Yo que crecí con Videla
«¿Para quién canto yo entonces/ si los humildes nunca me entienden?», se preguntaba Charly García en una hermosa canción que cerraba un gran disco, Pequeñas anécdotas sobre las instituciones. La respuesta ya no está soplando en el viento: ahora canta para Alan Faena. Pero antes hubo otra historia.
Cuando se despidió Sui Generis en el Luna Park yo tenía diez años. Creo que cinco después —más o menos— empecé a escuchar ese disco de despedida en vivo, Adiós Sui Generis, en mi Winco blanco.
Estaba grabada ahí una frase errónea y premonitoria: «No se preocupen, chicos, ya vendrán tiempos mejores», decía la voz de Rinaldo Rafanelli. Los tiempos, como sabemos, cada vez fueron peores. Llevo en mi memoria emotiva —es decir que no sólo lo recuerdan mis neuronas, sino que lo recuerda todo el animal que hay en mí— muchos de los diálogos que se filtraban entre canción y canción.
Hace poco, escuché de ese disco la versión en vivo de «Confesiones de invierno» (esa parte en la que dice que «las heridas son del oficiaaalll», al tiempo que estalla de fondo el Luna Park), mientras cruzaba una calle. La música salía de una disquería. Me produjo un shock. Pasaron muchísimos años, acumulé mucha información de todo tipo y escuché mucha música. Si se quiere, a veces, más sofisticada que esas baladas de Sui Generis que Spinetta ha criticado porque «se parecen a las canciones de María Elena Walsh».
Spinetta prefiere al García de Piano Bar y Clics modernos. Ese García, sin duda, es extraordinario. Está en su pico creativo. Pero yo quiero hablar del García antes de Sui. El que se vestía de manera hiperhippie. Camisas desteñidas, alpargatas, blazer y pañuelos al cuello. La tapa de Vida es icónica en ese sentido. Tanto la forma como el contenido del disco son honestos entre sí. En la tapa, están dos adolescentes sentados sobre una vereda. Nada de divismo ni de espectacularidad. La estética de esa foto es lo que los japoneses llamarían wabi. Pobreza voluntaria y gran poderío conceptual.
Por dentro, las canciones son sencillas, con una música a veces infantil (pero con el poder infantil que también tienen las canciones de Nirvana) y con una lírica de temática adolescente: «De pronto fui un varón/ que no tenía mujer/ y quise poderla conseguir», dice la letra de «Dime quién me lo robó».
Vida es un disco hermoso. Confesiones de invierno es un disco de transición, más pesado. Pero tiene un tema que me parece demoledor. Es el último track y se llama algo así como «Tribulaciones, lamentos y ocaso de un tonto rey imaginario, o no». Creo que es así el título, estoy escribiendo y citando todo de memoria porque a la mayoría de las cosas que nos hacen ser quienes somos no podemos olvidarlas jamás.
¿Qué es un clásico? Hay miles de respuestas para esta pregunta. Yo creo que un clásico es alguien o algo que pone sus propias reglas de juego esté en el tiempo que esté. El valor universal de un clásico no es algo para tener en cuenta. Algo que vale para todo y todos en todos los momentos es probable que no sea un clásico, sino una opinión estereotipada y convencional. E institucional… Miles de personas se inclinan ante Shakespeare o Joyce sin haberlos leído, sólo porque, se sabe, son clásicos. Creo que el valor de un clásico lo establece cada persona —y si se puede, cada comunidad—. El valor de ese clásico va a durar lo que dure la vida de esa persona. ¿Para qué más?
Teniendo en cuenta esto, puedo decir que los primeros discos de García —los de Sui Generis— son, para mí, clásicos. Como todo gran artista, su música dice y hace cosas que, en definitiva, no le pertenecen. Siempre y cuando el artista se mantenga en estado de peligro y acepte el mundo como un lugar oscuro y maravilloso, su trabajo no va a estar atado a lo que se tenga que hacer o decir. En Pequeñas anécdotas de las instituciones, el último disco grabado en estudios por el dúo, se escucha de fondo lo que se dice en la letra: «Estamos los muertos/ todos aquí/ quién quiere que se los muestre». O «Tendremos un hijo si quiere venir, muchos desayunos y ningún Clarín». Se vivían épocas oscuras —estábamos creciendo con la Triple A y con Videla— y la sensación de claustrofobia está en ese disco. Y también está el deseo de cambiar el mundo, aunque se haga con algo tan inútil —en términos mercantilistas— como una canción. Volvamos al final de la canción con que abrí este texto: «Y yo canto para usted/ el que atrasa los relojes/ el que ya jamás podrá cambiar/ y no se dio cuenta nunca/ que su casa se derrumba».