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El amaño de los deportes, para obtener beneficio en las apuestas que controlan las mafias, constituye un clásico: un clásico del deporte, un clásico de las mafias, un clásico de la literatura y el cine, y, sobre todo, un clásico del beneficio, del dinero, de la pasta, que es de lo que se suele hablar a menudo cuando parece que se está hablando de cualquier otra cosa.

Las carreras de caballos, las carreras de galgos, los combates de boxeo, los partidos de tenis, los partidos de básquet, los partidos de hockey, etcétera. La codicia por el dinero es uno de los indudables motores del mundo: la grasa de la voluntad, de la voluntad de poder, que es la esencia del movimiento mismo. Allí donde hay posibilidad de ganar dinero, siempre habrá gente tratando de ganarlo con mayor facilidad que los demás, por las buenas o por las malas. El dinero fácil representa dinero elevado a la décima potencia.

El otro día se destapó el amaño del partido de fútbol de Segunda División B entre el Barça B y el Eldense. 12 a 0: el resultado igualaba el récord histórico de goles en la categoría. El caso es que son dos equipos a los que he visto jugar este año, porque el Villarreal B (y el Mestalla) juegan en ese mismo grupo, y a menudo vamos Carlos y yo a ver partidos de la cantera del Villarreal al Mini Estadi de Miralcamp, o al estadio Antonio Puchades, de la Ciudad Deportiva del Valencia.

He visto el resumen en vídeo del partido. En el descanso ya ganaba el Barça por 8 a 0, y aún marcó cuatro más en la segunda parte del encuentro. En el fútbol base, entre equipos de niños, estos resultados son muy frecuentes, porque hay grandes diferencias entre los equipos. Doce, quince, veinte goles de diferencia se ven todos los fines de semana en los campos del fútbol español prebenjamín, benjamín, alevín, y en los partidos de fútbol 11 de los infantiles, los cadetes y los juveniles. En las categorías semiprofesionales o profesionales (Tercera, Segunda B y Segunda A) no es habitual que suceda.

Cualquiera que haya visto jugar a los futbolistas de Segunda B sabe que se trata de una categoría muy complicada, muy dura, en la que los filiales de los grandes equipos se enfrentan, con jugadores muy jóvenes (de entre diecisiete y veintitrés años, por generalizar), a jugadores veteranos, muchos de ellos en retirada ya del deporte, gente de treinta y muchos, perros viejos que han meado en casi todos los árboles de la Gran Vía.

Sorprende que los jugadores del Eldense se dediquen a correr y acompañar a los jugadores del Barça, sin meter la pierna en ningún caso, cuando se trata de una categoría bronca, muy física (a pesar de que se juega bien al fútbol, por regla general), un ámbito en el que no se permite conducir demasiado, aguantar el balón, adornarse. La defensa versallesca con que el Eldense regala oportunidad tras oportunidad a los jovencitos de La Masía puede ocurrir en una o dos ocasiones, durante un partido, pero es imposible que suceda en cada uno de los lances del juego, hasta propiciar que te metan doce goles. Lo que no puede ser no puede ser: y además es imposible —como sentenció para la posteridad Rafael Gómez, «el Gallo», uno de los filósofos españoles más importantes del siglo XX, a pesar de que se dedicara al arte del toreo y no nos dejase testimonios escritos.

Han detenido a varios jugadores y al entrenador recién llegado al club, un italiano que, al parecer, se dedicaba a sentar en el banquillo a los antiguos titulares, para que jugaran fichajes efímeros de ínfima categoría, adoctrinados en las artes escénicas de no hacer nada y dejarse ganar. Según comenta la prensa, detrás del tongo opera una rama de la mafia calabresa, en colaboración con mafiosos colegas asiáticos.

Una de las cosas que más llama la atención es la chapuza mayestática de la apuesta misma: 8 a 0 en el descanso y 12 a 0 al final. Resulta obvio que, cuanto más improbable es cualquier resultado sobre el que se apuesta, mayores son las ganancias; pero hay que ser muy ingenuo para generar un resultado tan llamativo, que seguro iba a despertar las suspicacias de medio mundo.

Que los mafiosos chinos, pongamos por caso, con una larga tradición mafiosa, pero sin apenas tradición futbolística, urdan una majadería semejante puede parecer que tiene disculpa; pero que los mafiosos italianos la secunden no tiene perdón de Dios: ni del Dios de los mafiosos, ni del Dios de las apuestas clandestinas, ni del Dios de los partidos de la Segunda División B. La ingenuidad es un ingrediente sentimental que uno no espera encontrar nunca en un acto mafioso. Un mafioso ingenuo constituye un oxímoron, una aberración de la naturaleza, algo así como el célebre banquero anarquista de Fernando Pessoa. Una contradicción en los términos, como un abogado candoroso.

En el partido de ida, el Barça B solo había podido ganar al Eldense, en Elda, por 0 a 1. La campaña del equipo alicantino había sido mala hasta hacía pocas jornadas, pero nunca habían perdido por más de 5 a 0. Alguien tenía que haber instruido a los mafiosos en las virtudes de la moderación y el disimulo.

Con lo de las apuestas amañadas y los biscottos, en el fondo, ocurre como con lo que aconsejaba don Mendo, en su célebre Venganza, sobre el juego de las siete y media: «Y un juego vil / que no hay que jugarlo a ciegas, / pues juegas cien veces, mil, / y de las mil, ves febril / que o te pasas o no llegas. / Y el no llegar da dolor, / pues indica que mal tasas / y eres del otro deudor. / Mas ¡ay de ti si te pasas! / ¡Si te pasas es peor!».

Si retuerces demasiado el resultado, es peor. Si conviertes en demasiado llamativa la apuesta, es peor. Si te dejas observar por demasiados ojos, es peor. Mucho peor.

Las maneras de la mafia han de ser sutiles, en la medida de lo posible, pero para lograrlo parece que hay que ser sutil y conocer las propias maneras de la mafia. Los mafiosos recién llegados, como tantos tipos de profesionales recién llegados a tantos oficios, desconocen su pasado, su historia, los engranajes de su disciplina, y pasa lo que pasa. Hay que leer La venganza de don Mendo, como poco. Hay que leer. Hay que preguntar a los maestros, a los viejos operarios, a los veteranos de la plantilla. ¿Esto cómo se ha hecho hasta el día de hoy? ¿Esto cómo funcionaba antes de que llegásemos los nuevos ricos?

Desde el punto de vista humano, lo que más despierta mi curiosidad, y lo que más me preocupa, es el sentido profundo de la traición que supone el hecho de amañar partidos de fútbol, por parte de los jugadores. Algunos de los futbolistas del Eldense que se han plegado, según parece, al tongo son jóvenes aún, no tenían por qué creer que el fútbol había terminado para ellos, ni tampoco que un amaño, a estas alturas de su vida, les resolvería durante mucho tiempo su futuro laboral.

Algunos pertenecían a buenas canteras y estaban cedidos (alguno era del Valencia Mestalla, sin ir más lejos), con posibilidades de regresar a sus clubes de origen. Algunos, no hace demasiadas temporadas, eran promesas con futuro en grandes equipos juveniles de División de Honor.

Pero, además, todos son jugadores de buen nivel, que han llegado hasta la Segunda B después de pelear durante toda su vida, desde niños, por jugar al fútbol. Son futbolistas porque han tratado de cumplir con el sueño del fútbol, que es uno de los grandes sueños infantiles en el universo, entre los casi innumerables sueños que se pueden tener.

De manera que amañar partidos constituye una renuncia absoluta a los ideales de la infancia, que son los ideales que deberíamos mantener durante toda nuestra vida, aunque sea de manera secreta. (La infancia recuperada, tituló Fernando Savater, en un libro memorable, ese espíritu que aspira a mantenernos fieles a nuestros héroes y a nuestras heroicidades infantiles.)

Que se muera en nosotros el niño que fuimos, o que lo matemos a conciencia, con el paso del tiempo, es grave, tal vez uno de los mayores dramas que podamos sufrir; pero que además matemos a conciencia y dejemos que mueran, en el adulto, los ideales que ese niño tuvo alguna vez, representa una tragedia absoluta. Amañar partidos de fútbol, para un futbolista de cualquier edad, representa la claudicación con respecto a la vida adulta, la muerte de las ilusiones mejores que alguna vez se tuvieron, y cuya preservación debía mantener en nosotros una brizna de esa pureza absurda del juego infantil.

Más que el episodio delictivo, y burdo, del encuentro entre el Eldense y el Barça B, me entristece el asunto de la moral íntima que supone para cada uno de los jugadores que estaba envuelto en la venta del partido.

Está claro que cada cual, llegado el momento de la necesidad o de la avaricia, se corrompe y trafica con aquello que tiene a mano, con aquello con lo que puede traficar y corromperse. Los políticos con la política, los constructores con las obras que construyen, los administradores de lo público con los bienes públicos que administran. Y los futbolistas, con los partidos de fútbol que juegan. Pero supongo que nadie ha soñado de niño con ser concejal de obras en un ayuntamiento más o menos marbellí, ni con ser diputado en cortes valencianas, ni siquiera con ser constructor de urbanizaciones en la costa andaluza, pongamos por caso. Pero sí con jugar al fútbol hasta que el cuerpo y las ilusiones aguanten. Eso seguro.

El que amaña partidos no está reconociendo un fracaso profesional, un fracaso deportivo, sino que está rubricando un fracaso vital, rindiéndose fácilmente ante la más fácil de las tentaciones: el dinero fácil. Ningún niño, en el más intrascendente partido callejero de la más remota aldea, en el último rincón del universo, amaña un partido, se deja marcar un gol para obtener un beneficio. El hecho de que, pasado el tiempo, ese mismo niño hipotético amañe un partido en un campeonato importante de su país, representa un acto delictivo más, desde el punto de vista sociológico y legal; pero, sobre todo, significa un escándalo de naturaleza biográfica.

El equivalente literario del tongo futbolístico es el uso de negros para que escriban los libros que nosotros deberíamos escribir. De la misma forma en que un jugador de élite (y la Segunda B es la élite también, como la Segunda A) cumple un sueño de infancia, un escritor también lo cumple: debería cumplirlo. A la literatura se llega por destino, después de haberse pasado la vida leyendo, escribiendo, estudiando a nuestros autores favoritos, anhelando pertenecer a una familia del arte que admiramos. El escritor de renombre que recurre a un negro para que escriba lo que él no quiere, o no puede, o ya no sabe escribir, está cometiendo el mayor de los pecados que a un escritor le es dado cometer: la renuncia a sus ideales de infancia, la traición a la literatura entendida como un juego sagrado.

El negro tiene disculpa, es un jornalero que sobrevive haciendo lo que sabe, a la espera de poder vivir firmando con su propio nombre lo que escribe. Incluso si se queda para siempre en el papel de negro, de ghostwriter, de escritor en la sombra, tiene perdón en mi tribunal de delitos y faltas espirituales. Tal vez la necesidad lo ha empujado a trabajar para siempre de ese modo; pero, en cierta medida, ha sido fiel a la escritura, aunque fuese la escritura alimentaria. (Para ser negro permanente hace falta una modestia sobrehumana y heroica: escribir siempre para las enciclopedias, para las solapas de las editoriales, para los autores saturados de ofrecimientos, para el anonimato absoluto.)

Entiendo casi todas las necesidades privadas verdaderas (comer, por supuesto; pero también pagar cualquier otra necesidad, cualquier otro capricho, porque los caprichos también se convierten en necesarios, cuando la inmediata necesidad ha desaparecido), y, por consiguiente, entiendo que se trafique con lo importante, para cubrirlas; pero la traición a los altos ideales de la infancia no la quiero entender.

Entiendo que se escriba por dinero, pero no que se plagie. Entiendo que se escriba lo que uno sabe escribir, y que después, con la obra acabada, se procure ganar el mayor dinero posible, pero no que se encargue a los demás que escriban por nosotros, para que nuestro nombre gane el dinero que no se merece.

El cinismo llevado hasta ese extremo constituye la muerte en vida: un zombi real es un cínico que acepta reírse de sus dos o tres principios sagrados.