Retrato del artista cachondo
En el libro Historia de la eternidad, Jorge Luis Borges cuenta la pequeña trama del «Acercamiento a Almotásim». La resume más o menos así: «Un hombre, un estudiante incrédulo, cae entre gente más vil y se acomoda a ellos. De golpe —con el milagroso espanto de Robinson ante la huella de un pie humano en la arena— percibe alguna mitigación de la infamia: una ternura, una exaltación, un silencio en uno de los hombres aborrecibles. “Fue como si hubiera terciado en el diálogo un interlocutor más complejo.” Sabe que el hombre vil que está conversando con él es incapaz de ese momentáneo decoro; de ahí postula que este ha reflejado a un amigo o a un amigo de un amigo. Y llega a esta convicción misteriosa: “En algún punto de la tierra hay un hombre de quien procede esa claridad; en algún punto de la tierra está el hombre que es igual a esa claridad”. El estudiante decide dedicar su vida a encontrarlo. El argumento es simple, la insaciable busca de un alma a través de los delicados reflejos que esta ha dejado en otras». Fin del párrafo de Borges.
Pero no siempre la luminosidad de un alma se refleja en otras almas más viles. En literatura, por ejemplo, el espíritu de quien haya sido Homero está en el Ulises de Joyce. A su vez, por negatividad, Joyce está en Beckett. Cuando nos encontramos ante el brillo de una obra, intuimos que ahí se reflejan otros eslabones no menos inquietantes. Por ejemplo, en el mapa de la poesía argentina se acaban de publicar cuatro libros muy importantes: Punctum, de Martín Gambarotta, Música mala, de Alejandro Rubio, Zelarayán, de Santiago Vega y La pasión del novelista, de Damián Ríos. Entre muchas de las influencias que forman el caldo de cultivo de estos poemas (Los Lamborghini, Perlongher, Ricardo Zelarayán, Giannuzzi, Saer, etc.), hay dos que, por su contemporaneidad excesiva, resaltan y resultan las más interesantes de analizar. Una es el poema La Zanjita, de Juan Desiderio. La otra es el poema Segovia, de Daniel Durand. Aquí, por pereza, sólo se va a intentar orbitar a este último.
Segovia fue publicado por primera vez en una revista de poesía (18 Whiskies) de poca tirada (unos mil ejemplares) en marzo de 1993. Ya en ese entonces el poema se presentaba como un fragmento de algo aún mayor. Un fragmento de este fragmento se publicó en una antología de poesía (Poesía en la fisura) de Ediciones del Dock. Salvo en algunos recitales de poesía donde el autor lo leyó, no hubo otra circulación mayor para el poema. Para aplicar su influencia, no necesitó mucho más. Y ahora (1999) acaba de publicarse en Poesía.com, una revista virtual de Internet. Ahí se lo anuncia como «la versión completa del poema». Por lo menos hasta el momento.
¿De qué habla este poema que empieza con una descripción casi ciudadana de balcones de edificios con plantas que cuelgan y termina con la visión bucólica del curso de un río?¿De qué trata, si es que tiene algún tema? ¿Para quién está escrito?¿Por quién?
Segovia es un poema largo, separado en secciones de diferente extensión, donde se entrecruzan pequeñas historias impulsadas por un aliento narrativo y epigramas imaginistas, todo esto batido a nieve por un lenguaje que oscila entre un registro alto y bajo y que también se convierte en un protagonista principal del menú. Pero vayamos, si podemos, por partes.
¿Encontraría a Segovia?
El Segovia que le da nombre al poema no es un personaje con «carne». En primer lugar parece ser sólo un nombre que por algún motivo íntimo le atrajo al autor. No es un dato menor, ya que muchos de los personajes del poema parecen ser instalados primeramente por el regodeo de nombrarlos: «Si esta noche aparece Segovia/ no habrá derrota para Gómez Ricardo/ no habrá revancha para Pérez Héctor». También se nombra a Etcheverry José Pedro, Bermúdez Alonso, etcétera.
Nuestro héroe también tiene cierto parentesco con esos personajes prototípicos de las canciones populares, tipo Mambrú, que como sabemos se fue a la guerra.
Sin embargo, como para que no nos pongamos tan ligeros, la voz del poema se pregunta en el comienzo: «¿Y si viene Segovia y termina con el arte y con la muerte?» Y después repite: «¿Y si viene Segovia y termina con el arte y con la suerte?» Como se ve, en los dos casos, la que lleva las de perder es «el arte», que no deja su lugar en ninguno de los dos versos. Y, como veremos más adelante, se va a convertir en una de las preocupaciones ideológicas más claras del poema. El arte, claro, entendido como belleza.
DJ de fin de siglo, Daniel Durand mixtura en Segovia las voces de otros poetas de diferentes estilos (desde el barroco más barroco hasta la poesía inglesa conceptual sobre la que ironiza) y logra que ninguna pese demasiado. Por el contrario, estas voces se realzan engarzadas por un zurcido invisible.
Y en la génesis de este poema de largo aliento está la influencia vitalicia de El solicitante descolocado, de Leónidas Lamborghini, una obra escrita bajo otro signo de los tiempos. Acá se la limpia de la carga política explícita que lo nutre y se lo utiliza —entre muchas otras cosas— para poder avanzar, para que el poema escale. Me explico: la morfología de Segovia engarza pequeños poemas, imaginistas, que flotan en el medio de un espacio mayor. Lamborghini, en El Solicitante…, lo hizo:
Y hay un jardín
con una hamaca donde
el hombrecillo y la mujer
se mecen suavemente
por las noches
y dice la mujer
allá va
allá va
un satélite en el cielo.
Y escribe Durand:
Una lluvia de otoño moja
los pantalones colgados
del alambre, están muy duros
debe haberles quedado mucho jabón.
Como dijimos, no es poco lo que Segovia le debe al gran poema de Leónidas. El humor, la ironía y muchos de los juegos de palabras, las rimas, parecen nacer de él. Escribe Lamborghini:
Crack crack crack
pasa el carro alegórico
del fútbol corrompido
¿Dónde está el gran Martino?
Escribe Durand:
La leche que da la vaca
que se la tome el lechero
nosotro tomamo vino
tomamo vino resero.
Pero la apropiación es siempre crítica. Por un lado, Lamborghini es un poeta peronista, con una manifiesta conciencia social, que escribe en una época en que la posibilidad del triunfo de las luchas populares no era una utopía. Durand es un poeta de fin de milenio, nacido en una generación a la cual le enseñó a leer el gobierno militar. Y que ve cómo las utopías de las generaciones anteriores se convierten en distopías. Cuando escribe:
Un Segovia clase 1964
recién llegado al paraíso
pide
un 17 de octubre de 1945
como primer gozo
fulgor.
Y en el cielo todos ven
cómo festeja
ese ángel
haciendo «V» cortas
con las alas loco
de contento.
Parece estar en juego, más que una celebración del peronismo, un placer estético y paródico.
Privado entonces de poder entender la realidad bajo la luz de la utopía. Y privado también de algún dogma o referente político que le sirva de soporte, el poeta, la voz de Segovia, lo único que conserva en el plano ideológico es una rabia que no logra canalizar. Porque no tiene tampoco un cuerpo filosófico que lo ampare:
(No supo qué decir Segovia
cuando le preguntaron por sus ideas.)
En esta rabia contra lo falso, para llamarla de alguna manera, sigue apadrinado por Lamborghini. Pero también empieza a jugar el otro Lamborghini, Osvaldo; el Sabio Negro. «Querés que te diga la verdad —le decía Osvaldo a un periodista en los setenta—, el verdadero enemigo es González Tuñón; los albañiles que se caen de los andamios, toda esa sanata. La cosa llorona, bolche. Una ideología siempre te propicia para boludeces». El menor de los Lamborghini escribía en medio del furor que despertaban los albañiles de Gelman y Tuñón y reaccionaba contra ellos. Sus textos políticos son escatológicos, entonces la rabia de la poesía combativa de los sesenta cambia de estrategia y se muda de la lucha armada a la bragueta, al ano, al colchón. Durand —consciente o inconscientemente— toma nota de esta actitud que teoriza Lamborghini y que a principios de los noventa —después de la proliferación de los Daltons y Silvios Rodríguez— está en el aire, y pone su furia también en los genitales. Es un artista —como dirían las traducciones españolas— cachondo. En Segovia no hay ataques contra los «explotadores» o el «imperialismo». Tampoco hay obreros que se caen de los andamios. Leónidas escribe en El solicitante descolocado:
Golpea
en la llaga
libre de la «belleza»
libre de «lo poético»
y golpea
¡Comprende que es importante
que te teman!
Durand comprende que es importante que le teman. ¿Pero quién le tiene que tener miedo? No los capataces de estancia, ni los jerarcas del imperialismo. Los dardos del poeta van contra «la belleza» (Durand no necesita poner esta palabra entre comillas), contra los «cultos», los poetas sofisticados, los que en cierto argot juvenil son denominados caretas. Y por supuesto que bajo este ataque a lo falsamente bello, a lo aristocrático, subyace una fuerte sensación de lucha de clases. Pero en Durand, como en Gombrowicz, la verdadera belleza no se encuentra en la clase alta, sino en la inmadurez, en la juventud, entre esos desclasados que le prestan su voz y de los que saca palabras típicas como «vieja», «tomamo», «guasca».
Pero, como decía Ángel Rama, una cosa es el gaucho y otra la poesía gauchesca. Leamos esta embestida contra los «cultos» que lleva el tono erótico del Sabio Negro:
Y a la rima no la pulo
no me importa metétela en el culo.
A todos los pichones de Barulo
a toda la prole de Ferrari
a los que intentan un texto
para quedar adentro aunque sea
en el último puesto
puesto que tienen metida a toda su familia
dentro de la biblioteca:
Y versos más atrás la imagen del enemigo se personifica en un poeta contemporáneo:
Un joven de pelo
amarillo
que todos
los días entrega
su cuerpo
a las delicias del Tamilán
y
del vino
para contemplar manjares
que surgen de la ruina
y del desorden
está leyendo las obras completas de Hugo
Padeletti
y al final del primer poema dice:
¡Este viejo es un boludo!
y lo abandona.
No es difícil imaginar al poeta leyendo esta parte del poema que parece escrito para la tribuna (que puede estar compuesta por el joven que toma Tamilán, entre otros) y a esta estallar en éxtasis por el maltrato que soporta el «poeta culto»; en este caso, el señor Padeletti. El ritmo, la música de este breve fragmento, recuerdan a Sumo: «Un seudopunkito/ con el acento finito/ quiere hacerse el chico malo/ tuerce la boca, se arregla el pelito/ toma un trago y vuelve a Belgrano». Y en la confrontación ideológica, al poema «Bellezas», de Juan Gelman, que está en el libro Relaciones:
Octavio Paz Alberto Girri José Lezama Lima y
demás obsedidos por la inmortalidad
creyendo
que la vida como belleza es estática e
imperfecto
el movimiento o impuro
¿han comenzado a los cincuenta de edad
a ser empujados por el terror de la muerte?
Pero si Segovia fuera una meditada y programática denuncia de la poesía intelectual metafísica o politicosa, seguramente no sería lo importante que es. Por el contrario, el poema está inoculado por contradicciones ideológicas, las cuales no lo debilitan. Hacen que este se vuelva interesante donde, en otros casos, podría ser peligrosamente pedagógico. Que quede claro: Segovia no es un poema escrito para que puedan tararear los jóvenes mientras marchan hacia un nuevo recital de Patricio Rey. Es un poema complejo que ha sido engendrado tanto por la vida como por la literatura. Al igual que los poemas de Hugo Padeletti.
Y si Durand a veces toma vino e intercambia frases con los marineros que apagan los puchos en las alas del albatros derribado, también sufre en secreto por la esquizofrenia de sentirse construido por el mismo barro con el que están hechos esos hombres y el ave de Baudelaire:
Yo escribí una cosa que se llama poema
para Élida, porque me enamoré de ella,
y lo escondí arriba del ropero;
después me fui en bicicleta y lo tiré
por el ferrocarril, para que nadie se entere
que me gusta
la poesía
y Élida
Otra vez la tensión entre el logocentrismo, la palabra oral que sirve para arengar a la multitud —como al joven del Tamilán— y que posee un valor de verdad supremo porque se halla envuelta en la «vida», y la palabra escrita, muda, que aparece como parasitaria y estéril. Más Segovia:
Ya va por la quinta cerveza y en nada
ayuda la literatura
está la guasca chorreando por el piso
después de haber estado
adentro de la concha de Susana y en nada
los estantes ayudan con su misterio
con su verdad su tedio
En nada para nadie es todo esto.
La poesía todavía no existe
Nunca va haber literatura.
Francis Bacon se jactaba de que en sus cuadros los elementos que los podrían hacer fracasar estaban tan expuestos y merecían el mismo lugar que los trazos que lo convirtieron en uno de los pintores más importantes del siglo. Segovia tiene la misma honestidad. El yo que escribe para la tribuna, el que se entrampa en presupuestos pedagógicos para adoctrinar, convive en el largo poema con momentos, a juicio de quien escribe estas líneas, de extraordinaría poesía. Es una poesía que parece estar escrita para nadie, que surge de algo más lejano que el yo y que el poeta sólo se limita a traducir:
MARIPOSAS
Ensillamos con Mariana una de alas
naranjas y negras.
Un hilo de coser suavemente le atamos
alrededor del abdomen y en la punta
colgando
un cuadrito de tergopol
para que pueda volar:
ahora no sos la hermosura que pasa por el jardín
y luego lo abandona por la vecina.
En los jardines vecinos morían las mariposas enredadas
en algún tallo
A la siesta todos duermen y sólo en el jardín
Segoviano
hay un castigo liviano
para todo lo que es hermoso.
Hay algo atávico en estos versos. Escuchamos la voz que dictó los grandes poemas de todas las épocas, la que le murmuró al viejo Yeats su «mosca de largas zancas». Un poco más de Segovia:
Un chico de cinco años se come
la pata de plástico de un ciervo;
cuando la madre le explica que no es
chocolate lloriquea. No se sabe
quién se arrepiente.
Arrepentido de estar
en el arrepentimiento,
pero ya cerraron la puerta de tu casa.
Pero ustedes no se van a arrepentir. Leed Segovia, muchachos y muchachas de mi patria. Y si alguna vez se cruzan por la calle con quien escribió estas líneas, les pediría —como sugiere Gombrowicz en el prólogo de su Ferdydurke— que si Segovia les gustó, se toquen, al verme, su oreja derecha. Y que hagan lo mismo con la izquierda si no les gustó. Reservensé la nariz por si su juicio está en el medio. Nos comprenderemos en silencio.