Un manojo de nervios retorcidos
La primera regla del club de la pelea es que el club de la pelea no existe, dice un personaje de Chuk Pallaniuk en la novela llamada, precisamente, El club de la pelea. Hoy es mediodía y estoy en mi bar preferido, el sol entra a pique desde uno de sus ventanales y frente a mí, ensombreciendo una aptitud del espíritu para disfrutar del lugar, un padre rigorea insistentemente a su hija, que debe tener unos seis o siete años y está sentada vestida de colegial. Viene o va para el colegio, conjeturo. Y el padre está separado —sigo suponiendo— y se hace cargo de ella de mala gana, por eso la reta tanto. Escucho que le dice que no hable por encima de él, que eso es mala educación. Después la conmina a que se siente bien —no me parece que esté mal sentada— y la nena se queda en un estado de rigor mortis fatal, tratando de no defraudar a la maquinaria estatal del padre. Irene, una de las mozas y dueñas del mejor bar del mundo, me dice: «El tipo es así porque no quiere que la hija se le desmadre, dice que si no le pone los límites cuando crezca le va a pasar por arriba». Mis padres, pienso, no peleaban nunca frente a mí y mis hermanos, tanto es así que recuerdo la única vez que tuvieron un conato de pelea, adelante de unos amigos que habían venido a mi casa a comer pizza y ver un partido. Esa fue la única vez, y aunque en la oscuridad de su pieza, ellos se convirtieron en hermanos, lo cual nunca es deseable, no peleaban delante nuestro, tenían sus reglas y las aplicaban. Y nos trataban bien, dulcemente. ¿Cómo lo hicieron? No pelear adelante de los hijos, no discutir ni pasarse de rosca con ellos, es una de las misiones más difíciles, al menos para mí. El superpoeta chileno Matías Rivas escribió un poema hermoso que hoy, mientras veo al padre y la niña tirando de la soga, me consuela infinitamente: «Perdona hijo, mis gritos insufribles/ los portazos/ la cruel injusticia de mis palabras/ y el tono infame de mis arrebatos./ Sé que no hay consuelo ni piedad posible/ ante mi neurosis desatada. Mi gusto por el orden/ y mi fe en la voluntad son inverosímiles./ Carezco de la soltura de la que tú gozas/ de esa elasticidad con la que te estiras por el suelo./ Soy a la luz de cualquier vela un manojo de nervios retorcidos./ Te ruego que no me escuches ni me observes./ Mi paciencia es breve/ y me duele la cabeza y el cuello de tanto manejar/ en las noches, aprieto las mandíbulas hasta triturar mis muelas./ Disculpa mis malos modos./ Detesto mi escaso entusiasmo, mi cansancio crónico/ y ese pesimismo jocoso con que amanezco./ Mi mente parece un panal de abejas con humo/ y resisto gracias a las maromas/ de tu madre y la piedad de mi familia./ Han tenido entereza y excesiva templanza, lo sé./ Sé que no soy un peón de porcelana./ A tu edad mis padres me daban correazos en las piernas si eran necesarios;/ en cambio, lo que a mí me toca es aprender a escucharte/ como si fueras un Buda».