Dos canciones decadentes
Cada persona construye a lo largo de su vida una iglesia. Esta puede ser de material ortodoxo, de plástico o resistente al paso del tiempo y la erosión de la lluvia. Algunas son invisibles y otras casi un terreno baldío. Hay iglesias aéreas, lugares de meditación donde el aire pasa a través de sus paredes produciendo música o pequeñas celdas de clausura, frascos cerrados herméticamente en una alacena privada. Algunas personas tienen con su iglesia una relación similar a la que se puede tener con una prepaga, se tiene el carnet en el bolsillo porque da seguridad pero no se recurre a ella a menos que caiga una catástrofe en nuestra vida cotidiana. No hay ateos en las trincheras es una frase hecha y como tal de escasa duración. Las trincheras también han producido el vacío de Dios. El nihilismo superior. Siempre depende dónde caiga la bomba. Una mañana de sol íbamos con mi hermano Juan —somos tres hermanos, escalonados cada dos años— en mi auto. Escuchábamos música. Como no me gusta manejar, tomé la costumbre de escuchar música mientras lo hago. Antes me sentaba en el living de mi casa y ponía un CD, en la adolescencia lo hacía en mi pieza en un Winco blanco y mucho antes en el combinado de mi vieja, en su cuarto. Se puede decir que toda la variación de géneros e interprétes que he escuchado en mi vida forman parte de mi repertorio como escuchón. Me gusta desde la música sofisticada hasta la más popular. Me gustan los Beatles, que concentran en su obra ambos extremos. Durante todo un año, también, escuché todas las mañanas el disco Sea Changes, de Beck. Todas las mañanas, gracias a este disco —a diferencia de lo que escribió Pappo— no eran iguales. ¿Cuándo la música captó mi atención? Posiblemente la música infantil que me pasaban mis padres, pero ya saliendo de la infancia, la vocación de ir hacia la música y no de que ella viniera a buscarme se dio, creo, en la puerta de un local que vendía discos y que se llamaba La mascota y quedaba en la avenida Boedo casi esquina San Juan. Este local no sólo tenía discos sino que también vendía tocadiscos, miniaturas —autos, elefantitos, cabinas de teléfono inglesas—, etcétera. Era hermoso y siempre lo atendía un hombre muy agradable, sesentón, canoso y de piel tostada por el sol de alguna terraza del barrio. Yo iba siempre con mi tía Teresa a comprar algo de lo que vendía y a veces nos quedábamos en la vereda escuchando la música que el hombre pasaba. Así que recuerdo estar en esa vereda escuchando un hit demoledor de Leonardo Favio, un tema de amor que repetía en su estribillo «Ella, ella ya me olvidó». De Favio debo haber pasado a Roberto Carlos, Nicola di Bari, Sandro y Nino Bravo. Desde ese entonces ese tipo de música popular, melódica —con letras extraordinarias—, que tarareaba mi mamá, forma parte de mi canon musical. La poesía, la revelación de emoción que viaja por La Fuerza —como diría Skywalker— no elige un solo lugar. Está tanto en un surco de melodía popular o en una experiencia sonora del Capitán Beefheart. Esa mañana de sol de la que hablaba más arriba, venía yo con Juan y escuchábamos un disco de los Auténticos Decadentes que me regaló nuestro hermano menor, Gabriel, fanático miembro del Kiss Army. A Gaby le gustaban los Decadentes porque había ido al colegio secundario con alguno de ellos e inclusive estos habían hecho sus primeros recitales tocando en las peñas del nacional 10 de Quito y Quintino. Yo, la verdad, no les prestaba mucha atención. Conocía algunas canciones que se habían vuelto hits pero no lograba comulgar mucho más con ellos. Me parecían un grupo de esos que animan los cumpleaños de 15 o los casamientos y a los que después no se los recuerda más pasado el evento. Pero mi hermanito Gabriel insistió, me regaló ese disco que sonaba en el auto y en el medio de un tema, mi otro hermano, Juan, me dijo: «¿Ves?, lo que dice esta canción es lo que yo pienso sobre la muerte». La canción era un tema festivo, por momentos gracioso, pero que drenaba escepticismo y un budismo barrial. «Cuando me llegue la muerte viviré por siempre en tu corazón/ cuando me busques en tus pensamientos me darás tu aliento y así volveré». Si uno no tiene a esos maestros cotidianos, puede pasar de largo por todos lados y perderse todo. La puerta de la iglesia está cerrada herméticamente y la llave no aparece. Pero mi hermano me indicó lo que estaba pasando. Hacía poco se nos habían muerto mi tía Teresa —con la que iba escuchar discos a La mascota— y mi padrino Bruno —la persona que más quise en la vida. Mi hermano me dijo que escuchando esa canción encontró consuelo para el dolor que sentía por la muerte de estos seres queridos. Pero no era un consuelo mágico, era bien concreto. Las personas, dice la canción, no pueden resucitar, pero lo que fueron, su componente alquímico, su ser, están en nosotros para siempre. Cuando uno los recuerda, los trae de nuevo, les damos el aliento y de esa manera vuelven a la vida. Esa es nuestra única forma de inmortalidad. ¿Para qué querríamos otra? En otra parte de la canción se hace hincapié en que «No me parece que haya varias vidas» pero, divertido, remata «pero si vuelvo quiero ser un rey». Cosa que me hacía reír en medio de la emoción que me producía el tema. Si el horror, a determinado nivel de ebullición, no se convierte en risa, nos podemos volver locos: los Auténticos Decadentes saben esto desde hace rato. Quizás en sus primeros discos escribían lo que podían, ahora —sobre todo cuando la pluma es la de Jorge Serrano— escriben lo que quieren. Jorge Serrano es el autor de esta canción maravillosa que se llama «Viviré por siempre» y que es el segundo tema del disco de los Decadentes llamado Sigue tu camino. Tiempo después, Manuel Moretti, el notable compositor de Estelares, me regaló un disco solista de Serrano, Alamut, pero no lo disfruté como sus apariciones líricas con los Decadentes. Por algún motivo, en este disco, el orden de las canciones remite a cierto espíritu normativo: el yo que enuncia te dice que no hagas esto o no hagas lo otro, te da clases y se vuelve pesado. La buena poesía, en cambio, aun cuando pareciera afirmar algo, siempre lo está haciendo en estado de pregunta. En sigue tu camino, por suerte, Serrano tiene otra cumbre compositiva que es «Un osito de peluche de Taiwán». Una canción donde alguien le habla a su pareja y le pide que esté con él pero, de manera histérica, inmediatamente da la contraorden: se siente encerrado, no puede respirar, lo agobia la pareja. Y todo concluye en un estribillo preciso y extraño que parece una reescritura del Aleph que vio Borges en una casa ya abandonada de la avenida Chiclana: «Un osito de peluche de Taiwán, una cáscara de nuez en el mar, suavecito como alfombra de piel, delicioso como el dulce de leche». Como en el caso de Borges cuando tiene que superar la proeza de enumerar el Aleph, es decir el lugar donde se concentran todas las cosas del mundo, es clave que el escritor no trate, precisamente, de escribir todas las cosas del mundo sino que haga una selección implacable de los objetos que van a estar ahí significando el caos. Jorge Serrano también lo consigue.