El mercado veraniego de fichajes representa toda una escuela acerca de las profundidades del corazón humano. Y también acerca de las superficialidades.
Algunos jugadores que habían jurado amor eterno al club que los vio nacer, que los había formado desde niños, y cuyo escudo habían besado en miles de ocasiones y llevaban tatuado en el bíceps femoral, abandonan el equipo para fichar por el enemigo histórico, y entonces algunos aficionados se abren las venas en la bañera de agua caliente mientras escuchan el Réquiem de Mozart, y otros se arrojan desde las alturas de la arquitectura civil de su ciudad natal, y la mayoría maldice en público y en privado la traición del apóstata de turno.
Antes, en el Pleistoceno del fútbol, los jugadores empezaban a jugar con cinco años en el club de enfrente de su casa y se retiraban, treinta años después, en el mismo equipo, después de vestir la camiseta en seiscientas o seiscientas cincuenta ocasiones. El presidente le imponía la cruz de oro y diamantes del club al jugador, le daban una placa de plata Meneses con vaguedades laudatorias, lo invitaban a comer en un buen restaurante —en el menú, melón con jamón, cóctel de gambas, pollo a l’ast y biscuit glacé, regado todo con Paternina tinto—, y la gloria deportiva se marchaba a su casa, dispuesto a marchitarse en partidas de dominó con los amigos del barrio. Y así, poco más o menos, gloria local tras gloria local.
Ahora, los jugadores no suelen estar más de tres o cuatro años en el mismo equipo. Ni los alevines. Los profesionales, dirigidos por sus agentes y representantes, van y vienen, de España a Inglaterra, de Inglaterra a Chipre, de Chipre a Eslovenia. El futbolista que sobrevive tres años en el mismo club se gana la capitanía por antigüedad. Antes, para llegar a capitán, necesitabas haber estado en el primer equipo diez temporadas y haber visto pasar por allí a doce o trece entrenadores y a un par de presidentes como mínimo.
Los nostálgicos —que solo tienen nostalgia verdadera de un tiempo en el que eran más jóvenes, como hacen todos los nostálgicos— argumentan que todo fútbol pasado fue mejor. Sobre todo en lo que toca a la fidelidad a un equipo. No sé yo, la verdad. Es como argumentar que antes existía más amor verdadero, porque los matrimonios no se divorciaban. En especial porque no existía el divorcio.
Antes no había tanto movimiento de jugadores porque no era costumbre, porque no había tanto dinero para fichar (éramos pobres en general, no nuevos ricos, como ahora), porque solo fichaban a lo grande dos o tres equipos, porque había limitaciones respecto al número de futbolistas extranjeros. Por mil razones.
Seguro que muchos de los que se quedaron toda la vida en su equipo, si hubiesen podido marcharse para ganar más títulos y dinero, lo habrían hecho. A fin de cuentas, uno suele hacer la guerra en el bando en el que la guerra lo sorprende, no en el bando que hubiese elegido para hacer la guerra. La cosa no está para desertar, por lo común, una vez empiezan a silbar las balas.
Algunas de las leyendas futbolísticas por su fidelidad a unos colores, imagino que pertenecen a la leyenda porque no conocemos los entresijos de la historia. Tal vez, la fidelidad y la leyenda fueron obra del azar, como ocurre con buena parte de las leyendas y las fidelidades. Los héroes se convierten en héroes, mitad por arrojo y heroísmo, y mitad porque pasaban por allí.
Como el fútbol, a fin de cuentas, es una actividad narrativa, literaria, también está hecho de fábulas (como todo lo en verdad interesante que ha hecho el hombre), de relatos hiperbólicos, y nos hechizan los gestos de desprendimiento, las hazañas de amor a un club; pero lo cierto es que el pasado no puede ser juzgado desde el presente ni viceversa, porque las circunstancias son otras.
En principio, el profesionalismo debe guiarse por un precepto fundamental: encontrar las mejores condiciones profesionales para ejercer una profesión. Ese mantra tibetano, traducido al universo del fútbol, significa que todo jugador profesional de fútbol debe procurar jugar en el equipo que mejor le permita desarrollar su carrera de jugador de fútbol. Los aderezos sentimentales constituyen un adorno esencial (la nieve del belén, las ovejitas, el papel de plata que nos evoca el fluir del río de Heráclito, y todo eso); pero son solo un adorno: el hueso del asunto es dónde voy a jugar, con quién, qué voy a cobrar, cuántos años de contrato me ofrecen, qué títulos puedo ganar, y minucias por el estilo.
Casi nadie está dispuesto a realizar sacrificios laborales más allá del valor, pero casi todos los hinchas están emperrados en exigírselos a los jugadores de su equipo. Ese es otro de los grandes enigmas sentimentales de la humanidad adicta al fútbol.
El corazón humano —eso también lo enseña el fútbol— es un artefacto maravilloso, la gran máquina, el mejor pistón que se haya inventado, el dispositivo por excelencia, pero es un cachivache voluble, un trasto que se equivoca, que se avería, que no es infalible. El amor —en todas sus variantes—, aunque aspira al absoluto, suele ser una aventura temporal, transitoria. Ya se sabe: una eternidad con fecha de cierre.