Valeria Masa
El nuevo Papa está preocupado por sus masas invisibles y le dio la orden a los juristas metafísicos del Vaticano para que le resuelvan este problema: qué se puede hacer con los miles de niños que mueren antes de ser bautizados y, por no encontrarse con Dios y estar impregnados por el pecado original, están condenados a permanecer for ever en el Limbo. Un caso complicado. Ibarra, los padres de Cromañón y los juristas argentinos también están preocupados por esa masa invisible que formaron los muertos en la tragedia del boliche de Once.
«La masa invisible» es una de las tipologías que utiliza Elías Canetti en su libro Masa y poder, para describir uno de los fenómenos que más lo obsesionaron durante su larga vida: cómo se comporta la gente cuando se amontona y se convierte en Masa. El libro, que le llevó más de veinte años de escritura, es notable porque está escrito desde una perspectiva netamente personal, alejado de cualquier escuela, de cualquier «ismo». Curioso, sobre todo, porque cuando finalmente se publicó (1960), estaba en auge el sistema estructuralista de Lacan, Strauss y Barthes.
Hace muchos años leí Masa y poder, y ahora me cayó en las manos una reedición. Es notable cómo este libro que, según el autor, «es un análisis de los motivos que llevaron al surgimiento del nacionalsocialismo», nos interpela en estos tiempos como si hubiera sido escrito para analizar los sucesos de Cromañón.
Canetti hace tipificaciones de diferentes modelos de masas. La masa cerrada, la masa abierta, los cristales de masa. Dice que uno de los impulsos más notables que se perciben en una masa es el «impulso de destrucción». Y, acto seguido, explica que en casi todas las culturas y a lo largo de los tiempos, el más impresionante de todos los medios de destrucción es el fuego. Dice: «Después de un incendio ya nada es como antes. La masa que prende fuego se cree irresistible». El fuego, dice, es el más potente y antiguo símbolo de masa.
A la masa, dice Canetti, lo que le interesa es observar el gran número de oyentes más que lo que se dice. La masa necesita también sentirse observada —como en la haka de los maoríes de Nueva Zelanda, hecha para imponer terror o respeto a los enemigos (los que no están en la masa o forman parte de otra).
En el Sermón de la montaña, por ejemplo, desde la perspectiva de supervivencia de la masa, es más importante cuántos son escuchando que escuchar propiamente el sermón. Lo mismo pasa en algunas canchas de fútbol con esos muñecos que le dan la espalda al partido, subidos al paraavalancha. En algunos recitales esto también es notable. Lo que importa es el rito, la liturgia. El músico —si es que se lo puede llamar así— es solo un vector construido por la masa para darse forma. De ahí que la mayoría de estos grupos hacen una música que no problematiza nada y que tiende a dormir cualquier atisbo de curiosidad.
Creo que Los Redondos son un caso notable para entender esto, porque venían de un pasado —once largos años— haciendo un espectáculo personal y una música interesante hasta que en un momento decidieron cambiar los recitales por misas y empezaron a ser ventrilocuados por la masa. Es significativo que su último gran disco, Oktubre, tenga en la tapa unas caras expresionistas que huyen de un palacio en llamas que se ve de fondo. ¿De dónde escapa esa gente? ¿Del palacio de octubre o del boliche de Once? Yo nunca había escuchado la «música» de Callejeros hasta hace poco tiempo. Me llamó la atención. Es como entrar a un lugar y ver a un montón de gente demolida porque en vez de tomar un buen whisky están tomando aguarrás.
Pero bueno, la pérdida de los intereses personales, de una vida que pueda considerarse digna, hace que determinadas personas traten de fundirse en la masa. Ahí no se ve nada, no se escucha nada, pero porque hay demasiado ruido. Por eso a algunos músicos me cuesta entenderlos como tales. Para mí hacen otra cosa, más cercana a la demagogia. Uno musculoso e hiperkinético, por ejemplo, me llama la atención. Le dice al público ni bien pisa el escenario: «Salten», «Griten». Como si estuviera dando una clase de gimnasia. Otro, por ejemplo, se dedica a producir «hitazos» —no tengo nada contra el hit, pero me molesta cuando quieren hacer pasar una vacuidad por algo interesante—. El hit es, en términos elementales, un impulso de deseo agitándose en el microcerebro de un bañero sentado en La Bristol, con la arena ardiendo en la hora pico.
Pero es curioso cómo a esta producción en cadena del hit se le endosan una sarta de estupideces intelectuales para las buenas conciencias. Porque no se puede decir ni siquiera que es para venderlo, ya que vender un hit es, a todas luces, una tautología. Dargelos es patético autoproclamándose la gran estafa del rock and roll. ¿A quién estafó? Ronald Biggs sí me parece un estafador. Estafar a su compañía de discos sería, por ejemplo, firmar un contrato suculento para después, igual, conseguir que todos tengan el disco pirata. Pero como solo estamos en esto por la plata, eso sería imposible. Galimberti —un estafador letal— decía que si uno le reventaba una bolsa de papel por la espalda a Bonasso, este se podía morir de un infarto. Algo de esto hay en todos estos héroes del rock, chicos malos que gastan demasiado en cosméticos, más parecidos a Derek Zoolander que a Ian Curtis.
De alguna manera, el rock como se lo planteaba Spinetta en un manifiesto de los años setenta («Rock música dura suicidada por la sociedad») está herido de muerte. Pero a la mayoría le conviene. ¿Miranda es rock? A mí me parecen Los Parchís. Y del otro lado de la vereda, el rock barrial, chabón: nada por aquí, nada por allá.
Frank Zappa se negaba a considerarse músico de rock, se consideraba músico: ahora lo entiendo.
Lo cierto es que sea quien sea el que prendió la bengala, estoy seguro de que deseaba ser mirado por alguien que se encontraba muy lejos, alguien sentado ciego en el corazón de lo que debería ser —en tiempos mejores— su compleja personalidad.
La tragedia de Cromañón no es una tragedia del rock argentino (hablo del rock de los padres fundadores, de esa música genial que puede cambiarte la vida porque te hace preguntar cosas como las que uno se preguntaba frente al winco blanco a los doce años «¿Por qué dice: en el mar naufragó una balsa que nunca zarpó? ¿Qué son los platos de café?») No, la tragedia de Cromañón parte de una equivocación que puede, a veces, ser letal: en el escenario no hay banda, no hay música, no hay orquesta.
Escribe Canetti: «Después de una batalla, la sangre tiñe de rojo las piedras. La palabra gairn significa grito, llamada, y sluaghgaim era el grito de guerra de los muertos. Más tarde se convirtió en la palabra slogan. Sí, los muertos gritan; pero sus palabras son slogans en boca de los vivos».