La conjetura sónica
A Ringo Star le molesta mucho cuando en los reportajes le preguntan por la época de los Beatles. Sus amigos íntimos dicen que suelen morderse la boca antes de preguntarle algo acerca de los Fab Four. Y que ese silencio tiene su recompensa cuando Ringo, sin que nadie le diga nada, empieza como a pensar en voz alta y su memoria se remonta a los tiempos de, por ejemplo, Hamburgo, donde los muchachos de la clase trabajadora de Liverpool se foguearon como amigos y como banda. Los Beatles tuvieron una perfección inaudita en estudio, pero su ontología musical se formó en la época de las cavernas, en los pubs de mala muerte, en los pasadizos portuarios de la ciudad de Hamburgo. Hay un recuerdo que suele merodear la cabeza de Richard Starkey y es un momento de relax donde los cuatro Beatles se sentaron en un baño precario de un lugar donde iban a tocar y simplemente hablaron de su vida, de sus deseos, de la música que escuchaban y que iban a producir. Simple y hermoso. La mayoría de los grupos de rock tienen ese momento de comunión, incluso con miembros de otras bandas. Se deja de lado la rivalidad, el egoísmo y simplemente se reconoce al otro como alguien que está también buscando las respuestas por estar abandonado en este universo frío e implacable.
Hace poco, en este verano largo que acaba de terminar, alguien al que llamaremos, provisoriamente, como Fabián Casas, tuvo una experiencia espiritual. Tuvo un hijo varón y antes y después del largo trajín que llevó a su nacimiento, escuchó sin parar a los Babasónicos, una banda a la que había oído no con mucha atención y siempre con mucho prejuicio. Una mala combineta. Pero de golpe, de casualidad, entró a un negocio en Tandil, y en la radio sonaba un bolero psicodélico y recordó que esa voz era la de Adrián Dargelos, el cantante de Babasónicos. Recordó que Ariel Minimal, en su momento, le contó que él y Dargelos habían estado en el movimiento sónico, una avanzada generacional donde se constelaron varios grupos a los comienzos de la ahora demonizada década del 90 (recordemos que, para algunos relatos, el menemismo no surgió de nuestra sociedad sino que fue un virus llegado del espacio exterior). En el disco Pasto, de Babasónicos, del 92, el primero de la banda, Minimal aparece cantando junto a Dargelos una canción que se llama Margaritas, y es hermoso escuchar aún hoy la frescura de esas dos voces tan diferentes que llegaron para reescribir el rock nacional y que forjaron trabajando a destajo detrás de los grandes relatos —Spinetta, Nebbia, Martínez, León, Charly, Solari, etcétera— una aventura intelectual impresionante. Dargelos y Minimal, hoy polos opuesto de un imán popular, en realidad son hermanos. Eso pensó el hombre con su bebé en brazos. Una conjetura, claro. ¿Pero qué es una conjetura?
¿Escucharon hablar del último teorema de Fermat? Es un libro de Simon Singh que narra la proeza de Andrew Willes quien trabajando en soledad durante diez años resolvió el enigma matemático más grande de los últimos tiempos. El libro es formidable y se lee como un policial. Tiene un capítulo dedicado a la Conjetura de Taniyama Shimura que es para mí el corazón del libro y que narra una aventura de amistad y tragedia que marcó a las matemáticas. La voy a resumir. En enero de 1954 Goro Shimura era un joven talentoso matemático que se hallaba atascado en un problema lógico. Buscaba un libro que versaba sobre la teoría algebraica de multiplicación compleja. Necesitaba esa información para terminar un cálculo esotérico y extraño. Fue a la biblioteca de la universidad y descubrió que el libro había sido retirado en préstamo por Yutaka Taniyama, un conocido suyo que vivía al otro lado del campus universitario. Shimura le escribió diciéndole que necesitaba urgente el libro para terminar un trabajo y le preguntó cuándo lo iba a devolver. Taniyama le escribió diciéndole que estaba atascado en el mismo cálculo. Le sugirió —cosa común en los matemáticos— que compartieran ideas y que, de darse la afinidad, trabajaran juntos en la resolución del problema. Se encontraron en un bar donde se comían sándwichs de ballena. Este encuentro sería crucial para la historia de las matemáticas, es del mismo tipo del que tuvieron en la estación de trenes Jagger y Richards con discos de rock debajo del brazo. Ambos compañeros estaban entusiasmados con el estudio de las fórmulas modulares. No es este el lugar para profundizar en ellas pero sí se puede decir que son formas matemáticas que tienen un excesivo nivel de simetría. Shimura tenía una conjetura, pensaba que las formas modulares y las ecuaciones elípticas eran la misma cosa. Algo que los matemáticos más formales se rehusaban a aceptar. «Toda ecuación elíptica debe estar relacionada con una forma modular». Shimura hacía cálculos y cada vez que probaba un caso, el resultado era positivo, al patrón de determinada forma modular le correspondía una ecuación elíptica. Shimura tenía una conjetura que no podía demostrar, es decir, aunque se daba su teoría en algunos casos, no tenía valor universal. Acá quiero agregar que mientras el matemático busca la resolución definitiva que lo instale en la eternidad, el poeta trabaja sólo con conjeturas. Goro Shimura y su amigo Taniyama tenían bastante de poetas, ya que avanzaban sobre la oscuridad, guiándose por la intuición y un convencimiento casi esotérico: «Tengo esta filosofía de la bondad —decía Shimura—. Las matemáticas deben contener bondad. Así que en el caso de una ecuación elíptica, uno podría decir que la ecuación es buena si puede ser descripta por una fórmula modular. Yo espero que todas las ecuaciones elípticas sean buenas. Es una filosofía poco elaborada pero constituye un buen comienzo. Yo diría que la conjetura surgió de la filosofía de esa bondad. La mayoría de los matemáticos hacen matemáticas desde un punto de vista estético, y esa filosofía de la bondad proviene desde mi punto de vista estético».
Theodor Adorno es un gruñón, un aguafiestas, pero es necesario a veces para desestabilizar ciertos slogan, ciertos clichés. Su forma de pensar los sucesos estéticos a contrapelo de la historia sigue siendo muy productiva. La gente de Frankfurt despreciaba a la música popular por estar alienada. Por ser pura mercancía. Y reinvindicaba el valor estético de la música culta. No sé qué hubiera pensado si tuviera que sentarse a escuchar la discografía de Patricio Rey y todo el fenómeno socio-cultural que protagonizaron. Yo creo que les hubiese bajado el pulgar, pero, otra vez, es una conjetura. Los slogan dicen que Patricio Rey está contra el sistema, que surge como una banda que da pelea al menemismo y que imanta a muchos jóvenes que se sienten interpelados por la lírica de Solari. Pero Adorno sin duda hubiera visto en esas tribus emergentes a las que les importa más el aguante —cruzar las rutas, mojarse a rabiar, embarrarse— que la música, una unión entre el derrame de pobreza que dejaba el liberalismo menemista y la contención simbólica que Patricio Rey le otorgaba, mediante el pago de una entrada, a los desangelados del sistema. Es decir, con un sistema más justo, igualitario y donde la gente no tuviera que vivir del fantasma de los demás, los Redondos serían una banda de teatros y clubes, muy buena, pero de escala reducida a nivel popular. ¿Cómo sería el rock en un mundo feliz? ¿O el rock es lo que es porque el mundo es un lugar hermoso y hostil? El dogma de los Redondos era tocar solos y de noche, algo más propio del individualismo merquero que de la vanguardia revolucionaria. Aunque la banda era, al principio, un colectivo artístico, lo fue sólo hasta que el mercado ajustó las cuerdas. Babasónicos y Martes Menta —la banda de Minimal antes de Pez— tuvieron un origen en común en las ciudades sónicas, con críticos afines que los arengaban y con camaradas musicales que los hacían sentirse menos solos. Adrián Dargelos estuvo siempre en Babasónicos y esta es su banda definitiva. Minimal empezó con Pez dos años después del debut de su «hermano» y ya en el segundo disco, que se tituló Quemado puso en el pentagrama una obra maestra. El genio trabaja de diferentes maneras: para Minimal, es tomar la versatilidad de miles de estilos de la canción rock y popular y los metaboliza en un sonido áspero, dulce y encantatorio. Puede pasar del rock pesado, post-Purple, a la canción folk de fogón pasando por las melodías bipolares de Frank Zappa. Dargelos —como dice Borges de Flaubert—, aunque no lo parezca, crea por constancia de trabajo. No para nunca. También en Babasónicos la paleta de colores es inmensa: retro-rock, canciones del Oeste, música de películas que podrían ser filmadas por Tarantino si este se llamara Tarantini, heavy metal diabólico, baladas, citas a las canciones populares tipo Sandro o Nino Bravo y en medio de todo esto un estilo/sonido único que hace eclosión en Jessico, su disco centrífugo. Si Quemado es la obra maestra de Pez, Jessico es la de Babasónico. Y si bien ambas bandas tienen su reconocimiento entre la prensa especializada y el calor popular, parece que siempre se las mirara de soslayo. Sí, Pez es muy bueno, es casi la mejor banda argentina, pero no llena estadios, no tiene proyección internacional. Sí, Babasónicos la pegó con Jessico, se los escucha en Latinoamérica, pero se convirtieron en una banda para minitas, un producto de la mercadotecnia. Boludeces. Hay algo que hace grandes a estas dos bandas, conjetura el hombre con el insomnio post-mamadera de las cuatro de la mañana, y es que ninguna de las dos necesita futbolizar a su grey. A su manera, las dos la enfrentan, la provocan. Cada disco nuevo es un nuevo camino casi inexplorado. Es una forma, como decía Dargelos, de vencer a la gran bestia del silencio. ¿Alguien escuchó La Lanza, de Romantisísmico? Si está dentro del pop, el que la escribe es un pop-eta genial. Todo el viaje de la canción está cincelado en imágenes precisas sostenidas por una melodía aérea y eficaz pocas veces vista. Nadie le va a poder devolver a Babasónicos el excedente musical que propone en este tema ni aunque le compren todos los discos del mundo. La Lanza no es el trak de una banda nueva apurada por un productor hitero, es el anillo de un árbol donde se pueden ver los años de evolución de unos músicos superiores. ¿Y el que hasta ahora es el último disco de Pez, El manto eléctrico, no es una evolución que nos reenvía de nuevo al comienzo, como en el final de Odisea 2001? ¿Se acuerdan de «El agua es eléctrico», un tema inmenso de Quemado que irrumpía de manera insolente con cierta tonada de canción española a lo Joan Manuel Serrat? ¿Y las canciones inolvidables que Minimal y Dargelos nos han legado? Siesta de Pez, El Colmo de Babasónicos. Se pueden sentir y entender. Es probable, incluso, que Babasónicos y Pez se piensen ahora en veredas opuestas, en mi discoteca están uno al lado del otro. Robert Frost escribió un poema hermoso en el que relata cómo dos vecinos que comparten un muro que separa sus propiedades, en una campiña, después de la lluvia, se ponen de acuerdo para reconstruirlo si este se vino abajo. Es una forma de verlo. El poema repite este mantra «buenos muros hacen buenos vecinos». Tal vez sea eso.