva el balón. Los padres menos futboleros se extravían, no saben quién es su hijo y qué está haciendo. ¿Dónde está X? ¿Quién es ese que está en el suelo?, ¿es Z? En invierno, el fútbol resulta un fenómeno que ocurre al otro lado del campo, que es como decir que sucede al otro lado del mundo.
Pero cuando alarga el día y regresa la luz del sol, los entrenamientos se aproximan, el fútbol se vuelve un asunto de cercanías, y los jugadores recuperan sus perfiles, y los padres despistados vuelven a saber quién es su hijo y qué está haciendo.
La neblina húmeda que envuelve a los jugadores durante el invierno se disipa. El fútbol, ya lo sabíamos sus partidarios, representa una actividad solar, una forma de vitalismo.