Los libros de la buena memoria
Bien, la película es mala, creo que se llama El Juez y está protagonizada por Silvester Stallone. Sucede en el futuro porque es de ciencia ficción aunque toda la ciencia ficción, en realidad, suceda en el pasado. Lo que hay que reconocer es que tiene un pequeño logro eso de transportar la masa de carne de Stallone al futuro veloz e hipermoderno que el director se imaginó. Lo que quería rescatar de la película es una escena en la que Stallone hace el amor con Sandra Bullock —creo—. No se tiran encima ni se toquetean. Sólo se ponen uno frente a otro, se colocan unos cascos inmensos como secadores de pelo de peluquería de los setenta y ambos le dan rienda suelta a sus fantasías hasta sentir el orgasmo. Hay un cable que interconecta los cascos fusionando los estímulos sexuales. El futuro es una distopía.
Lo primero que quiero decir es que no estoy en contra de los libros digitales. Salvo cosas muy puntuales, no estoy en contra de nada. Pero tengo un gran amigo —editor, curador— que suele molestarme mandándome por mail direcciones virtuales donde se anuncia la llegada de esta revolución tecnológica para la literatura. Se la pasa hablándome de cómo va a ser el futuro cuando se pueda almacenar en una pequeña computadora portátil millones de libros y cuando un hombre en una punta del mundo pueda bajarse ese texto e imprimirlo y ser él mismo su propio editor. Me acuerdo que Schopenhauer cuando quería escuchar música en su casa tenía que tocarla él, porque no se habían inventado aún los grabadores.
Pero este no es el caso, porque acá está inventado el libro. Un artefacto sencillo, materialmente noble y que ha demostrado tener un poder extraordinario de persuasión. Y también impredecible. Ha sido tanto un elemento obsceno, vanal o sagrado. Su poder es tal que, hasta la fecha, no ha podido ser dominado por los nuevos formatos digitales. No han conseguido dejarlo obsoleto. El 2 de octubre de 1808 Napoleón se encontró con Goethe y le dijo: «Sos lo que se dice un hombre, Got». El maestro alemán, en señal de respeto, sólo bajó la vista. Napoleón tenía el poder real, había conquistado el mundo físico, Goethe había escrito libros y su poder estaba en el mundo metafísico. Los ejércitos visibles ganan o son derrotados, los ejércitos invisibles son difíciles de dominar y suelen atravesar el tiempo, la raza y las fronteras.
Tal vez me esté yendo de la cama al living. Lo que decía mi amigo era que la llegada del libro digital es inevitable y su poder va a ser devastador. Donde él ve promesas de futuro yo veo y siento sólo distopía. Mi amigo suele hacer libros «objeto». No el libro sólo con la tapa y contratapa y las páginas del medio, sino con agregados. Puede tener figuritas, piercings, aros y, al abrirlos, caérseles monedas aplastadas por las vías de un tren. La verdad, no me gustan los libros-objeto. Son como esos réferis que tratan de ser más protagonistas que los jugadores. Me gusta, en cambio, el libro hermoso. Me gusta tocar el libro, olerlo. Saber que voy caminando por la calle con un ejemplar en mi bolso. Me gusta la primera edición argentina de Ferdydurke. Editada por Argos con un formato medio, tapa color café con leche —más leche que café— y bandas rectangulares verdes en los costados, como perimetrando el ejemplar. Las bandas son verde aceituna y el título es del mismo color. Me gustan las ediciones que hizo Barral. Tengo de Vargas Llosa —dos tomos de Conversación en la Catedral— y algunas ediciones de Gombrowicz también. Las tapas de Barral de Bruno Schultz —Las tiendas de color canela— son francamente hermosas. Creo que el aspecto físico de las ediciones de Barral me predispuso mejor para leer Conversación en la Catedral, esa obra maestra del peruano ex candidato a presidente. Recuerdo lo que me costó entrar en Cicatrices, de Saer, en una edición muy chiquita de letras ínfimas y cómo me lo devoré en dos días cuando pasé a una de Sudamericana de los años sesenta, grande, «Colección el espejo», con una tapa plástica que se doblaba ligeramente y un papel blanco, cálido, con letras grandes donde se esparcía naturalmente la partitura saeriana. O los libros de Philip Dick con esas ilustraciones en tapa sacadas de los dibujos de los comics de ciencia ficción y de las revistas de fantaciencia. Busquen, si pueden, la tapa de La penúltima verdad, editada por Martínez Roca, donde un cohete rojo está hundido hasta la mitad en un suelo extraterrestre.
Mi amigo dice que uno va a poder imprimir en su casa el libro comprado. ¿Qué gracia tiene eso a menos que vivamos en medio del Amazonas? Suelo comprar libros por Internet. Miro la foto de la tapa, la edición. Y después disfruto intensamente el viaje que hago para buscarlo. Voy pensando en el libro y vuelvo leyendo y tocándolo en el subte. Hay una experiencia central en que el libro no sea fácil de conseguir, en buscarlo. De la misma manera que creo que las personas que escriben y que me interesa lo que escriben, saben que trabajan para el papel, para la posibilidad de ser quemados o subrayados o escondidos, como Hegel, con La fenomenología del Espíritu en su bolsillo mientras se escondía de las tropas enemigas.
Hay un cuento de Ray Bradbury —no recuerdo el nombre ni en qué libro está— en que unos tipos viajan al pasado. Cuando llegan, deben moverse por un sendero que ya está marcado para no alterar nada con su presencia. Los tipos van y vuelven como si viajaran a Miami. Pero en uno de los viajes, uno de los pasajeros siente al regresar a la tierra, a su tiempo, que algo está fallando. La gente es más burda, más grosera. Al rato se da cuenta de que en una de sus botas tiene pisada una mariposa. Posiblemente eliminó a toda la especie y con ello a toda una percepción del mundo, una sensibilidad. Si el libro digital triunfa por sobre los libros materiales —algo improbable, es cierto— toda una forma de escribir va a sucumbir con ello. Todo un mundo. No sé si es necesario decirlo o no pero yo siento que el confort que prometen estas nuevas tecnologías te debilita.
Tengo otro amigo que se llama Lucas Olivera, no sé por qué le dicen Funes. El tipo es encuadernador y tiene una editorial que saca ediciones chicas —diez o veinte ejemplares— y que se van reponiendo a medida que se venden. Publica a autores nuevos. Los libros son hermosos, de tapa dura, con una presencia demoledora. Funes te enseña a hacer estos libros, te pasa el oficio. Le enseñó a otro amigo, muy buen escritor, que vive en Francisco Solano, se llama Walter Lezcano y creó la editorial Mancha de aceite. En la feria de Solano, dice él, uno puede hurgar en las mantas que tiran los vendedores buscando la revelación en un libro. Me acuerdo de estar en la casa de José Luis Mangieri, postasado con leña y que él me dijera —para mi alegría total— «Fabiancito, fijate qué libro querés de la biblioteca». Y yo me subía a una escalera y empezaba la búsqueda absoluta. Las palmeras salvajes de Sudamericana en una edición viejísima y hermosa. Absalón, Absalón, de Emecé, con una tapa de dos colores con cierto aire mineral. Y Cólera buey de Gelman, quizá su mejor libro, editado por el mismo José Luis.
Lo que en definitiva estamos perdiendo es experiencia. No es lo mismo leer Guerra y Paz en una cajita virtual que en hojas, que es lo mismo que decir, días, horas, noche y pasión. Porque en hojas escribió Tolstoi y en hojas lo recibimos. No es la second life, donde los que están enojados con su suerte pueden comprarse otra vida. Se trata de amar el destino que nos tocó, de hacerlo nuestro sea como sea. No es el cine de Cameron en Avatar, donde a una historia mediocre se la adereza con una sarta empalagosa de efectos especiales. En eso prefiero, como Lisandro Alonso, el cine de los hermanos Lumière, con su riesgo ancestral y con su líquido amniótico aún surcando la cámara. Creo que el gran Héctor Libertella siguió escribiendo hasta el final en una máquina de escribir. Yo sé lo que sentía. Hasta que no esté en el papel, el texto no tiene vida, es como el hombre hecho de barro esperando el soplo de Dios.
Hace poco me ofrecieron publicar unos libros míos en Alemania pero en forma virtual. Tiene que ver con la efervescencia de la feria de Frankfurt. Era buena plata. Lo pensé un rato y dije que no. No quiero escribir para el espacio. Porque el que reza en el espacio no está en el espacio. Quiero escribir despacio, meticulosamente, para el papel. Y si así no lo hiciere, que Dios, mi amigo que inspiró estas líneas y la Patria me lo demanden.