Arriba del Rompehielos

No me gustan las estatuas. Tienen algo de taxidermismo, nunca representan cabalmente en quien se inspiran y, si se parecieran demasiado, habría algo mostruoso que las impugnaría. No entiendo el sentido de tener estatuas más que para encontrarse en determinadas plazas, debajo de tal o cual prócer. Ahora la calle Corrientes está llena de estatuas de nuestros capos cómicos: Olmedo y Portales, Tato Bores, Porcel, horrible. La estatua intenta fijar en un lugar lo que existió, pero siempre lo fija como parodia. Lo mejor que le puede pasar a un ser que pobló este mundo y que ahora perdió su forma humana, es no estar en ningún lado representado, porque eso lo vuelve un esclavo. Por eso, cuando me invitaron a la inauguración de una estatua de Luis Alberto Spinetta dejé pasar el convite. ¿Para qué? Spinetta había sido siempre en mi vida una experiencia cercana, íntima, pero al que nunca había visto por la calle ni tratado socialmente. Sólo vi a Spinetta desde el público mientras él ejecutaba sus precisas y extraordinarias melodías. Hace poco, en una cena, unos amigos me contaron que lo habían frecuentado ocasionalmente y lo mucho que los había impactado ver a Spinetta por primera vez. Yo les dije que de habérmelo cruzado en algún lugar, me hubiera conmovido verlo porque era un ser querido al que no conocía. De alguna manera, él hubiera irrumpido desde el secreto hacia mi espíritu que, a lo largo de los años, se había formado en su disciplina lírica. Si te gusta o no Spinetta es algo que divide aguas. En mi caso, que un artista me guste y me emocione y que llegue a quererlo no significa que acuerde en todo con él. Había actitudes de Spinetta que no me gustaban y había cosas que decía que yo no compartía para nada. Me gusta, en la vida, relacionarme con la gente real, no con la gente ideal. Recuerdo que cuando fui a ver su recital interminable de bandas eternas, me llamó la atención que entre tanta parafernalia musical no estuviera sobre el escenario el que para mí era su discípulo más brillante. Discípulo y brillante porque no es un continuador epigonal sino alguien que camina a su lado ampliando la paleta de colores del mundo, metabolizando la rabia de ser Spinetta pero también teniendo otro nombre: Lucas Martí. Spinetta, o Martí, los nombres son accesorios en la historia del espíritu. Pero por ahora no podemos manejarnos de otra manera. Como decía Goethe, todo lo cercano se aleja y tal vez por eso —Martí es hijo de Dylan Martí, uno de los grandes amigos de Spinetta— el flaco no percibió que en su círculo familiar moraba un genio. Recordemos que Alejandro De la Vega ignoró durante muchos capítulos que su hijo Diego era El Zorro. Lucas Martí es un artista singular porque es un artista emancipado. A diferencia de Spinetta no es un gran lector, él mismo lo enuncia en una canción llamada «Best seller» de su disco Segundo y último acto de noción: «Un curioso, un pésimo lector que de cada diez frases sólo se arrima a leer tres y entiende que sería bueno no animarse a creer en esos cuentos». Siempre y cuando entendamos de manera estereotipada que un lector es alguien que lee libros. No, Lucas Martí no lee libros, lee la realidad, los enunciados de la televisión, las frases de la gente en la calle, los subtitulados de las películas americanas, entre muchas otras cosas, y con eso crea una lírica golosa. No para de componer discos porque algo en él le ha confirmado que ese es su Gran Plan, y que no es necesario tener la bendición de los maestros porque él es, como diría Jacques Rancière, el Maestro Ignorante. Escribe Rancière: «Se puede explicar lo que se ignora si se emancipa al alumno, es decir si se lo obliga a usar su propia inteligencia. Maestro es aquel que encierra una inteligencia en un círculo arbitrario de donde ella no saldrá a menos que le resulte necesario a sí misma». Y varios libros más abajo, afirma: «Las prácticas artísticas son maneras de hacer que intervienen en la distribución general de las formas de hacer y en sus relaciones con las maneras de ser y las formas de visibilidad. Antes de fundarse sobre el contenido inmoral de las fábulas, la proscripción platónica de los poetas se basa sobre la imposibilidad de hacer dos cosas al mismo tiempo. La cuestión de la ficción es en principio una cuestión de distribución de los lugares». En el reparto de lo real, a cada uno le toca algo que es esperable socialmente: el verdulero debe hablar y pensar como un verdulero, el científico como científico pero, qué pasa cuando la cosa se corre de lugar y surge lo político. Cuando un chico que no lee, que no sabe música y que tiene muchos problemas para comunicarse socialmente es, en realidad, uno de los grandes artistas argentinos. No tiene detrás ninguna estrategia comercial, ningún megasello, ningún padrinazgo —Spinetta lo deja afuera del escenario final— pero su persistencia y su insolencia no paran de ubicarlo en la alta rotación del espíritu. Y encima, a la hora de componer un tema elegíaco, algo muy difícil que hace que los músicos y poetas caigan en sensiblerías, él lo hace mejor que nadie, sobre todo, porque no parece un tema elegíaco y, en vez de mentar a Spinetta, pareciera para cualquiera: ahí radica su potencia. Es el tema que todos nosotros, de habernos emancipado, podríamos haberle compuesto a un ser querido. No es un tema spinettizado, no tiene huellas para que sepamos leerlo, no tiene el descontrol de la emoción: pero emociona precisamente por todas sus carencias emotivas tan fáciles, por otra parte, de ponerle a un tema dedicado a alguien que murió. El tema está en su disco El gran desconocido popular y es el último de la saga. Se llama «Rompehielos» y empieza con unos teclados que recuerdan una tonada oriental, como si sonara en un lejano monasterio invitando a tomar el té. Dice apenas empieza: «Otro rompehielos que se va habiendo abierto a muchos su lugar, deja de mirar para pasar a un mundo que si existe encontrará». Enseguida enuncia: «Caen los maestros como vos, se sabe que también caerá este sol». Y en el estribillo, contundente: «Hombres como chispas al anochecer guardan un camino para luego liberarnos». Después dice algo curioso: «Si hay una herramienta y precisión la máquina supera a su inventor» ¿De qué está hablando? Tal vez de su relación privada con el mentor secreto. No hay en el disco ninguna anotación que explique quién es el destinatario de este hermoso tema. Que, antes de terminar, nos dice «El amor como el terror daban su lección los dos». Y explica: «Para qué decirle adiós a alguien que estará con vos aunque no haya espacio ni voz». Totalmente de acuerdo.