El vaquero

Me sucedieron dos hechos aislados que se potenciaron entre sí, llegando a una especie de síntesis dialéctica. El primero sucedió un mediodía lluvioso de domingo. Habíamos quedado en almorzar en la casa de un amigo varios más y yo llegué temprano y con el anfitrión nos pusimos a charlar. En la mesa del living reposaban, como adornos, unas pulseras grandes, que parecían de plástico o acrílico o madera. Las toqué y pensé en mi madre. Ella se ponía esas fantasías baratas. Eran varias pulseras, de diferente espesor y color, pero todas respetando cierta tonalidad amarronada. Francis Ponge podría dedicarles un gran poema y mostrarnos el alma de esos objetos. Son pequeñas mercancías que utilizan las mujeres de clase media baja para embellecerse, como lo hacen en ciertas tribus africanas. Hay algo en esos objetos que me produce una gran ternura. No tienen valor alguno, no son bellos y sin embargo son personales, exactos en su candor. Casi no se pueden separar de las personas que los llevan. Parecen un tatuaje de su condición. Le pregunté a mi amigo de quién eran esas pulseras y me dijo que de su madre, que se las había sacado para bañar a su nieto y se las había olvidado. Unos días después di con un libro de conversaciones de Marguerite Duras donde ella dice «No creo haber conocido nunca una persona sin que yo me haya hecho esta pregunta: la gente, cuando no escribe ¿qué hace? Tengo una secreta admiración por los que no lo hacen». Yo también. No sólo por eso, sino también por las personas que viven sin deseo de trascendencia social, simplemente viviendo el tiempo que se les ha dado en función de sus deseos y tratando de superar los obstáculos que la vida les impone. Y no piden nada a cambio. Ni se exponen en redes sociales, ni editan discos sofisticados, ni ponen un mingitorio en una galería ni se anotan a competir en realitys. Esa gente común es una bendición. Lo curioso es que esta gente engendra hijos como mi amigo. ¿Qué relación tienen esas pulseras berretas con él? Alguna, sin duda. La primera vez que vi a Ulises Conti fue una noche en la terraza de mi casa. Otro amigo querido festejaba ahí su cumpleaños y Ulises estaba invitado. No hablé con él, pero en mi recuerdo se movía de un lado a otro de la terraza con un inmenso sombrero de vaquero y unas botas texanas. Me hizo acordar a ese personaje onírico de Mulholland Drive, de David Lynch, que se llama El Vaquero —porque está vestido como tal— y que aparece en dos o tres momentos específicos de la película para decir unos diálogos que podrían ser versos escritos por John Ashbery dada su familiaridad e impenetrabilidad. «Me vas a volver a ver dos o tres veces», le dice El Vaquero al personaje de la película. Yo volví a ver a Ulises muchas veces más en diferentes partes del mundo. Se aparecía de golpe. Como no sabía su nombre, al principio, lo saludaba, simplemente, con un «hola, vaquero». Lo cierto es que escapando del influjo de las pulseras de su madre, El Vaquero viene desarrollando una profusa red de colaboraciones interdisciplinarias. Hace música para obras de teatro, para cine, para obras de artistas plásticos. Saca discos hermosos con una música inclasificable pero también, en vivo, puede tensar la cuerda del gusto y derrapar con sonidos extremos. ¿Conocen el cuento sufi de la muerte en Samarcanda? Lo resumo. Acto uno, un hombre entra a un mercado y se encuentra, de trompa, con la muerte. Acto dos, sale corriendo y agarra el caballo más veloz y huye hasta Samarcanda, una ciudad alejada. Acto tres, ya allí, entra a un mercado para comprar algo de comer y se vuelve a encontrar con la muerte. Esta le dice: sabía que teníamos que vernos hoy, a esta hora, en Samarcanda, y me sorprendió encontrarte en ese mercado de aquel pueblo ¿cómo hiciste para llegar a tiempo? Como el hombre del relato, Ulises Conti escapa de algo que lo oprime y viaja por el mundo, los relatos que dan cuenta de esa fuga están escritos en un libro que se llama En Auckland ya es mañana. Da la impresión de ser un libro de poemas, pero inmediatamente notamos que es un libro de apuntes en donde la poesía fulgura. Cada texto tiene en su comienzo, a un costado de la página, el lugar en el que fue escrito o el lugar al cual remite: Budapest, Basilea, Berlín, Santiago de Chile, etc. El libro tiene, al inicio, una nota de autor que se lee como los demás textos, como poesía. Dice ahí que sus padres habían comprado un grabador inmenso y que este objeto le resultaba inquietante. El Vaquero era niño, no le gustaba particularmente la música, pero sí el grabador. «Entonces, una tarde, me acuerdo perfectamente, le pedí un deseo al pasacasete. Como Aladino frente a su lámpara, pedí viajar». El deseo se cumplió. Acá hay dos direcciones que son importantes remarcar. Uno escapa —inútilmente, como en el relato sufi— de las pulseras de la madre haciendo obra: publicando discos, escribiendo poemas. Y también, como lo muestra esta recopilación de artículos donde se inscribe este texto que escribo, dando cuenta de que otros han visto esas obras, que existen, que están en el mundo. En uno de los puntos altos del libro, en el poema Superman en Nueva York, al autor se le aparece un superhéroe negro que vende chucherías en las calles del imperio y se siente reflejado en él: «Este es un Superman de todos los días/ no es un imitador/ es algo verdadero». Y después agrega: «La vida es dura Superman/ vos y yo lo sabemos». En Tatuajes, tematiza lo mismo: «Crecí en un suburbio y sé lo que es estar rodeado de cosas horribles, la angustia de crecer en un barrio signado por la decadencia y el mal gusto, ver a la gente viviendo una vida sin ningún tipo de inquietudes, la desidia y el fracaso establecidos en la normalidad de una coreografía cotidiana. Seguramente todo esto haya sido lo que de algún modo disparó semejante obsesión y fetichismo por vivir una vida diferente en busca de una superconciencia en el arte, poder modificar un destino deparado a la vida trabajando de operario doce horas en una fábrica de escarbadientes, tener que atravesar el conurbano bonaerense, de una punta a la otra, de día y de noche». En la extensión del libro, Conti entra y sale de hoteles, prueba sonido en un escenario, prueba el sonido de ciertos lugares de las ciudades, hace flashbacks y relata unas vacaciones en Brasil con su familia que, por supuesto, fracasan. Presenta listas de discos que le cambiaron la vida y listas de nombres de personas que también lo hicieron. Y cuenta que roba cosas y que por eso, a veces, está en la cárcel. Recuerdo haber recibido un mail suyo, cuando apenas nos conocíamos, contándome que lo habían «guardado» un día en alguna ciudad del este de Europa por intentar robarse un disco. Me sentí rápidamente hermanado con El Vaquero. Hace poco le robé a un amigo, que admiro mucho, una anécdota que él me contó (es decir, la cuento como si me hubiera pasado a mí). Daniel Durand estaba en Estambul —donde yo también estuve— y quedó varado y borracho en un bar de mala muerte, sentado en una mesa, frente a frente, con un turco. Cuando empezaron a pasar las horas y entró la madrugada, él le empezó a contar sus cosas personales al turco. Este lo miraba, empinaba el vaso de vino que tenía y callaba. Cuando Daniel dejó de hablar, empezó a hacerlo el turco, en turco. Le contaba, suponemos, sus cosas. Así, hasta que amaneció, cada uno sin pisarse al hablar, en esa cadencia milimétrica del alcohol. Esto, pienso ahora, podría ser un poema de El Vaquero. ¿no?