Satélite de amor
Hace unos días John Cale lloraba la muerte de Lou Reed. Decía que el mundo había perdido a un gran compositor y poeta y él a su compañero del patio del colegio. Me quedo con la última frase, la que habla de su intimidad profunda. La que no implica al mundo y sí a su relato íntimo, privado. Hay un poema de Ezra Pound, que se llama «Causa», que trata sobre eso: «Reúno estas palabras para cuatro personas,/ algunos otros pueden oírlas por casualidad:/ oh mundo, lo siento por ti,/ no conoces a esas cuatro personas». Voy a hablar de una de esas cuatro personas. Cada uno de nosotros tenemos a un ser querido que es esencial, que no se puede cambiar por nada. Encarna nuestro nombre invisible, es nuestro testigo, nuestro maestro, nuestro niño. Milo era el mejor amigo de mi viejo y tenía, al morir, casi ochenta años. Pero aparentaba muchos menos. Era soltero, moreno, elegante y mujeriego. Conocía a mi padre desde la adolescencia. Habían hecho todo juntos y cuando mi padre se casó fue un familiar más para nosotros. Orbitaba con su infinito amor a nuestra familia: los cumpleaños, las malditas fiestas de fin de año, los almuerzos del domingo. Era divertido y excéntrico: de esos que te estresan con sus opiniones contundentes si están en una mesa donde algunos no lo conocen. Como cierta gente común sin instrucción, era ligeramente de derecha. Ahora escucho su tono de voz, los pasos rápidos con sus mocasines perfectos, casi siempre sin medias, recorriendo el largo pasillo que llevaba de la puerta de calle a la puerta de nuestra casa: venía Milo. Traía helado. Hace unos días mi viejo cumplió años —85— y nadie le quería decir que Milo se había muerto. Para que no se ponga mal, nos decíamos, para que no se venga abajo. Pero preguntaba por él con insistencia. Hasta que Fena, otro amigo histórico que estaba deglutiendo la torta a su izquierda, le dijo: «Mirá, Negro, hacete a la idea de que Milo está en Brasil, eso es mejor». Mi viejo lo miró fijo e hizo silencio. Después, removiendo la cucharita del café, dijo: «Sí, ahora está en Brasil, para siempre». Yo, con un nudo en la garganta, me pregunté ¿Por qué en Brasil? Y enseguida me agarró también risa. De repente lo vi a Milo caminando por una ancha playa de arena blanca, inmensa, con una sunga que le quedaba genial, en Brasil, sí, claro, ¿dónde iba a estar si no? Con el Mundial por delante.