La epopeya del bebedor de whisky
William Faulkner fue un crack. Sin embargo, le costó muchísimo poder llegar a imponer su obra. Toda su carrera literaria está jalonada por los cachetazos que le fueron pegando editores de revistas y editoriales que rechazaban sus relatos y novelas, incluso cuando ya había escrito El sonido y la furia y Luz de agosto, entre otras obras maestras. Algunos de sus contemporáneos, en cambio, no dudaban, Hemingway (quien rivalizaba con él en el podio del gran novelista americano) solía decir que «Primero de todos está Bill, no hay nadie que escriba como él». Después de haber publicado La paga de los soldados y Mosquitos —obras que causaron cierta repercusión y que fueron bien reseñadas por los críticos—, Faulkner se abocó a escribir una obra que, según les decía a sus amigos, iba a revolucionar la literatura. La obra se llamaba Banderas sobre el polvo. El joven Bill trabajó arduamente durante la noche, con el soplete y el soldador, para poder terminar este texto. Agotado y satisfecho y exultante, se lo envió a los editores que ya le habían publicado las otras dos novelas primerizas. Contrarreembolso, la respuesta de correo pegó debajo del cinturón. Le decía uno de los editores de Liveright: «Le escribo para decirle con todo el dolor de mi corazón que tres de nosotros hemos leído su libro y no creemos que podamos publicarlo. La paga de los soldados era un libro muy bueno y debería haber ido mejor. Luego Mosquitos no era tan bueno, no indicaba un gran avance en su desarrollo espiritual y creo que ninguno en su arte de escritor. Ahora llega Banderas sobre el polvo y estamos desilusionadísimos con él. El texto es difuso, no tiene mucho desarrollo argumental ni desarrollo de personajes… la historia no llega a ninguna parte y tiene mil cabos sueltos. Si el libro tuviese trama y estructura podríamos proponer una reducción y revisiones, pero es tan difuso que no creo que esto sirva de nada». Faulkner, ya con la medalla del Nobel en la vitrina de su rancho de Rowan Oak, todavía recordaba cómo lo sacudió la crítica en contra: «Me quedé sobrecogido: mi primer sentimiento fue de protesta ciega, luego me volví objetivo durante un instante, como un padre al que le dicen que su hijo es un ladrón o un idiota o un leproso, durante un instante aterrador lo consideré con desesperación y consternación, luego, como el padre, aparté la vista en la furia del rechazo». Sin embargo, este rechazo engendró a ese hijo idiota del que habla, se puso en sus zapatos y escribió la parte fechada el 7 de abril de 1928 con la que abre El sonido y la furia, una de las grandes novelas de todos los tiempos, escrita no por un escritor con oficio y talento sino por uno con genio. En ese entonces, Faulkner pensaba que nunca le iban a volver a publicar algo: «Así que dejé de pensar en mí mismo en términos de publicación, escribí poniendo las entrañas en El sonido y la furia, aunque no me di cuenta hasta que se publicó el libro, porque lo había hecho por placer».
William Faulkner era descendiente de granjeros, un hijo del Mississippi de estatura pequeña que gustaba presentarse como un farmer y no como un escritor. Creo que su proyecto fue medirse con Shakespeare e intentar reescribir La Biblia. Admiraba a Joyce y a Malraux, a Hemingway y a su mentor, Sherwood Anderson. También tuvo una fuerte influencia sobre su escritura la poesía de T. S. Eliot, cuyo poema «Prufrock y otras observaciones» llegó casi a copiar literalmente en sus propias poesías de juventud. Si el guiso estaba hechos con pedazos de Shakespeare y La Biblia, el aderezo era el whisky. El whisky fue la puntuación que encontró Faulkner para hacer más soportable la vida. «Cuando tomo una copa, me siento más grande, más sabio, más alto. Después del segundo, me siento superlativo. Si bebo más, ya nada puede contenerme», le confesaba a una joven actriz que conoció en sus épocas de guionista en Hollywood. Cuando uno lee la biografía de Faulkner escrita por Joseph Blotner, lee una vida asediada por la falta de dinero y por la obligación de tener que conseguirlo escribiendo. Una vida malgastada en los escritorios de Hollywood, mal pagos, para poder sostener la vertical. «Acá a nadie le importa nada, acá sólo hay muerte», decía cuando se hartaba de los estudios. Cada vez que una mujer lo rechazaba, cada vez que le rechazaban un libro o un relato, o un caballo lo arrojaba por el aire, entraba en una escalada etílica que culminaba con internaciones, desmayos y cláusulas especiales en sus contratos de trabajo, en los que se le avisaba que, de ser visto con una copa en la mano, se le iba a descontar el sueldo como sanción. Faulkner tomaba igual. Un amigo que trabajaba con él en los estudios contaba una historia extraña: «Quedé en comer con Bill y llegó con un tipo desconocido, vestido de negro, al que me presentó. Nos sentamos en la mesa y, después de pedir la comida, Faulkner le hizo una seña al tipo y este sacó una bolsa marrón y le sirvió algo en la copa. Cuando Bill fue al baño, el tipo se me acercó y me dijo: le parecerá rara mi presencia, pero soy un enfermero que contrató el señor Faulkner para que lo controle en la bebida, ya que el lunes tiene una reunión muy importante con el señor Howard Hanks». Como ya se dijo más arriba, la bebida fue la puntuación de Faulkner para poder vivir. Y la puntuación no es algo menor para un escritor. Es un problema ético, está directamente relacionado con la forma de respirar. Pero Faulkner, cuando escribía, no respiraba conscientemente, no controlaba su respiración, como otros grandes novelistas. Faulkner más que respirar era respirado. «No sé por qué Dios o los dioses me eligieron para ser la vasija. Créeme, esto no es humildad ni falsa modestia: es simplemente asombro», le confesó a un amigo cuando ya tenía gran parte de su obra a las espaldas y se sentía incapaz de volver a escribir. Se sentía seco.
Benjy, luchador sordomudo
Leí muchas veces El sonido y la furia. Y su capítulo inicial, narrado desde la subjetividad de Benjy, el hermano idiota y sordomudo de la familia Compson, muchísimas veces más que la novela entera. Las primeras veces que lo leí, invariablemente, me ponía a llorar. Aunque en verdad no entendía bien qué pasaba en ese maldito capítulo. Todavía hoy no sé bien qué pasa en esa novela. Pero no puedo sacarle los ojos de encima una vez que me pongo a leerla. Porque creo estar sintiendo el sonido del genio y la furia de la especie por ser tan desgraciados en este mundo de mierda. Pero hay algo más. Faulkner nos da una lección ética a la hora de imaginarse un lector para su novela. No es construido por el lector, no cede nunca a los requerimientos de que se entienda, no da tranquilidad, simplemente transcribe lo que el genio le está telegrafiando y nada más. ¿Cuál es la diferencia entre un genio y un gran escritor? Pongámoslo de esta manera. Scott Fitzgerald escribió una obra perfecta, El gran Gatsby, un verdadero mecanismo de relojería. Faulkner no tiene ninguna obra perfecta. Porque es genial. En sus obras, el error está puesto en primera fila, es parte esencial de su obra, no está dosificado ni metabolizado por el talento. Faulkner no tiene talento o, mejor dicho, su talento es precisamente ser el instrumento con el cual Dios hace música. En los casos en que hay genio, este es un canal a través del cual se expresa algo que no le pertenece. Como decía Heidegger: «Siento que Eso piensa en mí». Borges es un escritor extraordinario y talentoso, un escritor central por la forma en la que pensó su lugar y el lugar de la literatura argentina en el mundo. Arlt, en cambio, es genio. Porque a pesar de escribir a partir de sus limitaciones —en realidad, estas indicarían que Arlt no podría escribir—, suele imantar al lector ya que nos está hablando de algo insondable. Es el que traduce para este lado uno de esos sonidos ultrasónicos que sólo los perros pueden oír. El genio descubre su estupidez —que es infinita—, sus limitaciones y su pobreza. Y partir de ahí escribe. O a pesar de eso. Hay algo en el lamento de Faulkner, en ese haber sido elegido para escribir, que suena a un imperativo divino vivido como una condena. Lo mismo le pasa al Jesús de los Evangelios Gnósticos, quien no se siente muy contento con tener que estar en las sandalias del cordero que se tiene que sacrificar para salvar al mundo. Lo cierto es que después de las borracheras, las internaciones y la obligación de escribir relatos mediocres para que fueran aceptados por las revistas que pagaban bien, ya que tenía que parar la olla frente a su numerosa familia, William Faulkner, no sé cómo, encontraba fuerza y tiempo para escribir obras maestras. Tal vez porque el hecho de contar historias era esencial a su naturaleza. Solía contarles historias de suspenso a sus nietos, y también se las contaba a los cazadores con los que salía a perseguir ciervos y osos. Y cuando su madre agonizaba en el hospital, le empezó a narrar cómo sería el cielo adónde iría. «¿En ese cielo voy a tener que ver a tu padre, Bill?», le preguntó la anciana. «No si no querés», le contestó el hijo. «Qué bueno, porque no me agradaba», remató la mujer. Cuando ella finalmente murió, Faulkner, abatido, le dijo a su hermano: «Tal vez al morir nos transformemos en ondas de radio». Ondas de radio. Girando en el espacio hasta que damos con los libros donde vive la imaginación y la voz de William Faulkner, ese hombre que escribió que «entre el dolor y la nada, prefiero el dolor». Una antena parabólica conectada a una radio Spika. Hay algo en esa épica que emociona. Me hace acordar el poema de Eugenio Montale llamado «La anguila». Dice así: «La anguila, la sirena/ de mares fríos que abandona el Báltico/ para llegar a nuestros mares,/ a nuestros estuarios, a los ríos/ que remonta en profundidad, bajo adversas corrientes,/ de brazo en brazo, y luego/ de cabello en cabello, adelgazados/ cada vez más adentro, más en el corazón/ de la piedra, filtrándose/ por fangosos canales hasta que un día/ una luz lanzada desde los castaños/ su brillo enciende en charcos de agua muerta/ en los fosos que bajan/ desde los riscos de los Apeninos de la Romaña;/ la anguila, antorcha, fusta,/ flecha de amor en tierra/ que sólo nuestros cauces o resecos/ arroyos pirenaicos devuelven/ a paraísos de fecundación;/ alma verde que busca/ vida donde tan sólo/ reinan sequías y desolación,/ centella que nos dice/ todo comienza cuando todo parece/ carbonizarse, sepultada rama,/ iris breve, gemelo/ de ese que engarzas entre tus pestañas/ y haces brillar intacto entre los hijos/ del hombre, inmersos en tu barro, ¿puedes no pensar que es tu hermana?»