Abbey Road

¿Hacia dónde iban Los Beatles ese mediodía soleado de 1969? Los cuatro muchachos de la clase trabajadora de Liverpool parecen estar cruzando de una década a otra. Pero no lo iban a hacer juntos. Desde ese entonces muchos sintieron por primera vez que los sueños dorados venían con fecha de vencimiento.

Los Beatles fueron extraordinarios como músicos, lograron unir la alta capacidad creativa con una popularidad inmensa. Un fenómeno extraño. No bajaron los decibeles ni un poquito para ser más comerciales. En cada uno de sus discos encontramos temas que se están componiendo ahora de nuevo bajo otro nombre y en cualquier parte del planeta. La frase que Cortázar le hacía decir al Perseguidor («Esto lo estoy tocando mañana») podría servir para graficar el efecto que tuvieron y tienen las canciones de Los Beatles. Pero no fueron sólo sus canciones. Los tipos practicaban el arte al ángulo. Pocos grupos se preocuparon tanto por una iconografía tan creativa. Las tapas de los discos de Los Beatles son, sin duda, arte pop. Ahí los tenemos, difusos y abrigados en Rubber Soul; psicodélicos en el collage de Revolver y bañados en ácido en el Sgt. Pepper’s frente a su jardín bonsai de cannabis. Cada tapa produjo su hermenéutica, propulsó su mito (no sólo el mito de Los Beatles, sino el mito de la tapa).

Nuestra vida está hecha de imágenes que se incrustan en la memoria precisamente porque remiten a tantos significados que no podemos darles un solo sentido y guardarlas en el cajón para siempre. Estas imágenes no nos dejan tranquilos.

Y es probable que ninguna imagen, ninguna canción, sea tan importante si no le agregamos nuestra huella vital. Hay un libro que recopila testimonios de gente que cuenta qué estaba haciendo cuando escuchó por primera vez un tema de Sgt. Pepper’s. El momento vivido quedó enlazado a la más maravillosa música. Una música que, en 1967, parecía venir del espacio exterior. Quien escribe estas líneas no se va a poder olvidar nunca lo que sintió (y dónde estaba y qué hacía) cuando escuchó la voz de Spinetta salir del Winco blanco para cantar «qué calor hará sin vos/ en verano».

De todas las tapas de Los Beatles, la de Abbey Road —el último disco de estudio del grupo— es la que más me fascina. En realidad me fascinan disco y envoltorio por igual, forma y contenido. El mito que trae la tapa con respecto a la muerte de Paul me interesó siempre muy poco. No le agregaba nada a la gloriosa fotografía de Ian Mac Millan. Pero igual lo podríamos repasar rápidamente. Se decía que McCartney estaba muerto, que por eso el doble de Paul cruzaba la calle descalzo, que Ringo, vestido de negro, era el que comandaba el servicio fúnebre y que George, de vaqueros, era el enterrador. John, de blanco, era el ángel de la guarda. En el trasero del Volskwagen blanco, la patente dice: IF28, es decir, si Paul viviera, tendría 28. Muchos años después McCartney parodió esa tapa en el disco Paul is live. Y otro dato clave: el falso Paul tenía el cigarrillo en la mano derecha. Y el bajista más famoso del mundo es zurdo. Y lo más extraño del mundo era la convicción de los fans de que Los Beatles —los tres que quedaban vivos— les mandaban estas señales a ellos. ¿Sería por un complejo de culpa por seguir en el negocio después de la muerte del bueno de Paul?

Sin embargo, la historia de la tapa de Abbey Road es mucho más sencilla. El disco se iba a llamar Everest, porque ese era el nombre de los cigarrillos que fumaba George Emerick, el ingeniero de sonido. Se llegó a hablar de un viaje al Tíbet para hacer la foto al pie de la colosal montaña. Pero para esa época Los Fabulosos ya estaban un poco cansados, y a Paul se le ocurrió (no sólo se le ocurrió, sino que bocetó la tapa, como lo hizo con Pepper’s) que el álbum se podía llamar simplemente Abbey Road, como la calle donde estaban los estudios de grabación. Así que un día salieron a la calle, siguieron el guión de McCartney (quien llevaba sandalias y se las quitó) y Ian Mac Millan sólo necesitó sacar cuatro fotos para encontrar la que se volvería inmortal. Ahí están cruzando la calle.

Ahí estaban, en el lado de adentro de la puerta del ropero de mi primo. También había una foto del Che entrando en La Habana junto a Castro, una propaganda de Coca-Cola, una chica en bikini, una foto del General y el Corto Maltés de Hugo Pratt. Y también, paradita junto a la pila de remeras, la botella blanca del perfume Old Spice.

Creo que fue el poeta Joseph Brodsky el que dijo que se había enamorado de la cara de Beckett antes de leer una sola línea del irlandés. Es probable que a mí me fascinara ese póster de los cuatro peatones melenudos mucho antes de escuchar su música. En esa época (yo nací en el 65, cuando Los Beatles ya estaban al dente), ellos ya se habían separado y yo más bien solía escuchar temas melódicos que iban desde Roberto Carlos a Nicola Di Bari en el combinado que mi mamá tenía en su pieza.

Pero en el cuarto de adelante estaba el búnker de mi primo. Y ahí abundaban los comics de la editorial Novaro (toda la saga de los superhéroes), la Balada del Mar Salado, de Pratt, el Anticristo, de Nietzsche, amigos melenudos, revistas políticas, fotos de Perón y, lo que más preocupaba a mi viejo, algunos explosivos que los compañeros le pedían que guardara hasta que tuvieran que usarlos. Me acuerdo del día que recorrí su pieza vacía porque pensaba que no lo iba a volver a ver. Mi primo había ido a Ezeiza y no volvió a casa esa noche, lo cual alarmó a mis viejos y a su madre. Ezeiza, que iba a ser el festival de bienvenida, nuestro Woodstock, terminó siendo una masacre. Lo cierto es que ningún músico de rock argentino concentró la atención de la juventud argentina como lo hizo Juan Domingo Perón. Una foto de él, con dos caniches, en un jardín, se enfrentaba en el ropero de mi primo a la tapa de Abbey Road. Pero en realidad no se enfrentaba, se mezclaba, se sintetizaba en una efervescencia única. Mi primo me llevaba a las facultades tomadas, a las villas donde pasaban películas, me leía literatura que apenas podía entender y representaba, para mis viejos, el peligro. También me hacía escuchar Abbey Road, de Los Beatles, y me señalaba el póster, la tapa, la cara de una época inolvidable.

Así que, en el mundo según mi primo, ese hombre viejo, que salía en pijama a saludar desde su balcón de Gaspar Campos, era tan revoltoso como Los Beatles. Me acuerdo de la tarde en la que volví del colegio cantando: «Lanusse, Lanusse, dejá el sillón/ que viene un presidente llamado Juan Perón». Mi mamá, cuando escuchó esa maravillosa música, casi se muere de un infarto e inició una investigación para saber quién me la había enseñado. De golpe, a medida que crecía, empezaba a distinguir las cosas que eran peligrosas. Y estas cosas me entusiasmaban. Mi primo tenía pelo largo, usaba jeans y suecos. Estudiaba en Bellas Artes. Creía, como Rimbaud, que había que cambiar la vida. Y, a diferencia de muchos retóricos, él estaba tratando de cambiarla en serio.

Así que la tapa de Abbey Road está mezclada en mi memoria con la vida de mi primo. Pero, ¿qué más hay en esa foto? Por ejemplo, un Londres luminoso en contraste con sus famosos días estereotipados de niebla (el mismo Londres luminoso que muestra Michelangelo Antonioni en Blow Up). Hay sol en las canciones del disco («Sun King», de Lennon, «Here comes the sun», de Harrison) y sol en la senda peatonal de Los Fabulosos. Termina una época, ellos están hastiados de ser Beatles, pero igual se las arreglan para llamar a George Martin y pedirle que los ayude a hacer un álbum como en los buenos tiempos. Los cuatrillizos vestidos iguales por Brian Epstein habían crecido y se vestían cada uno como les daba la gana. Si el Álbum blanco fue una recopilación de canciones de los tres compositores por separado (Harrison empezaba a pesar definitivamente en ese sentido), Abbey Road los encuentra en una unidad engañosa que se remarca en el collage del lado b, donde en un popurrí varias canciones sin terminar se ensamblan unas a otras con una maestría inaudita.

Desde que escuché ese disco por primera vez, ya pasó mucho tiempo. Y estuve en infinidad de reuniones donde, en las sobremesas de borrachos, cada comensal empieza a discutir sobre cuál es su beatle preferido. Oponen al vanguardista Lennon contra el supuesto complaciente Paul. O dicen, simplemente, que el introspectivo George es el genio oculto del cuarteto. Ringo, a veces, es caratulado como un buen tipo. Cada uno parecería un elemento de la naturaleza que, en una partitura astrológica, nos daría el sentido a nuestro carácter. «Yo tengo ascendente en Paul», «Yo en Harrison». Sin embargo, Los Beatles también dieron un ejemplo en esto. Para ellos no hubo antagonismos irrefutables. Tomaron de todas las fuentes, así se llamaran Hendrix, Stones, Dylan, Wilson o Elvis. Posiblemente fueron tan grandes porque, a la hora de robar, lo hicieron sin distinción de credos ni de razas. Y demostraron que los cuatro, y sólo los cuatro, eran la fuerza creadora que se llamó Beatles. El héroe era colectivo y no individual. Ahora que todo tiene nombre y apellido y muchas personas persiguen a la fama como Aquiles corría a la tortuga, es conmovedor pensar en esos hombres de la Edad Media que se pasaban su vida construyendo las inmensas catedrales en el anonimato. Obras que no iban a poder ver terminadas en el poco tiempo que tenían para vivir.

Cuando mi primo me hizo escuchar Abbey Road por primera vez, sentí un rechazo inicial por esa música tan diferente a la que venía escuchando; aunque ya mi corta experiencia me había enseñado que todo lo que venía de él valía la pena. La melodía beatle tardó un tiempo en macerarse en mi cabeza. Y cuando se activó, fue letal. Era un cóctel de música, ácidos, flower power, Che Guevara y Ezeiza. Desde ese entonces sé que es precisamente en los cruces donde está lo más interesante. Que un escritor polaco perdido en Buenos Aires puede escribir —sin proponérselo— la gran novela argentina. Que los caminos de los puristas conducen irremediablemente al fascismo. Y que el odio y el miedo también llevan a ese domicilio.