A la gente le gusta el fútbol, claro, qué duda cabe; pero lo que de verdad le gusta es apuntarse a cualquier celebración y salir a la calle a armar bulla, a gritar de manera desaforada, a emborracharse con cualquier motivo, y así meterse en las fuentes de la plaza Mayor, y subirse a las farolas, y patear desnuda encima de un autobús municipal. A la gente le gusta el fútbol: casi tanto como convertirlo en motivo de festejo para salir a la calle a armar bulla, etcétera.
El caso es montarla gorda. A ser posible, botellón de cerveza en mano. Algunos, en el éxtasis de la euforia, necesitarán reventar algún escaparate del centro o quemar algún contenedor de basura o algún cajero de alguna sucursal bancaria, porque el éxtasis deportivo, para algunos, está íntimamente ligado a la piromanía de descontento sociológico.
Lo digo a la vista de cómo se celebran con idéntica algarabía, con la misma chifladura, todos los supuestos éxitos. Las ciudades y los pueblos enloquecen tanto si se gana la liga de Primera como si se logra la permanencia en el Grupo Octavo de Tercera División. Las hordas de aficionados invaden el espacio público y lo convierten en un campo de batalla, lo mismo si se gana la Champions (ay, todos denominamos así la vieja Copa de Campeones...), como si se juega la liguilla de ascenso a Segunda B. El caso es armarla gorda, a ser posible botellón de cerveza en mano, etcétera.